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Capítulo 7

Se respiraba un otoño primaveral. Era cinco de diciembre y el invierno estaba a punto de hacer su aparición. No obstante, un enorme sol comenzaba su brillante ascensión y ya dardeaba con sus rayos. La luminosidad del día reflejada sobre la terraza era antagónica con la visión contemplada hacía un mes desde su casa en San Sebastián. Era un buen presagio comenzar un día tan importante para él fortalecido con la energía que le contagiaba el astro rey. El hecho de que hasta las diez no lo recibiera el decano le permitió remolonear un poquito más entre las sábanas y desayunar con sosiego e hilaridad en la terraza. Luego se afeitó con sumo cuidado la descuidada e incipiente barba de tres días, limpió concienzudamente sus zapatos hasta dejarlos relucientes y vestido con un traje regio y su mejor corbata se encaminó hacia su nuevo destino con ganas de agradar y ofrecer una grata impresión.

Tomás no le hizo esperar, a pesar de que se presentó con diez minutos de antelación en el Decanato. Con trato cordial le acompañó por la Ciudad de la Justicia, mostrándole las dependencias comunes del edificio y un par de salas de vistas, al tiempo que le ponía al corriente de la situación en la que se encontraba su nuevo juzgado. No era caótica, pero casi dos meses sin juez había supuesto irremediablemente una acumulación de tareas y los retrasos comenzaban a hacer que la situación fuera acuciante. La llegada de Pablo Víctor fue recibida como agua de mayo, más si cabe para la titular del Juzgado número 3, que había estado auxiliando al número 2. La sustitución en asuntos urgentes y de importancia había acabado por desbordar a su titular. Quizás por ello Pablo Víctor se llevó la impresión de que era una persona arisca, rozando casi la impertinencia, cuando se la presentaron. Algo le decía que su cara le resultaba, aunque muy vagamente, conocida, pero no sacó el tema a colación. La conversación fue breve y no quiso entretenerla demasiado, al darle la impresión de que estaba realmente ajetreada. Inevitablemente tendrían que cooperar en asuntos en los que ella hubiera intervenido y él debiera continuar con la instrucción de las causas incoadas, pero de entrada no le gustó su casi hostil actitud. De momento no parecía que fuera a mostrarse muy colaboradora. Pero eso se vería en un futuro inmediato.

Ya en su juzgado fue doña Lucía, la letrada de la Administración de Justicia del número 2 de Instrucción, la que hizo los honores de la presentación a los funcionarios en el recibimiento. Era una señora altiva y distinguida, de carácter adusto. Estaba a punto de jubilarse y había ejercido su cargo en ese mismo juzgado desde hacía treinta y cinco años. Era extremadamente delgada y bajita y su enjuto rostro le hacía parecer mucho mayor. A pesar del excesivo maquillaje y un tinte que no dejaba asomar ni una sola cana no podía ocultar cierta decrepitud. Tanto trabajo a estas alturas de su carrera parecía haber dejado una profunda huella en su piel y en su ánimo. Escudriñó a Pablo Víctor con sus achinados e inquisidores ojos y se dirigió a él con falsa reverencia, anteponiendo el don al nombre, a pesar de la diferencia de edad entre ambos. Su superior le correspondió con el mismo tratamiento, estrechando su delicada mano de la que resaltaban unas largas y cuidadas uñas pintadas en rojo vivo. Doña Lucía era toda una institución en los juzgados valencianos, habida cuenta su antigüedad en el cargo, tal como pudo constatar Pablo Víctor al ver el respeto que le profesaban sus subordinados. Todos la llamaban doña Lucía y la trataban de usted, aunque muchos de ellos se acercaban a su edad y llevaban muchos años trabajando juntos. Cuando el decano le indicó que podía estar tranquilo porque la mayoría de funcionarios eran veteranos y conocían perfectamente su cometido, nunca sospechó que la mayoría tendría más de sesenta años. Solo David, de veinte años, y Marisol, una interina, diez años mayor que este, sobresalían por su juventud. Esperaba que el distanciamiento generacional no fuera un obstáculo para congeniar con ellos, pero a fin de cuentas había venido a trabajar, no a hacer amigos. Bien mirado, la experiencia de los mayores sería una ayuda inestimable para un juez casi novato en estas lides, pues hacía mucho tiempo que no había pisado un juzgado de instrucción.

