Читать книгу La playa de la última locura - Juan Esteban Gascó - Страница 11

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Capítulo 10

El día había sido movido, con innumerables detenciones de poca monta. Algún que otro accidente de tráfico con alcoholemia, pero sobre todo delitos contra la salud pública por incautación de drogas, hurtos, atracos en la calle y robos en comercios. Lo habitual en estos casos, pero en mayor número de lo esperado. Demasiado trabajo, pero por otra parte hizo que la guardia resultara entretenida. Era el jueves 14 de diciembre, y con tan solo diez días en el juzgado había llegado el turno de estrenarse con una guardia. Lo que no suponía es que no iba a tener tiempo ni de respirar. Sin embargo, las últimas horas de la madrugada comenzaban a hacerse largas y tediosas. Los funcionarios que hacían noche ese día tenían ganas de que llegaran las ocho de la mañana para ser relevados e irse a casa a dormir y tener un día de descanso. Apenas faltaba una hora para acabar y todo parecía en calma, cuando un par de agentes de policía se presentaron en el juzgado custodiando a una muchacha esposada, detenida por el hurto de un móvil a un chaval en una discoteca. Maximiliano maldijo que un día entre semana hubiera tenido la mala suerte de tener tanto trabajo. Desconocía que en las comisarías ya se había corrido la voz de la llegada de un juez muy severo. A la policía le gustaba que su trabajo sirviera para algo y estaban hartos de que los detenidos salieran de rositas normalmente, o que no pasara de un mero trámite. Les agradaba que un juez ahondara en la perpetración de los delitos. Los funcionarios como Maximiliano opinaban todo lo contrario y de lo único que tenía ganas era de acabar cuanto antes. En esta ocasión, encima le había tocado a él y a Marisol hacer noche. Coincidió que mientras la detenida esperaba a ser llamada, apareció la víctima para presentar la denuncia. El asunto parecía claro y no admitía vuelta de hoja. Sin embargo, el juez fue escrupuloso en el esclarecimiento de los hechos. Posteriormente, mientras aguardaban a que llegara el abogado designado por la detenida, el juez salió a tomar un poco el aire acompañado por dos policías judiciales. A pesar del frío estaba acalorado y se quitó la chaqueta y la corbata. Cinco minutos después, tras ser avisado de la llegada del letrado, entró junto a los policías y al pasar delante de la detenida, cuya presencia había pasado desapercibida para él al salir, la muchacha exhaló.

—Hola, llanero solitario. Qué casualidad encontrarnos aquí. Ya sabía yo que algo escondías. Con lo digno que parecías —inquirió insolente, pensando que también había sido detenido por alguna fechoría. A Pablo Víctor le sonó familiar el acento y recordó de quién se trataba. Indolente, sonrió para sus adentros y sin mediar palabra desapareció al girar por un pasillo. Instantes después, cuando la gitana entró en el despacho judicial con su abogado, al ver sentado al otro lado de la mesa al juez, le entraron ganas de que se le tragase la tierra. Sin embargo, lo que en principio le pareció una tragedia resultó ser una bendición. Para sorpresa de todos y la incredulidad de los policías y sus compañeros de juzgado, pero sobre todo para Maximiliano, tras la declaración el juez ordenó que se localizase al denunciante, que no debía andar muy lejos. Una vez ante él le explicó que se trataba de un malentendido y devolviéndole el móvil incautado le sugirió que retirara la denuncia. Después todavía dislocó más si cabe que su señoría solicitara quedarse a solas con la detenida. La conversación fue breve y secreta y no trascendió, pero la dejó en libertad sin cargos, con la promesa poco convincente de la muchacha de que no volvería a verla más en esas circunstancias. A pesar del discurso reprensible, agradeció audazmente la benevolencia del juez, pero ante la misteriosa e intimidatoria pregunta del instructor no supo usar su habilidad para mentir y contestó que veía claramente cómo la muerte seguía acechando en torno a él y que muy pronto lo iba a comprobar.

Todavía se dibujaba en la mente del juez la forma de ánfora de sus caderas al marchar cuando entró Marisol sin llamar a la puerta y le dijo que el inspector Nápoles preguntaba por él al teléfono. El cadáver de una mujer había aparecido en la dársena de La Marina. Sin tiempo que perder un coche de la policía judicial transportó al juez, a Marisol y a David, el inquieto agente que se ofreció voluntario para acompañarles. Después de una guardia sin miga no quería perderse la oportunidad de formar parte de la comitiva judicial en un caso de envergadura.

