Читать книгу La playa de la última locura - Juan Esteban Gascó - Страница 2

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Capítulo 1

Entre la noche y el alba, entre ensoñaciones y pensamientos de duermevela, se coló alguna inquieta pesadilla que le hizo sudar, revolverse en la cama y destaparse antes de la alborada. Un rato después Pablo Víctor se despertó con los pies helados y el cuerpo destemplado, pero con la agradable sensación de calor que da la satisfacción de haber tomado una decisión con determinación, después de una lucha enconada de sentimientos encontrados. Lo que más le apetecía en ese momento era cubrirse con el nórdico y dormir un par de horas más, después de una noche tan agitada, sin embargo prefirió levantarse, con el ánimo inquebrantable de llevar a cabo cuanto antes el propósito de ese nuevo día. Tras desperezarse estirando los brazos hacia arriba, entre bostezo y bostezo se levantó sin remolonear, calzándose las zapatillas de andar por casa. Se dirigió medio aturdido hacia el ventanal, subió la persiana para que entraran los primeros rayos de sol de la aurora y salió a la terraza para contemplar el amanecer. El día era gélido y una fina lluvia comenzaba a hacer acto de presencia. De pronto sintió un ligero escalofrío que recorrió su médula espinal, ya que había salido en pijama sin la precaución de abrigarse. Temblando, con los ojos cerrados, el cielo estaba nublado y a lo lejos los montes Urgull e Igueldo despuntando entre nubes bajas. No le importaba el tiempo. Se frotó los ojos con los nudillos y admiró la maravillosa visión de la playa de la Concha, a pesar de ser un día brumoso. La iba a echar mucho de menos. Sí, muchísimo. Quizás demasiado. Pero estaba decidido. Iba a cambiar de aires. Se dio una ducha de agua caliente, casi ardiendo, a fin de abandonar su estado casi cataléptico, desentumecer sus huesos y despejar su mente. Se recreó más de lo habitual. Se sentía muy a gusto bajo la fuerte presión del agua masajeando su cuerpo, sin pensar en nada. Minutos más tarde se preparó un reconfortante desayuno con zumo de naranja recién exprimido, cereales integrales, dos yogures naturales y cuatro nueces. Extraño desayuno, pero fiel a su costumbre, el mismo de siempre desde hacía muchos años. En ese aspecto no parecía que fuera a haber ninguna fluctuación en su vida. Después de cargar energía para el largo viaje, se dispuso a vestirse sin entretenerse. Eran ya las ocho de la mañana y la partida no admitía demora. Ciertamente le hubiera venido bien tomar un café cargado para afrontar el camino despejado, sin riesgo a dormirse, pero como no tenía ese hábito y desde que estaba solo no recibía visitas en casa, no le quedaba ni un gramo. De todas formas lo ingerido había sido más que suficiente para hacer acopio de fuerzas. Las iba a necesitar. Fuerza y valentía. Se dirigió al armario de su habitación y bajó del altillo una caja metálica de galletas. La abrió con parsimonia y extrajo una carta que leyó por enésima vez, mientras lágrimas de nostalgia resbalaban por sus mejillas. Se quitó el anillo de casado, lo depositó en su interior y besó una fotografía mientras juraba que no iba a llorar más. Guardó la caja con suma delicadeza, como si corriera peligro de romperse, de romper con reminiscencias del pasado, y fue a lavarse la cara. Frente al espejo se reflejaba un hombre con la intención de emprender una nueva vida. No había marcha atrás. Aunque el tiempo no acompañaba, iba a coger su Harley—Davidson para ir a Valencia. La lluvia no era impedimento. Se vistió con unos vaqueros, su camiseta favorita y una sudadera. Encima se puso una cazadora y pantalones técnicos de lluvia para motoristas. Su preciada cazadora de piel no le acompañaría en este viaje. Se calzó sus relucientes botas negras de media caña, cogió una mochila con una muda para la vuelta y con los guantes y el casco en la mano bajó al garaje a por su motocicleta. Hizo rugir el motor de su custom acallando unos truenos que anunciaban tormenta y salió en busca de su nuevo destino.

Transcurridas tres horas de trayecto, sopesó la conveniencia de hacer una parada a mitad de camino para estirar los agarrotados músculos y pegar un bocado. Aunque ya había dejado de llover su ropa seguía empapada. Suerte que había sido precavido y su vestimenta había cumplido su cometido, repeliendo el agua, no dejando que traspasara al cuerpo. Sin embargo hacía mucho más frío. La temperatura había descendido varios grados y una fuerte ventisca azotaba el inhóspito lugar. Se había apartado de la autovía, huyendo de las cafeterías de las estaciones de servicio, buscando un bar con solera, y encontró un solitario restaurante en medio de un interminable y adusto páramo. En medio de la nada. Qué visión tan diferente de la frondosa vegetación de los paisajes del norte que había dejado atrás no hacía mucho. Tan distinta y tan bella a la vez. Los reflejos del tímido sol sobre la llanura pedregosa, fruto de la persistente sequía padecida, mostraban una variedad de tonalidades de color herrumbroso como si se fueran destiñendo conforme avanzaban hasta lontananza. Allí, solo ante esa inmensidad se sintió bien. La soledad había sido su hábitat natural en los últimos años, pero había llegado el momento de cambiar.

