Читать книгу La playa de la última locura - Juan Esteban Gascó - Страница 13

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Capítulo 12

Cada uno abandonó el mercado por una puerta diferente. Pablo Víctor, por la misma que había entrado, y Marisol por la opuesta, que daba acceso a la calle Conde Salvatierra de Álava. Antes decidió comprar unas flores en la coqueta floristería que engalanaba la salida del mercado. Estaba contenta y le apeteció poner un toque de color en su casa. En su vida. Estaba atravesando un mal momento pero la reciente conversación le hizo ver que no todo son nubarrones y que de nuevo podía volver a brillar el sol. Sintió lástima por Pablo Víctor y le embargó la compasión. Este sentimiento sin embargo fortaleció su alicaído deambular y se fue a casa reflexionando.

Pablo Víctor tomó un camino distinto. Divergente. No sabía el motivo por el cual había decidido contar a Marisol su historia de amor y de desdicha. Cayó en la cuenta de que era la segunda persona a la que se lo había contado en poco tiempo. Ambas mujeres eran totalmente desconocidas para él y sin embargo les había abierto su corazón de par en par. No había vuelto a saber nada de Irina y sin embargo la tenía siempre presente en sus pensamientos. El halo misterioso que la envolvía lo atraía enormemente, pero siempre que pensaba en ella le conducía irremediablemente a Esperanza. Tenían algo en común y no solo era el parecido físico. Fuera lo que fuera sentía atracción por las dos. De pronto sintió uno de sus impulsos y decidió visitar a su vecina. Era viernes y hasta el lunes no tenía pensado volver al juzgado salvo imprevistos de la guardia. Lo aconsejable era abstraerse del trabajo en la medida de lo posible. No podía hacer nada y si había alguna novedad el inspector Nápoles le pondría al corriente de inmediato.

Ding-dong. Enseguida se oyó «voy, un momento». Al poco notó como le observaban a través de la mirilla y una alegre cocinera le abrió la puerta con un delantal puesto, un trapo de cocina en la mano y una efusiva y enorme sonrisa. Pablo Víctor no supo si se debía a su mera presencia o es que era así con todo el mundo. Siempre la había visto sonriente. No le importó si no era solo por él. Lo hacía sentirse bien.

—¡Qué alegría verle! Hace días que no sé nada de usted. ¿A qué se debe el honor de que se digne a visitarme su señoría? ¿Acaso necesita sal? —bromeó Esperanza.

—La verdad es que he estado muy atareado con el trabajo y ordenando la casa. Sé que me he mostrado un poco descortés después de lo amable que has sido conmigo y precisamente por eso he venido a invitarte a que subas un día a tomar café. Este fin de semana estoy libre, así que si te viene bien, cualquier momento será bueno. Por cierto, el otro día conocí a una niña muy simpática que creo que es tu hija —coló intencionadamente para cerciorarse—. Desconocía que tuvieras niños, pero puedes subir con ella. Me dijo que echaba de menos tocar el piano. Podría aprovechar y retomar su afición, ¿no te parece?

—Sí, me dijo Espe que os conocisteis hace unos días en el portal. Es una descarada y lo peor de todo es que es incorregible. Pero qué le voy a hacer. Debería reprenderla, pero en el fondo es como su madre. Perdona el atrevimiento, pero ya que te has ofrecido…. Le encantará volver a tocar el piano. El domingo a las cinco de la tarde sería una hora estupenda. Pero pasa y te sirvo algo de beber. Te invitaría a comer pero la cocina no es mi fuerte.

—Gracias, pero no quiero molestar. Veo que estás ocupada y yo también tengo cosas que hacer. Nos vemos el domingo.

—Hasta entonces, si no nos vemos antes.

Pablo Víctor subió a su casa con el corazón desbocado. Apoyó su espalda en la puerta antes de abrir y suspiró profundamente. No sabía si el ritmo cardiaco se le había acelerado por subir las escaleras deprisa, pero lo cierto es que no podía controlar sus latidos. Todo por una simple y sencilla conversación.