Al poco tiempo ya pudo comprobar que la tradición estaba instaurada de forma ostensible y con carácter inamovible. Doña Lucía mantenía la distancia con los funcionarios, dejando patente quién mandaba y que estaba un escalón por encima. Igual sucedía con los veteranos, que hacían gala de superioridad sobre los jóvenes, más que por sus méritos, por su antigüedad. El funcionamiento del juzgado estaba anclado en los métodos del pasado desde la perspectiva de Pablo Víctor, pero no tenía intención de realizar variaciones, al menos drásticas, mientras todo marchara bien, tal y como le habían anunciado. De hecho, prescindían de las vigentes denominaciones de sus cargos como pertenecientes al cuerpo de gestión procesal y administrativa, al cuerpo de tramitación procesal y administrativa y al cuerpo de auxilio judicial, y seguían refiriéndose a sus puestos como oficiales, auxiliares administrativos y agentes judiciales, respectivamente. Pablo Víctor no tenía inconveniente en seguir utilizando los antiguos cargos. Además, no suponía ninguna peculiaridad, pues era algo común en todos los juzgados. Sin embargo, no ocurría lo mismo con doña Lucía. Ella sí prefirió el cambio, cuando se produjo, a letrada de la Administración de Justicia. Atrás quedaba que la llamaran secretario del juzgado. El nombre anterior parecía desprestigiar sus funciones, hasta el punto de que utilizaba el masculino en vez del femenino, que tenía peores connotaciones, desde su punto de vista.

Terminadas las presentaciones departió por espacio de una hora con doña Lucía, a fin de hacerse una ligera idea del estado en que se encontraban los asuntos. Luego se cerró en su despacho para ponerse al día, ya que tenía mucho trabajo por delante y cuanto antes empezara mucho mejor. Lo primero de todo fue ordenar que le pasaran a la firma las providencias y autos que estaban atascados desde hacía unos días para agilizar la gestión de los expedientes. Comenzó por Maximiliano, un oficial con un físico mastodóntico que le impedía moverse con agilidad y que hablaba con parsimonia y aspereza. Era un tipo gris, de aspecto cansino, pero su calva reluciente daba buena cuenta de que no tenía ni un pelo de tonto. El típico resabiado. Aunque la puerta del despacho del juez estaba abierta, dio unos golpecitos y esperó que le dieran permiso para entrar y luego para sentarse. A Pablo Víctor le resultaba extraño que se dirigieran a él con ese «don» precediendo su nombre compuesto, lo que le daba un aire repelente. Que personas que tenían la misma edad de sus padres le trataran así le resultaba excesivamente formal y se sentía como un intruso, como si no encajara en unas normas y procedimientos tan consolidados y clasistas, pero decidió no imponer su forma de proceder de buenas a primeras. Sin embargo, de inmediato surgió el primer encontronazo. Maximiliano dejó varios papeles delante del nuevo juez con la intención de que este estampara su firma y se los devolviera, pero se encontró con una seca e inesperada pregunta.

—¿Dónde están los expedientes?

—¿Cómo dice? —contestó entre sorprendido y desafiante. Después de una leve reflexión, consideró que era mejor ser prudente y con voz casi inaudible dijo—.Tan solo se trata de unas simples providencias y autos para firmar.

—Lo sé, pero si no le importa —le habló también de usted. Por su educación no le salía de forma natural hablar de tú a alguien de su edad— me gustaría echar un vistazo a los expedientes antes de firmar. No dudo de su buen hacer pero prefiero saber lo que estoy firmando.

Enarcando las cejas refunfuñó respondón.

—Disculpe. Estamos acostumbrados a que diligencias de mero trámite sean firmadas sin más —tanto don Cándido como doña Angustias, refiriéndose respectivamente al anterior titular del juzgado y a su colega del número 3, lo hacían sin mirar.

—¿Mero trámite, no? —iba a envalentonarse pero rectificó sobre la marcha y cambió el discurso previsto por uno más suave—. No dudo de que sus razones tendrían, y mucho menos de su profesionalidad, pero yo tengo mi forma propia de actuar. Además me vendrá bien ir conociendo los asuntos pendientes. No se preocupe, tráigame los expedientes y mañana por la mañana a primera hora los tendrá todos firmados. Se lo aseguro.