Entró al restaurante y se sorprendió al ver todas las mesas ocupadas. ¿De dónde había salido toda esa gente, si parecía el último confín de la tierra? Daba igual. No le importunó el hecho de que no hubiera ningún sitio libre. Se sentó en un taburete alto junto a la barra, contemplando ante sí la más variada muestra de embutidos, panceta, lomo de orza y otras suculencias. Pero no, en sus previsiones de cambio no figuraba la de su saludable alimentación. De repente una espigada joven de tez pálida y rubio cabello le preguntó si deseaba comer algo. Ante la respuesta afirmativa, la amable chica, en un perfecto castellano, si bien con un pequeño acento de algún país de Europa del Este, le invitó a pasar al comedor que se abría tras una doble puerta de cristal dorado opaco. El salón estaba vacío y le sugirió que se sentara junto a la acogedora chimenea encendida, lo cual agradeció el motero. Le venía bien para entrar en calor y para que se secara un poco su mojada indumentaria. La camarera le entregó la carta y le preguntó si para beber quería vino o cerveza, dando por sentado que no existía otra posibilidad. La respuesta, que recibió extrañada, fue que le trajera agua. Para comer pidió una rebanada de pan de hogaza, que había visto con anterioridad y que tenía una pinta estupenda, con aceite de oliva y jamón. Mientras le preparaban el almuerzo se situó frente al crepitante fuego, frotando sus manos con fricción y elucubrando qué hacía una muchacha como esa en un lugar tan recóndito. Era la única mujer que había visto en el restaurante. Todos los clientes eran hombres ancianos. Cuánto contraste entre los rostros morenos ajados por el frío y el sol, fruto de una vida trabajando a la intemperie y la blanca piel de la joven. Sentía curiosidad por saber qué la había llevado hasta allí y por qué permanecía en ese lugar. ¿Sería feliz?, se preguntaba. Pero ¿qué sabía él de su pasado y de las circunstancias por las que se encontraba en ese pueblo? ¿Habría elegido ella su destino o se habría visto abocada a vivir lejos de su familia y de su patria? En cierto modo, se dijo, todos somos prisioneros de los avatares que nos marca la vida. No obstante, reflexionar sobre la vida de la muchacha no conducía a puerto alguno. Bastante tenía con ocuparse de la suya propia. Debía ponerse manos a la obra con todo aquello que había previsto hacer durante el viaje.

Mientras hincaba el diente al sabroso jamón, encendió su teléfono móvil y empezó a buscar por internet pisos para alquilar en Valencia. Seleccionó los que más le gustaron y comenzó a llamar a inmobiliarias para saber si alguna estaba en disposición de enseñarle viviendas ese mismo sábado. De todas aquellas a las que llamó, solamente en una le confirmaron que podían quedar para mostrarle tres pisos. Para haber llamado con tan poca antelación no estaba nada mal. Eran más que suficientes para hacerse una primera idea y acordó una cita con la señorita que le atendió, a las seis de la tarde, en la avenida Mare Nostrum, en la playa de la Patacona. «Empieza cuando termina el paseo marítimo de la Malvarrosa», le explicó. «Cuando no puedas continuar recto toma la curva. No tiene pérdida, verás el chalet de Blasco Ibáñez con un cartel que anuncia el ciento cincuenta aniversario de su nacimiento. Vuelve a girar siguiendo la carretera y entrarás en la avenida. Te espero frente al número ٣٦».

Luego contactó con el hotel Neptuno y reservó una habitación individual para esa noche. Únicamente faltaba elegir el restaurante para comer, al objeto de tener organizada toda la logística, pero como debía llamar a su madre se inclinó por esperar a que ella le recomendara uno.

—Hola, mamá, ¿cómo estás? —balbució Pablo Víctor con voz temerosa sabiendo que no era portador de gratas noticias.

—Muy contenta, hijo. ¿Cómo quieres que esté? Con muchas ganas de verte. ¿Por dónde andas?

—Verás… —hizo una pequeña pausa y tras carraspear un poco continuó—, ha habido una ligera variación de la ruta. Me dirijo a tu tierra.

—¿Ligera? ¿A qué te refieres? —su madre no entendía nada o no quería entender lo que terminaba de escuchar. No podía dar crédito.

—Sí, mamá. Lo siento mucho pero estoy yendo a Valencia. Yo también tengo muchas ganas de verte, y a papá y a toda la familia, pero me ha surgido un imprevisto. No puedo ir a pasar el fin de semana con vosotros. Quizás el próximo. No sé, ya os avisaré.

—Pero… no será una broma. Sería de muy mal gusto. No te vemos el pelo desde tus vacaciones en agosto y además justo hoy que íbamos a reunirnos todos. Venían tus tres hermanas con sus maridos y tus sobrinos y a ti —elevó el tono de voz con aire de reproche— te da por cambiar de planes. No sabes el disgusto que acabas de darme. Nos hacía tanta ilusión que vinieras. No quiero ni pensar cómo se lo va a tomar tu padre. Además —en un último intento por convencerle apostilló—, sabes que iba a hacer una paella. Anda, no seas tonto y vente para aquí, no te lo pienses más.