A esas horas, cerrados desde hacía un buen rato los restaurantes, la zona ofrecía un aspecto inhóspito, casi tétrico, de no ser por la tenue luz de las farolas. Destellos parpadeantes de las sirenas de los coches de policía y de una ambulancia bajo un cielo negro sin estrellas anunciaban el punto exacto donde había sido encontrado el cuerpo por una pandilla de jóvenes ebrios que habían decidido acabar su particular fiesta fumándose unos porros en un lugar tranquilo, ajeno al mundo de los vivos. Un sitio tan concurrido en las noches veraniegas, en invierno parecía el más propicio para cometer un crimen en el más silencioso de los anonimatos, o al menos el ideal para deshacerse de un fiambre. Cuando Pablo Víctor apareció con su séquito el inspector Nápoles ya había interrogado a los individuos que habían descubierto el cuerpo por pura casualidad. Era evidente que no tenían nada que ver con la muerte y la única relación con el cadáver era el hallazgo del mismo y la palidez de sus semblantes, que reflejaban el impacto sufrido al encontrar el cuerpo sumergido.

—Buenas noches, inspector. Podía haber esperado unos minutos más para llamar al juzgado de guardia. Estábamos a punto de finalizar nuestro turno —soltó el juez de forma coloquial como frase de presentación.

El inspector dudó de si lo decía en tono jocoso o en serio, pero no advirtió que fuera una exclamación de fastidio.

—Buenos días ya, son casi las ocho de la mañana, a pesar de que la apariencia es de noche cerrada. Lamento que por poco te haya tocado a ti. Mala suerte —sonrió.

—No creo que sea cuestión de suerte. De todas formas, hablaba en broma. A alguien le tenía que tocar. ¿Qué es lo que tenemos?

—Esos chavales —profirió levantando el mentón, señalando hacia donde había cuatro chicos junto a la ambulancia, tapados con mantas sobre los hombros, tiritando y todavía con el pelo mojado— vinieron aquí a fumarse unos canutos cuando salieron de la discoteca. Uno de ellos empezó a presumir del teléfono móvil que se había comprado, fanfarroneando de que se podía sumergir sin peligro de que se estropease. En un momento de descuido, uno de los chicos se lo quitó y comenzó a pasarlo a los otros dos, lanzándoselo entre ellos sin que el dueño pudiera interceptarlo. Estaban simulando que lo iban a tirar al agua para comprobar que era sumergible cuando por un fallo uno no fue capaz de zafarlo y el teléfono cayó al agua. Dado el valor del dichoso juguetito y el estado de euforia en que se encontraban, no se lo pensaron dos veces y se echaron al agua con intención de recuperarlo. Pero cuál sería su sorpresa, bueno, más bien susto, cuando al dueño del móvil le pareció palpar lo que luego resultó ser un cuerpo humano. Avisó a sus amigos sin saber muy bien si se trataba de un animal o de una persona. Con la escasa visibilidad que ofrecía la noche y tratándose de agua estancada, sucia y nada transparente, era muy difícil identificar de qué se trataba. Acojonados, decidieron salir echando chispas, pero un rayo de clarividencia asomó entre las dudas de uno de ellos y decidió echarse al agua otra vez. Supuso que si tarde o temprano aparecía un muerto y cerca el teléfono móvil de su amigo podrían incriminarlos. No consiguieron averiguar si se trataba de un cuerpo humano, a pesar de sus vanos intentos por averiguarlo, hasta que desistieron y dieron parte a la policía con la intención de contar lo sucedido. Y aquí estamos. Un grupo de buzos de la brigada acababan de rescatar el cuerpo cuando te he llamado. Mientras tanto, hemos tomado los datos e interrogado por separado a los chavales. La versión relatada es coincidente y parece bastante creíble a pesar de que todavía perduraban los efectos del alcohol y la marihuana.

El juez de instrucción asintió satisfecho por la labor llevada a cabo por el inspector de policía. Confiaba plenamente en su buen hacer profesional.

—Lo mejor será que los lleven a comisaría para interrogarles como testigos y que ratifiquen lo que le han contado. Luego puede dejarlos marchar, si no hay inconveniente por su parte. Por lo que ha averiguado coincido con usted en que no están involucrados con la muerte. Si fuera necesario ya volveríamos a tomarles declaración como investigados en presencia de su abogado. En cuanto al cuerpo hallado, ¿qué me puede adelantar?

Nápoles pidió a Pablo Víctor que le acompañase, encaminándose hacia donde estaba postrado en el suelo en posición de decúbito supino el cuerpo yacente de la víctima, a escasos metros de donde conversaban. El inspector levantó con sumo cuidado la sábana de aluminio que cubría el nauseabundo cadáver para mostrarlo tanto al juez como a sus acompañantes. Al unísono, Marisol y David tuvieron una reacción repulsiva al ver lo que quedaba del rostro de la difunta. Se apartaron asqueados rápidamente, dirigiéndose hacia el pantalán con fuertes arcadas, a punto de vomitar, si bien consiguieron contenerse. El inspector, aunque ya había visto el cadáver con anterioridad, también giró su rostro instintivamente en un acto reflejo. Pablo Víctor, sin embargo, impertérrito, fijó su dura mirada en un cuerpo sin alma. Durante escasos segundos su mente viajó en el tiempo. Luego Nápoles volvió a cubrir la cara con la sábana.