—Querrá decir pasado. Mañana es la festividad del día de la Constitución —al juez no le dio tiempo a darle la razón. Maximiliano salió del despacho con cara de pocos amigos y con la sensación de haber sido vilipendiado. Nada más cerrar la puerta comenzó a despotricar, aunque su voz no alcanzaba más allá del cuello de su camisa. Instantes después entregaba con desprecio a su señoría un montón de legajos. El juez prefería ver los autos originales, en vez de consultar los documentos digitalizados.

—Aquí tiene, pero quisiera comentarle uno en particular que tramita Marisol, la auxiliar que está de baja. Lleva unos días aparcado, concretamente desde que ella faltó al trabajo el lunes pasado. Como no sabíamos cuando se iba a incorporar lo dejamos en su mesa, pero es un tema claro de un suicidio. Doña Angustias lo conoce. Simplemente estábamos esperando que llegara el informe de toxicología y lo recibimos hace una semana. He preparado el auto de sobreseimiento provisional y lo iba a pasar a la firma de la juez del número 3, que está al corriente del asunto. Si no le importa se lo paso a ella.

—¿Un suicidio, dice? —profirió, mostrando gran interés, rascándose la barbilla—. No, no se preocupe, no quisiera molestar a doña Angustias. Prefiero echarle personalmente un vistazo al expediente. Si necesito alguna aclaración le llamaré o hablaré directamente con la juez del 3. Me quedaré esta tarde el tiempo que sea preciso, pero no dude de que mañana, digo, pasado, lo tendrá firmado. Puede retirarse.

Maximiliano abandonó el despacho con resignación y tras cerrar la puerta no pudo resistirlo y resoplando rezongó.

—Creo que este pipiolo ha venido a tocarnos las pelotas. Con el atraso que llevamos y quiere revisar los expedientes uno por uno, como si nosotros no supiéramos hacer nuestro trabajo. Ya os he dicho antes que viene de juez estrella y me parece que se va a estrellar como siga en esa línea.

Enseguida se armó un cierto revuelo y comenzaron las murmuraciones y cuchicheos en voz baja. A la mayoría, acostumbrados a dominar el cotarro, les importunaba que alguien llegado de fuera quisiera cambiar las reglas del juego. Suponía una injerencia en sus hábitos que no les sentó nada bien. Comenzaron a divagar sin fundamento, sin comprender el motivo por el cual había solicitado la plaza en comisión de servicios durante un año. No era normal que hubiera venido desde San Sebastián, pero no atinaban con la verdadera razón.

—Intuyo que lo de menos era el destino. Seguro que lo que quería era huir de San Sebastián. Yo creo que se acaba de separar o divorciar y está tan afectado que quiere iniciar una nueva vida. Lo de venir a Valencia debe de ser lo de menos. Habrá aprovechado la primera vacante que se le presentó. O también puede que tenga familia aquí, pero lo que está claro es que su matrimonio no funciona —concluyó una observadora y suspicaz oficial.

—¿Cómo has llegado a esa conclusión, si se puede saber? —preguntó otro auxiliar administrativo.

—Pues por la marca de su dedo anular. Todavía se le nota el surco del anillo de boda, lo que implica que se lo ha quitado hace muy poco tiempo.

Una vorágine de divagaciones y especulaciones frívolas fluyeron a borbotones de inmediato sobre si realmente estaba afectado por una separación, o quizás fuera él quien hubiera decidido romper el matrimonio. Frases como «seguro que tiene una amante en Valencia y por eso ha solicitado la plaza» y similares conclusiones sin ningún fundamento eran vertidas sin pudor, tanto sobre su ámbito personal como profesional.

—¡Un poco de cordura, por favor! —replicó David, el joven agente judicial—. ¿No os parece que estamos precipitándonos? No conocemos nada sobre él, y aunque así fuera qué nos importan sus motivos. Lo importante es que sea un buen juez y todo fluya como la seda. Tan solo lleva una horas en su puesto y ya lo estamos prejuzgando y condenando. Creo que deberíamos ofrecerle el beneficio de la duda. ¿No creéis?