Dos días después todo estaba dispuesto hasta el más mínimo detalle. Preparó café y té moruno. También compró unas trufas y cubanitos en Martínez, en la calle Ruzafa, por recomendación de sus compañeros de trabajo. «Con eso aciertas seguro», le dijeron. Sin embargo, la elección no resultó tan acertada. La niña se puso las botas y perdida de manchas, pero a Esperanza no le gustaba el chocolate. Pablo Víctor dio buena cuenta y comprobó efectivamente la exquisitez de las insuperables trufas. Estaban deliciosas, pero no se imaginó que a alguien no le gustara el chocolate y no previó una alternativa. Le incomodó no poder ofrecer otra cosa para acompañar el café pero a Esperanza no le importó. Suerte que sí tenía limón, ya que ella tomaba el café del tiempo siempre con una rodaja de limón.

—El café del tiempo es como llamamos en Valencia al café con hielo —le aclaró ella.

—Lo sé, mi madre y mis hermanas son valencianas. Yo soy el único de los hermanos que no nací aquí.

—Es verdad, recuerdo que me lo dijiste cuando nos conocimos —entró en la cocina, cogió un limón, cortó una rodaja y se preparó ella misma el café. Se comportaba con tanta naturalidad que parecía estar en su propia casa, como si se conocieran de siempre. Ella era así, jovial y espontánea. Pablo Víctor sin embargo no podía contener sus nervios. Quería agradar y no sabía cómo comportarse. Estaba demasiado tenso, como si se tratara de una primera cita amorosa. Esa mujer le gustaba con locura pero le imponía tanto que no podía poner remedio a su estado de nerviosismo. La situación tampoco ayudaba con su hija revoloteando por medio sin parar de preguntarle cosas con la menor de las discreciones.

—¿Tienes novia? —soltó de repente la niña, sin venir a cuento.

—Espe, cariño, no seas preguntona. Anda, vamos a ver si te acuerdas de tocar el piano. La rápida intervención salvó a Pablo Víctor de la contestación. En realidad no era una pregunta comprometida. Es más, bien pensado, le hubiera resultado conveniente contestar para que Esperanza se enterara de que no tenía pareja. Pero era innegable por el rubor de su rostro que le había pillado desprevenido. Lo que desconocía el ingenuo juez es que una persona tan avispada como Esperanza ya sabía la respuesta.

La niña dio un salto de alegría y los tres se acercaron al piano. Su madre levantó la tapa y deslizó sus armoniosos dedos por las teclas, haciendo sonar unas notas. Luego acercó el taburete para que su hija estuviera cómoda, la sentó en él y le pidió que tocara algo. Emocionada, comenzó a aporrear el teclado con precipitación y el piano escupió un estruendo desafinado. Su madre le reprendió duramente con firmeza, alarmando a Pablo Víctor que no había visto hasta ahora ese carácter tan enérgico, y le enseñó cómo debía hacerlo. Comenzó con algo sencillo, repitiendo varias veces el movimiento de sus manos para que su hija se fijara y acabó tocando una melódica pieza infantil.

—Ha pasado mucho tiempo desde la última vez. Entonces tan solo tenía cinco años y ya ha cumplido los nueve —la justificó Esperanza.

—Es lógico. Lo entiendo. No hace falta que te disculpes. Debe de ser muy difícil y seguro que requiere mucha dedicación. Ya sabes que puede subir cuando quiera para seguir aprendiendo. Bueno, y tú también, por supuesto. No sabía que supieras tocar el piano.

—La verdad es que hace mucho tiempo que no me sentaba delante de uno. Aprendí de joven, pero es como montar en bicicleta. Hay cosas que nunca se olvidan —Pablo Víctor cerró los ojos un instante—. Pero no tengo los conocimientos suficientes para dar clases. Mi hija necesita un buen profesor para aprender correctamente. Antes era ideal porque no tenía que desplazarme. Ahora tendría que buscar una academia o ir a un profesor particular y no me viene bien. De todas formas te agradezco el ofrecimiento.

—Bueno, mi oferta sigue en pie, por si cambias de opinión. El piano y mi casa están a tu entera disposición. Lo que no entiendo es por qué dejó de dar clases. Espe me dijo que la desapuntaste. Te venía estupendamente y además me hablaste maravillas del profesor. ¿Qué es lo que pasó?

