Читать книгу La playa de la última locura - Juan Esteban Gascó - Страница 4
ОглавлениеCapítulo 3
La imagen de la mujer le recordó a la camarera del restaurante donde había almorzado por la mañana. Tan alta, excesivamente alta para él, y con esa cabellera rubia como el oro aunque más ondulada. Fue inevitable no fijarse descaradamente en ese culo tan perfecto que movía con gracia y sin esfuerzo aparente. Con el casco puesto se sentía más protegido por su desfachatez. Luego se lo quitó y acercándose unos pasos pronunció con voz casi inaudible: «¿Esperanza?».
La elegante agente inmobiliaria lucía un pantalón negro de vestir, una bonita cazadora blanca de piel, con la cremallera subida hasta arriba, y unos zapatos de tacón que realzaban su ya de por sí gran estatura. Se giró y al tiempo que le tendía la mano para estrechársela contestó con seguridad.
—Hola, Pablo, encantada de conocerte.
El motorista enmudeció al ver su rostro. Ahora ya no le recordaba a la chica del este. Le pareció ver el vivo retrato de otra persona mucho más cercana. Durante unos instantes no reaccionó, prendido en esa cara angelical con un leve toque de picardía en su sonrisa. Sus ojos marrones eran fulgurantes y su nariz parecía esculpida por un maestro artesano, pero solo dirigía su vista hacia su atrayente boca.
—Perdona, ¿eres Pablo, no? —repitió al ver que no había contestado ni movido un músculo para darle la mano.
—Sí, sí, disculpa. Soy Pablo Víctor —musitó, improvisando una absurda excusa ante el silencio anterior—. No estoy acostumbrado a que me llamen así y he tardado en reaccionar.
Esperanza sonrió de nuevo, al tiempo que entornaba sus párpados y suspiraba con gracia. Estaba acostumbrada a que los hombres se comportarán así ante ella.
—¿Es un poco largo, no crees? Y no te pega nada ese nombre. Te hace mayor. Suena antiguo, y demasiado aristocrático. O peor aún, de culebrón venezolano. ¿Te importa si te llamo Pablo? —susurró cálida y dulcemente.
Pablo Víctor no salía de su asombro. Cuánta verborrea y desparpajo. Vaya confianza se había tomado para haberse visto por primera vez. No obstante le pareció una persona agradable. Era una mujer que desbordaba simpatía y alegría, como corroboraría después de pasar dos horas juntos. Pero no por ello iba a concederle la licencia de llamarle Pablo. Aunque deseaba complacerla no estaba dispuesto a ceder en eso.
—Lo siento, pero mi madre se enfadaría muchísimo. Me llamo Pablo como mi padre y mi abuelo paterno y Víctor me lo pusieron por mi abuelo materno. Mi madre se empeñó en que así fuera y desde niño se encargó de corregir a todo aquel que no me mentaba por mi nombre compuesto.
—A mí no me gusta —soltó sin rubor alguno—, pero entiendo a tu madre perfectamente. Si alguna vez tengo un hijo le pondré el nombre de mi padre —sentenció—. En fin, Pablo Víctor, subamos a ver la primera vivienda.
Transcurrieron casi dos horas para ver únicamente tres pisos que además no estaban alejados entre sí. Esperanza era una comercial excelente, capaz de vender hielo en el polo norte, y realizó su trabajo a conciencia, enseñando las casas con todo lujo de detalles y dando las pertinentes explicaciones sobre las ventajas de las mismas, pero a Pablo Víctor no terminaba de convencerle ninguna. Se deleitaba oyéndola hablar sin parar, casi sin posibilidad de hacer comentario alguno sobre sus gustos, hasta que finalmente tuvo que aclararle que no le gustaba ninguna lo bastante. Una era demasiado grande para una persona que vivía sola, otra tenía la terraza excesivamente pequeña y la última tenía un precio desorbitado. A pesar de ello la agente inmobiliaria no estaba dispuesta a que se le escapara la presa. A ella no se le resistía nadie.
—Bien, me hago una ligera idea de lo que buscas exactamente. Dame unas semanas y no te preocupes que no cejaré en el empeño hasta encontrar algo a tu medida. En cuanto lo tenga te aviso.