Maximiliano iba a protestar, pero finalmente desvió su vista hacia el ordenador y calló. Lo mismo hizo el resto. Un silencio conventual se apoderó de la oficina y cada uno siguió a lo suyo.

Mientras tanto, la persona objeto de los dardos, ajena a la rumorología, se había concentrado en un único expediente. El del suicidio de Norma Faulí. Qué extraña coincidencia que el suicidio de la chica del hotel Neptuno fuera instruido por el Juzgado número 2. Rápidamente ató cabos y supo de qué le sonaba la cara de doña Angustias. Se había cruzado con ella en el vestíbulo del hotel cuando fue a realizar la diligencia de levantamiento del cadáver. El destino le había deparado que el primer caso que tenía entre sus manos estuviera relacionado con su accidentada y sorpresiva llegada a Valencia. Un asunto que sin duda despertó su interés de forma inusitada. Pero más sorprendente fue comprobar, tras la lectura de la autopsia, que se habían encontrado restos de semen en la vagina. Era un hecho que desconocía. De inmediato supuso que podía tratarse de una violación y por eso decidió suicidarse o incluso que fuera víctima de una agresión sexual y que luego la asesinaran. Sin embargo, pronto descubrió que no había signos de violencia. La vagina no mostraba señales de forzamiento, ni había síntoma alguno de que la agredida hubiera ofrecido resistencia. Era evidente que no había sido violada, pero no por ello Pablo Víctor se convenció de que debía archivar la causa tan a la ligera, sin profundizar un poco más. La autopsia mostraba como causa de la muerte la ingesta masiva de barbitúricos. Eso era un hecho incuestionable, pues el informe de toxicología así lo corroboraba. Todo encajaba perfectamente, pero aun así no quería darse por vencido y dar el caso por cerrado. Le intrigaba la circunstancia de que la directora del hotel no le hubiera mencionado que la huésped había mantenido relaciones sexuales previamente a su muerte. En el fondo, no estaba obligada a contarle nada y razones de confidencialidad le impedían hablar sobre ello. Pero ¿y el inspector de policía? Tampoco le había dicho nada referente a ese trascendente detalle. ¿Por qué, si se identificó como juez aunque estuviera allí casualmente? Tampoco tenía que saberlo en ese momento, pensó. Seguramente se determinaría posteriormente con la práctica de la autopsia. En fin, todo tenía su punto lógico, pero le intrigaba en demasía y no pensaba quedarse de brazos cruzados.

Solicitó a David que le averiguara y le facilitara el teléfono del inspector que tan amablemente le atendió, y sin perder ni un segundo lo llamó.

—Buenos días, soy el juez Hernández Gascó, del Juzgado de Instrucción número 2 de Valencia. Quisiera hablar con el inspector García.

—Perdone, su señoría, pero no hay ningún inspector García en jefatura —informó con cautela el policía.

Pablo Víctor revisó extrañado el atestado y verificó el nombre, comprobando que no se había confundido. Sí, José García García, del grupo de Homicidios, perteneciente a la Brigada Central de Investigación de Delitos contra las Personas. Esperó unos instantes mientras oía como al otro lado de la línea murmuraban: «Hay un juez que pregunta por el inspector García. Le he dicho que se equivoca, pero insiste». Un segundo después una voz distinta sonaba por el auricular.

—Disculpe, señoría, mi compañero lleva poco tiempo aquí y todavía no conoce a todos los mandos. El inspector García no está en estos momentos en jefatura. Puedo dejarle nota para que le llame cuando vuelva. No tardará mucho, pero si lo desea podemos localizarlo para que contacte con usted.

El juez estaba impaciente por hablar con él, pero no demostró su impaciencia y aguardó a que le devolviera la llamada. Fue a darle el número de teléfono y se dio cuenta de que todavía no le había dado tiempo a aprendérselo.

—No se preocupe, tengo el número registrado —oyó, para su tranquilidad. Todavía no había embarcado y ya quería volar. La paciencia no era una de sus virtudes.