—Don Calixto era un profesor sin igual. El mejor que pudiera encontrar. Un músico de reconocido prestigio. Creo que te comenté que era el director de la orquesta de Valencia. Y como persona era un ser excepcional. Muy atento y bondadoso. Con la niña era muy cariñoso pero…—se quedó un momento dudando de si debía continuar.

—¿Pero? —Pablo Víctor la incitó a que continuara, animándola con cara de mucha atención.

—No sé si debería contártelo —luego prosiguió—. Estaba enfermo, muy enfermo.

—Vaya, creía que había sido decisión tuya que abandonara las clases. O eso me pareció entender cuando me lo contó. ¿Qué le pasaba exactamente? ¿Fue la enfermedad la causa de su muerte?

La niña seguía ensimismada con el piano y no prestaba atención a la conversación de los mayores, pero a Esperanza no le pareció apropiado hablar de este asunto con ella cerca. Cogió de la mano a Pablo Víctor y lo llevó hasta la cocina. Cerró la puerta y susurró:

—Yo creo que la causa de la muerte sí fue una consecuencia de su enfermedad. Sufría un trastorno psicológico y eso lo llevó a la tumba, pero ahora no puedo contarte. Ya hablaremos otro día con más calma. La próxima vez invito yo en mi casa. Es hora de irnos ya, pero espera un segundo. Salieron de la cocina y cogió su bolso. De su interior sacó un estuche con forma rectangular y muy plana envuelto en papel de regalo y se lo entregó diciéndole:

—Ten, es para ti. La semana que viene es Navidad.

Pablo Víctor se quedó de piedra. Estaba intrigado por saber la causa de la muerte del profesor y el regalo le cogió desprevenido. Estupefacto, lo abrió y comprobó que era una llamativa e impactante corbata color rojo valentino.

—Muchas gracias, es muy bonita —fue lo único que acertó a decir, titubeando—. No tenías que haberte molestado. Me temo que he quedado muy mal pues a mí no se me ha pasado por la cabeza comprarte algo —musitó cabizbajo y algo avergonzado.

—Ni se te ocurra sentirte obligado a corresponderme. Me apetecía comprártela y punto. Tan sencillo como eso. Eres una persona muy elegante pero con demasiada sobriedad vistiendo. El día que llegaste mientras descargabas tus cosas cotilleé un poco en tus pertenencias. Espero que no te importe, pero estaba intrigada. Vi que todas tus corbatas eran muy oscuras. Debes de asustar a todos los detenidos con esa imagen tan seria. Tienes pinta de condenarlos a todos antes de juzgarlos. Además, que sepas que te hacen mayor. Ya va siendo hora de que cambies el look. Bueno, Espe —cambió de tercio, llamando a su hija—. Dale un beso a Pablo Víctor que nos vamos ya.

Pablo Víctor, todavía desencajado por el carácter imprevisible de esta mujer, cerró la puerta, deseando que el beso se lo hubiera dado la madre, y apoyó de nuevo su espalda contra la puerta, esta vez por dentro, quedándose con cara de abobado. No quería hacerse ilusiones pero el detalle de la corbata le había insuflado ánimos para proponerle salir un día a cenar. No se explicaba como una mujer tan guapa y encantadora se pudiera fijar en él. No se podía decir que fuera un hombre feo, pero tampoco guapo. Como él solía decir, quizá de este lado un poquito mejor. A lo mejor era porque le gustaban los hombres con traje, supuso. Sonrió para sí mismo y dejó escapar un suspiro. Estaba jugueteando con esperanzas sin fundamento alguno, pero sabía que no debía echar las campanas al vuelo. Debía reflexionar y no echarse al ruedo con precipitación, como siempre. Debía esperar el momento oportuno. Se acercó al piano y se sentó en el taburete para tocar algo, a pesar de que no tenía ni la más remota idea. Se había dejado arrastrar por la euforia del momento. Pero esta fue efímera. Tuvo un acto reflejo y se levantó a por su ordenador portátil. Tecleó en Google: «Muerte del director de la orquesta de Valencia» y rápidamente aparecieron varias noticias de prensa. No acertaba a comprender. Una de ellas rezaba: «El director de la orquesta de Valencia fallece por una peritonitis».

La playa de la última locura

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