—El problema es que vivo en San Sebastián y como comprenderás no puedo permitirme el lujo de venir muy a menudo. Quería aprovechar al máximo este fin de semana, pero solo he conseguido quedar contigo.
—¡Me quieres decir que has recorrido más de quinientos kilómetros para ver solamente tres casas! Debías haber hecho un filtrado previo y tras seleccionar las que te interesaran, organizarte para ver cuantas más mejor.
—Ya, pero es que lo he decidido esta misma mañana al despertarme. Ha sido un arrebato —masculló—. Y además, me quiero trasladar en breve. No dispongo de demasiado tiempo. Si todo va como deseo, espero venirme dentro de un mes aproximadamente.
—¡Estás como una cabra! —soltó una sonora carcajada—. Y la gente dice que yo estoy loca. Cierto es que soy muy impulsiva, pero lo tuyo es para encerrarte en un manicomio. Estás loco, completamente loco. Loco de atar —concluyó exaltada, vociferando. Luego se calmó y apuntilló—: Vamos a ver, ante un cliente como tú debería olvidarme de ti y dejar que te buscaras la vida, pero la intuición me dice que en el fondo eres una persona cabal y que no eres un lunático. Tienes la mirada limpia y sé que no me engañarás. Te propongo una cosa. En la finca donde yo vivo hay un ático en venta espectacular. Justo lo que tú necesitas. El problema es que no lo alquilan, pero llevan tiempo sin venderlo y creo que seré capaz de convencer a la propiedad para que te lo arriende hasta que encuentres otro con vistas al mar. Aunque ya te adelanto que aquí en la playa y con las condiciones que exiges no te va a resultar sencillo. De todas formas, cuando lo veas y vivas en él no vas a querer moverte de allí.
Parecía que la cosa estaba decidida. Esperanza había hablado con tal convicción, que Pablo Víctor no tenía nada más que decir. Solamente reparó en el comentario de la mirada limpia. Le llamó la atención la expresión y se sonrojó pensando en su fastuoso trasero, el cual no había dejado de mirar en toda la tarde cada vez que tenía la oportunidad, aunque fuera de soslayo.
—Está bien —contestó sin pararse a analizarlo. Estaba empeñado en alquilar una casa frente al mar, pero la propuesta era una buena salida momentánea—. ¿Cuándo puedo verlo?
—Los domingos no trabajo, pero como está en mi mismo inmueble si te parece puedo enseñártelo mañana temprano. Más tarde de las nueve no es posible. Tengo cosas que hacer.
—No hay ningún inconveniente. A mí también me viene mejor que sea pronto. Me queda un largo viaje de vuelta.
—Estupendo —sacó de la cartera una tarjeta de visita y anotó las señas de su domicilio particular. Se la entregó y dijo—: Aquí vivo yo, en el primer piso. Cuando llegues toca el timbre del portero automático.
—Muchísimas gracias. No sabes el favor que me haces. Eres un verdadero encanto. Hasta mañana.
Pablo Víctor quedó prendado de esa mujer, pero no tuvo el valor de dirigir su mirada limpia más abajo de la cintura mientras veía como se alejaba. Después de dar unos pasos, sintiéndose observada, se giró e hizo un gesto de lanzar un beso al aire, al tiempo que le decía: «Hasta mañana, ojos verdes».
Tan peculiar despedida supuso una subida de adrenalina en un depauperado cuerpo que ya daba muestras de agotamiento. Sus ojos eran entreverados entre verde y marrón, y aunque cuando les reflejaba la luz adquirían un tono más claro y verdoso, realmente eran pardos. Sin embargo, era la segunda persona que lo llamaba ojos verdes, lo cual le produjo un conmovedor cosquilleo que le puso los pelos como escarpias. En ese preciso instante tuvo la certeza de que se asentaría en Valencia.