El estado de descomposición del cuerpo resultaba execrable. Apenas un vistazo fue suficiente para vislumbrar un demacrado rostro violáceo. Síntoma inequívoco de que la ominosa muerte no era reciente. Lo máximo que se podía intuir era que se trataba de una mujer por sus vestimentas.

—Yo diría que el cuerpo debe de llevar semanas ahí abajo, por el lamentable estado en que se encuentra. No obstante, hasta que no se practique la autopsia no podremos precisarlo. El médico forense está de camino. Te he avisado antes a ti porque no había duda de que se trataba de una muerte violenta y su certificación no era urgente. Quería que vinieras cuanto antes, porque sospecho que se trata de un homicidio o un asesinato. Lleva las manos atadas a la espalda con una cuerda, los bolsillos de la chaqueta y de los pantalones llenos de piedras y una mochila a la espalda con un bloque de hormigón. Habrá que averiguar si la mataron antes de tirarla al agua y lo que pretendían era librarse del cuerpo o si murió ahogada.

Después de que llegara el médico forense y de la práctica de la diligencia del levantamiento del cadáver, el furgón fúnebre de recogidas judiciales trasladó el cuerpo al depósito, a fin de que le practicaran la preceptiva autopsia. Pasarían unas horas hasta que supieran algún dato esclarecedor y posiblemente semanas o meses para determinar con certeza a quién correspondía el cuerpo, dado su estado de putrefacción, y si habían intervenido terceros en la muerte, así que lo mejor para todos era retirarse para descansar un poco. Ahora era el turno del forense y de la policía científica para analizar las muestras tomadas. Las de origen corporal, fluidos biológicos como sangre, humor vítreo, mediante la impregnación de sustancias, pelos, uñas, tejidos blandos, restos óseos y dentarios, para la identificación del cadáver. Y las no biológicas como fibras y tejidos, para ver si había manchas de semen o sangre del presunto agresor. Si no se hallaban manchas de semen sería preciso un lavado vaginal. Las de sangre, aunque se conservaran mejor en estado de mancha que en fluido, habida cuenta el estado de descomposición del cadáver, seguramente no serían útiles. Todas esas pruebas no serían suficientes y habría que recurrir a la prueba del ADN. Los mejores resultados se obtenían del músculo esquelético tomado de las zonas mejor conservadas, de los huesos largos como fémur y húmero y de los molares, pero esa extracción era más costosa y larga. No quedaba más opción que esperar. De momento se haría una fotografía panorámica al cuerpo, de las huellas, posibles tatuajes, se pesaría y se mediría y a la nevera. Por si acaso, mediante la técnica básica de huellas dactilares se comprobaría si estaba fichado el sujeto en los archivos policiales si previamente había sido detenido. Pero no iba a resultar tan fácil.

El inspector Nápoles terminó la inspección ocular del lugar de los hechos sin recoger ningún dato clarificador más y se despidió de Pablo Víctor y sus acompañantes. Allí ya no había nada más que hacer. Marisol y David, todavía impresionados, se fueron a casa. Lo mismo hizo el juez, pero antes, tras recoger su motocicleta del parquin de juzgados, decidió pasar de nuevo a dar una vuelta por La Marina. No era su primera vez. Paseó por la dársena sin conciencia del mordiente frío que hacía y la alta humedad, que le calaba hasta los huesos. Al llegar al punto donde antes estaba tendido el cuerpo bajó de la moto. Frente al restaurante Destino Puerto —triste destino, pensó—, a escasos metros de distancia del edificio Veles e Vents se agachó, mirando a la profundidad de las aguas, buscando algún hallazgo, pero solo vio su triste rostro reflejado. Metió la mano en el agua dando un brusco manotazo y las ondas deshicieron su imagen. Luego siguió caminando hasta llegar a la punta del espigón, desde donde oteó un horizonte oscuro y vacío y un mar calmado. Divisó también toda la costa siguiendo la línea de playa desde el punto más alejado que alcanzaba su visión hasta el más cercano. Justo allí, a la altura donde terminaba la fina arena, estaba el hotel Neptuno. Quiso preguntarle al dios de los mares el porqué de muchas cosas. ¿Sería posible que el cuerpo hallado estuviera sumergido durante cuarenta días? ¿Habría alguna relación entre la muerte de la mujer de la dársena y la chica suicida del hotel? Había ido hasta allí para desvelar incógnitas, pero la divinidad no le dio respuesta alguna. De ningún tipo. Abandonó el lugar con una sensación de perfidia y decidió irse a casa con el sonsonete de un viejo bolero: «… y al mar, espejo de mi corazón, pregúntale si yo alguna vez te he dejado de adorar».

La playa de la última locura

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