—¡Mamá! —espetó abrumado, alzando la voz para dejar las cosas claras—. No insistas. No puede ser y punto. Estoy ya en un pueblo perdido de Zaragoza a mitad de recorrido. Es muy tentador lo de la paella y sabes que echo de menos las tuyas —continuó ya bajando el tono—, pero quiero que sepas que sigo fiel a la tradición que me inculcaste y aunque no esté hecha por ti, todos los domingos del año como paella.

—Ya, pero siempre dices que las mías son las mejores del mundo.

—Y lo son —confirmó con halago mientras ladeaba la cabeza de un lado a otro en señal de desesperación ante la insistencia de su madre—. Anda, no seas chantajista. De verdad que lamento mucho fallaros, pero tengo que ir a Valencia. Digo yo que allí también podré comer bien, ¿no? Por cierto, ¿cuál es el restaurante de la playa donde comíamos con los yayos?

—Hay muchos. No siempre acudíamos al mismo. La Pepica, La Marcelina, La Rosa, un sin fin y todos ellos muy buenos. Pero no me cambies de tema. ¿Qué diantres ha pasado para este cambio tan repentino? ¿Por qué no nos avisaste? ¿Ocurre algo que debamos saber? —preguntó Socorro con preocupación.

—No os he avisado antes porque lo he decidido esta misma mañana, nada más levantarme. Como tú dices, ha sido pensat i fet.

—Ay… pensat i fet —repitió su madre con dolor de corazón—. Eres el único de mis hijos que no nació en Valencia y sin embargo desprendes un inmenso sentimiento de valencianidad. Eso al menos me consuela.

—Te recuerdo que aunque no he nacido ni vivido en Valencia, allí me engendraste y si tengo ese sentimiento de amor a tu tierra es gracias a ti. Pensé que te haría ilusión que fuera. Pero ya te contaré. No puedo adelantarte nada. Son casi las doce del mediodía y todavía me quedan dos horas y media para llegar. Lo siento. Tengo que colgar.

—Mi alma, claro que me hace ilusión, pero me dejas muy intrigada. Únicamente dime que te encuentras bien y que no ocurre nada malo. No sé el motivo y tú solo dices voy a colgar.

—No debes preocuparte. Estoy estupendamente. Como hace mucho tiempo que no lo estaba.

—Por la voz parece que sí. Eso me tranquiliza. Ya me inventaré algo para contarles a papá y a tus hermanas. Cuídate mucho, no corras y llámame cuando llegues.

—Así lo haré. Un beso para todos.

Nada más colgar Socorro se quedó unos segundos pensativa. Su hijo era muy callado y reservado. No solía contar nada y menos de su vida privada. Podía haber puesto cualquier excusa para no venir. Tanto secretismo la hacía sospechar y la intuición le decía que tenía que ser un lío de faldas. ¡Ojalá!, deseó suspirando profundamente. Eso es lo que iba a contarles al resto. Así lo aceptarían mejor. ¿Sería posible después de tanto tiempo?, se preguntó para sí misma.

Pablo Víctor se sintió apurado y agobiado. Reconocía que le había hecho un desplante muy grande a la familia, pero también sabía que le comprenderían y perdonarían la afrenta. Era el menor de los hijos y sus hermanas siempre comentaban que era el niño mimado. Puede que no les faltara razón, pero sabía que lo decían desde el cariño. Eso le alivió. Tomó, ahora sí, después de mucho tiempo, un café para que le mantuviera despierto si le entraba sueño. Pagó la cuenta y la camarera le deseó buen viaje cuando le devolvió el cambio. Le pareció que con la mirada le suplicaba que se la llevara con él en la moto, a cualquier parte, lejos de allí. Tuvo un momento de indecisión antes de despedirse, pero finalmente contestó con un simple «Gracias, hasta pronto».

Al poco de haber salido cesó el viento, pero surgió otra vez un imprevisto. Hizo acto de presencia una incipiente lluvia, añorada desde hacía tiempo en la zona. Los habitantes del lugar lo agradecerían pero no Pablo Víctor. Aunque un gallego como él estaba acostumbrado a ella, sin embargo el hecho de que la carretera estuviera mojada le obligaba, por precaución, a disminuir la velocidad y concentrarse en la conducción. Más valía tarde que nunca, pero transcurrida una hora el viaje comenzaba a pesar y sintió los primeros azotes del cansancio. De pronto notó que la calzada ya estaba seca. Había dejado de llover y más adelante un impresionante arco iris se dibujaba ante él formando un semicírculo perfecto, atravesado en su eje central por la autovía. Justo a la altura de un cartel que anunciaba que entraba en la Comunidad Valenciana imaginó que cruzaba por un arco de triunfo de colores y que un sol radiante le daba la bienvenida. Eso le insufló ánimos para continuar hasta su meta.

La playa de la última locura

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