Deseaba dar una vuelta antes de dormir, pero estaba tan cansado que decidió regresar al hotel. Ya tendría tiempo de saborear y disfrutar de la ciudad. Dejó atrás la avenida del Mare Nostrum de la playa de la Patacona hasta llegar de nuevo a la casa-museo de su idolatrado Blasco Ibáñez. Tuvo la sensación de que no sería la última vez que la vería. Le encantó esa zona. Tomó la calle Isabel de Villena y acompañado por la cercana brisa marina hizo vibrar su motocicleta pegado al paseo marítimo. Iba ensimismado, recreándose en algunas de las bonitas casas que jalonaban la calle, hasta que un susto le advirtió de lo imprudente de su conducción a pesar del paso lento. A punto estuvo de atropellar a una pareja de peatones que cruzaba la calle a la altura del hospital de la Malvarrosa. El despiste pudo costarle caro, pero no llegó la sangre al río. Respiró aliviado y todavía redujo más la velocidad. Continuó por la calle Eugenia Viñes y vio el majestuoso hotel-balneario Las Arenas. Ya estaba cerca. Al final estaba el Neptuno.
Cuando pidió la llave el recepcionista le volvió a dar el recado de que la directora quería hablar con él. «Solo será un minuto», le advirtió. A pesar del cansancio y las pocas ganas, Pablo Víctor accedió.
—¿Qué tal, señor Hernández? Quería comentarle que tenemos disponible la habitación de su reserva inicial. Si lo desea puede cambiarse sin problema.
—¿Cómo? —respondió enarcando las cejas, sin ni siquiera dar las buenas tardes—. Le agradezco su ofrecimiento y su interés, pues verdaderamente mi intención era disponer de vistas al mar, pero ¿no le parece un poco escabroso después de lo acontecido? —acto seguido, sin tiempo a que reaccionara, comentó—: Lo que sí estoy dispuesto a aceptar ahora es la invitación que me hizo a mediodía para tomar algo. Debido a mi profesión, tengo una enorme curiosidad por conocer el suceso.
La directora, abochornada, se quedó sin palabras y supo que era conocedor de lo ocurrido, no obstante no hizo comentario al respecto. Aunque pretendía ser discreta y no airear el asunto se sintió en la obligación de acceder a la petición, sin saber muy bien hasta dónde iba a contarle. Su horario terminaba a las ocho de la tarde y ya pasaba un cuarto de hora, pero se sintió intrigada por la profesión del cliente, y, por qué no decirlo también, atraída por esa persona con ademán bizarro. Buscó una mesa apartada en un discreto rincón y le invitó a sentarse.
—Yo quiero una Coronita, ¿y usted? —preguntó en presencia del barman.
Pablo Víctor estaba acostumbrado a que le trataran de usted, a pesar de que tenía treinta y cinco años, pero sugirió que se hablaran de tú, para evitar formalismos, ya que la directora aparentaba tener una edad similar a la suya. Se dirigió a ella por su nombre tras leerlo en la placa de la solapa de su chaqueta y pidió un vodka con limón. De inmediato, Marta, sintiéndose más cómoda, cambió de opinión y sustituyó la cerveza por el mismo combinado. Había sido un día muy largo y duro. Ya había terminado su jornada laboral y se lo podía permitir. Necesitaba animarse para afrontar la conversación. Al principio estaba cortada y su acompañante no parecía muy hablador pero trató de mostrarse afable y para romper el hielo le preguntó por el motivo de la visita y si le había gustado la ciudad. Le imponía la seriedad de ese hombre a pesar de su juventud.
—¿Cuál ha sido la causa de la muerte? —espetó de golpe, sin ánimo insidioso, tras responder brevemente las preguntas, para no parecer descortés.
La interrogación a quemarropa descolocó a la directora. Pegó un trago largo de su copa y contestó sin mayor explicación.
—Un suicidio.
La respuesta le impresionó sobremanera, sintiéndose paralizado por un frío glacial. Transcurrido un breve instante se rehízo e inquirió desafiante.
—¿Estás segura?
—Es lo que me indicó el inspector de policía. No había signos de violencia y no parece tratarse de una muerte natural. Era una persona joven y había un frasco de medicamentos abierto en la mesita de noche. Supongo que serían barbitúricos. No sé, de todas formas imagino que saldrán de dudas cuando hagan la autopsia al cadáver. La mujer se había registrado sola y no salió de la habitación ni recibió visitas, al menos que sepamos. No puedo decirte nada más. Es lo único que sé —concluyó, dando otro sorbo para refrescar su boca seca.
Pablo Víctor asintió impávido, sin gesto alguno en la cara. Impasible preguntó de nuevo si la mujer había dejado alguna nota de suicidio.
—No, que yo sepa —respondió Marta, empezando a sentirse acosada como si de un interrogatorio policial se tratara.
—Está bien, has sido muy amable —dijo, apercibiéndose del estado de nerviosismo de la directora—, pero me gustaría pedirte una última cosa. ¿Podrías dejarme echar un rápido vistazo a la habitación? Antes me has dicho que la podía ocupar.
La directora apuró el contenido del cubata y se puso a la defensiva, al tiempo que se levantaba profiriendo exaltada sin tutearle.
—Me temo que está usted abusando de mi confianza. No sé dónde quiere ir a parar o si insinúa algo sobre lo ocurrido distinto de lo que indica el informe de la policía. Creo que esta conversación no debería haber tenido lugar. Si me disculpa, tengo que marcharme.
—Oh, no. Le pido mil perdones. No quería indisponerla lo más mínimo. Nada más lejos de mi intención, y por supuesto no pretendía sembrar la duda sobre lo que ha comentado. Ruego que me excuse —continuó diciendo, hablándole de usted— por mi impertinencia. Le estoy muy agradecido por la información. Déjeme que le invite a cenar si no es mucho atrevimiento —terminó compungido.
La directora percibió en sus palabras el arrepentimiento espontáneo por su comportamiento pero no deseaba seguir charlando con esa persona.
—No se preocupe —murmuró menos inflamable—, la copa corre por cuenta de la casa. Debo irme. Espero que pase una buena noche.
—Igualmente, muchas gracias y reitero mis disculpas.
Volvió a sentarse, miró fijamente la copa que ni siquiera había probado, cogió el vaso con mano trémula y volvió a dejarlo sobre la mesa, Desechó la opción de beber. De volver a hacerlo. Quería mantener la cabeza despejada para pensar con claridad. Optó por una frugal cena, ya que el atracón de la paella todavía estaba haciendo estragos, y luego se retiró a descansar. Mientras degustaba la ensalada no dejaba de cavilar sobre la reciente charla. Intentaba distraerse pensando en otros temas pero no había manera. No podía apartar de su mente el suceso. Estaba arrepentido de la zafia y fallida intentona con la directora, sin embargo algo irrefrenable le empujaba a continuar con su empeño. Después de tomar una jugosa naranja de postre y pedir que cargaran la cuenta a su habitación pasó por recepción para recoger la llave.
—Buenas noches. La 302, por favor.
Una recepcionista sonriente y distraída interrumpió su comunicación al teléfono para entregarle la tarjeta solicitada.
Todavía quedaban restos adhesivos de la cinta que precintaba la entrada en el marco de la puerta, pero ya nada impedía el acceso. Entró con sigilo en la habitación y comprobó que todo estaba en orden como si no hubiera pasado nada. Rebuscó en los cajones de la mesita de noche y de la cómoda, así como en los armarios, pero estaban vacíos. Solamente detectó que habían olvidado recoger un frasco de perfume que estaba en el cuarto de baño. Un detalle insignificante, pero aun así tuvo la curiosidad de desenroscar el tapón y oler el perfume. El exceso de celo en la limpieza había hecho que no escatimaran en desinfectante, haciendo prácticamente imposible percibir la esencia olfateada. No obstante, no cabía duda de que su contenido era un perfume y no cualquier otro líquido que lo hiciera sospechoso. Abandonó el cuarto de baño y bajó a recepción acelerado.
—Perdón, me he confundido, le he pedido la llave de la 302 y estoy alojado en la 203 —la recepcionista, azorada, intercambió las tarjetas con cara de circunstancias, esperando que la metedura de pata no tuviera consecuencias y nadie se diera cuenta del desliz.
Nada más entrar en la habitación asignada cerró la puerta y se tumbó en la cama. Sudoroso, temblaba como si hubiera terminado de cometer un delito. Sabía que dada su posición no había actuado correctamente, pero poco a poco se fue relajando, sabiendo que no había sido para tanto. De todas formas, debía controlar esos impulsos que algún día le costarían caro. Fue al baño y se mojó la cara y la nuca. Volvió a acostarse y encendió el televisor para distraerse. No hacían nada que le gustara pero durante unos minutos se entretuvo haciendo zapping. Vio una imagen en televisión que le recordó a su madre y cayó en la cuenta de que no la había llamado. No tenía ganas de darle explicaciones, así que decidió enviarle un wasap contándole que le había encantado Valencia y que había comido de categoría. Finalmente añadió que no podían hablar esa noche y que ya la telefonearía. Su madre lo conocía demasiado bien y no le extrañaba en absoluto que no lo hiciera, pero siempre lo disculpaba. Se dio una ducha y se metió entre las sábanas con un preciado y carcomido libro que había traído en la mochila: Los cuatro jinetes del Apocalipsis, del ilustre Vicente Blasco Ibáñez. Se embelesó con la lectura durante un buen rato hasta que se durmió. A pesar de que la novela lo tenía cautivado pudo más el agotamiento del viaje y la tensión acumulada y cayó rendido. Durmió durante unas cuantas horas seguidas, cosa que no le ocurría desde no sabía cuándo, pero sobre las cinco de la madrugada se despertó sobresaltado y ya no pudo volver a conciliar el sueño. El suicidio de la chica de la habitación que precisamente tenían reservada para él le angustiaba. Se preguntaba constantemente cuáles serían los motivos para cometer esa acción. Le hubiera gustado conocerla y saber sus razones. La muerte le aterrorizaba y un acto así le llenaba de incomprensión. De repente se acordó de la gitana que le leyó la mano y un escalofrío le hizo estremecer de pies a cabeza. La muerte, que de una manera u otra siempre había bailado tan cerca de él, volvía a asomar. Se negaba en rotundo a aceptar la predicción que había hecho la muchacha, pero de buenas a primeras había dado muestras de acertar. ¿Simple casualidad? Esa mujer no tenía nada que ver con él. Tan solo la coincidencia de alojarse en el mismo hotel y el mismo fin de semana. Pero la misma habitación era ya demasiada coincidencia. No dejaba de darle vueltas al asunto y su cabeza estaba a punto de explotar. Tormentosos recuerdos acudían a su mente. Procuraba dormirse y alejarlos de su pensamiento pero le resultaba imposible. Se levantó y fue al mueble-bar para tomarse la copa que antes no probó, con el objetivo de conseguir abstraerse y recuperar la calma y el sueño. Al prepararse el vodka con limón, pensando que era una elección perfecta para olvidar el acontecimiento trágico, le vino a la memoria la directora del hotel. Esa pelirroja tan atractiva. No había podido evitar fijarse en ella y la verdad es que estaba de muy buen ver. En un mismo día había conocido a tres guapas mujeres. Reparó en que la gitana también le había augurado amor. Al menos, que había venido en su búsqueda. Ni siquiera se lo había planteado, al menos conscientemente. Lo que buscaba era un nuevo rumbo en su vida para encontrar la felicidad. Pero ¿podía alguien ser feliz sin amar? Estaba elucubrando con disertaciones trascendentales cuando reconoció que quizás no volviera a ver nunca más a Marta. Además sería demasiada casualidad que a las primeras de cambio encontrara el amor. Y para ser sinceros en su primer encuentro no había debutado con buen pie. Más que un encuentro había sido un encontronazo. Casualidades o no, había conocido a tres mujeres interesantes en un solo día. La imponente directora con quien tuvo la fricción pero que resultó electrizante. La sutil chica que conoció en El Rincón del Olvido y que un halo misterioso la dotaba de un encanto especial. Y Esperanza. Le había encandilado por completo con su magnetismo, hasta límites insospechados, en tan solo dos horas que estuvo con ella. Tenía unas ganas locas de que llegara el día siguiente. De volver a verla. Ya no dejó de pensar en ella en toda la noche. Cierto es que tras recapacitar concluyó que era más que improbable que una mujer como ella se fijara en un hombre como él, pero albergaba la esperanza, aunque fuera una remota posibilidad, de que… En fin, no sabía muy bien de qué. Al menos una nueva ilusión asomaba en su nueva vida. ¿Amor? ¿Muerte? ¿Se cumpliría el vaticinio de la gitana? No sabía lo que le iba a deparar el destino, pero estaba ansioso por afrontarlo.