Media hora más tarde mantuvieron una breve conversación telefónica y se emplazaron para verse a las cuatro de la tarde en el juzgado. El inspector no podía acudir antes ni aceptar su invitación a comer, pero no pudo negarse a que se vieran ante la insistencia del juez. A este no le quedó más remedio que comer a solas y esperar. Bajó a un horno cercano que hacían comidas para llevar y se pidió un bacalao a la vizcaína, que lo transportó a su reciente pasado en el País Vasco. La amable atención de Arantxa, la dueña, y de Ana, la dependienta, hizo que se convirtiera en cliente habitual desde ese mismo día. Dos chiquillas tan guapas y zalameras siempre fidelizaban a la clientela, tanto como los variados y ricos platos que cocinaban. Pero no podía perder ni un minuto de tiempo. Mientras comía aprovechó para mirar los autos con mayor detenimiento y llamar al hotel Neptuno preguntando, sin éxito, por la directora.

A la hora acordada, en el vacío edificio de la Ciudad de la Justicia dos hombres de ley se encontraban por segunda vez.

—Adelante, inspector García —le saludó, al tiempo que se levantaba de su sillón para estrecharle su huesuda mano—. Le agradezco enormemente su deferencia por acceder a mi petición, más si cabe habiéndole avisado con tan poco tiempo de maniobra.

—Buenas tardes, don Pablo Víctor. A su disposición para lo que necesite. La verdad es que aunque por teléfono le he dicho que yo nunca olvidaba una cara y que me acordaba perfectamente de usted, al verlo ahora le noto tan cambiado que tengo que admitir que si lo hubiera visto en otro lugar y otras circunstancias me hubiera costado reconocerlo.

—Bueno, es lógico, por el cambio de indumentaria. Además fue un encuentro fugaz, pero, por favor, si no le importa preferiría que no me llame don Pablo Víctor. Puede ahorrarse el «don». Bastante tengo con que se me dirijan así los dinosaurios de mi juzgado. No termino de acostumbrarme, siendo como son la mayoría bastante mayores que yo.

El inspector García estaba a punto de cumplir sesenta y cuatro años y no digirió muy bien la referencia a los dinosaurios, pero omitió comentario alguno. Era una persona alta y de complexión excesivamente delgada pero muy fibrosa. No le sobraba ni un gramo de grasa. Los malos hábitos de falta de sueño y abusó del café y del tabaco habían castigado con extrema dureza su amarillenta dentadura y ese ajado y chupado rostro aquilino que le echaba encima algunos años de más. Pertenecía a la vieja guardia. Fiel cumplidor de las jerarquías reglamentarias y del respeto a la carrera judicial, procuraba mantener un respetuoso distanciamiento con los jueces. Sin embargo, anteponía su servilismo a su discreción, aunque aquella cada vez parecía ir decreciendo. La creciente renovación de la judicatura por savia nueva fue haciendo que relajara su comportamiento con ellos. Los veía tan jóvenes e inexpertos que hasta a veces le brotaba una vena paternalista. No puso objeción alguna a que se trataran de tú, es más, le agradó. Y a Pablo Víctor le supuso un verdadero alivio. Parecía que habían conectado.

—Como tú prefieras. En tal caso puedes hablarme también de tú y llamarme Nápoles. Todo el mundo me conoce con ese sobrenombre —dijo el inspector.

—¿Nápoles? —repitió altamente desconcertado—. Ahora me explico que no conocieran a ningún inspector García cuando pregunté por usted, perdón, por ti. ¿A qué se debe el apodo? Suena a mafioso, más que a policía. ¿Acaso naciste en esa ciudad?

—No, qué va. Nací en Ayora, un pueblo del interior de la provincia de Valencia del que no salí prácticamente hasta que ingresé en la academia de policía de Ávila. Allí un instructor me rebautizó con el apodo de Mantequilla Nápoles, porque decía que no tenía ni media hostia. A partir de ese momento todos los compañeros comenzaron a llamarme así. Luego, en mi primer destino coincidí con un compañero apellidado García, igual que yo. Como él era más antiguo y mis dos apellidos eran iguales, otro policía de mi promoción sugirió que me llamaran Nápoles y con eso me quedé desde hace cuarenta años.

Pablo Víctor, viéndolo tan flacucho, se hizo a la idea. Se lo imaginaba desentonando en un ambiente rodeado de fornidos y rudos aspirantes a policía.

—Me pongo en tu lugar. Yo también tengo un apellido bastante común. De hecho lo escribo con la abreviatura «Hdez.» y con mi segundo apellido, Gascó, a pesar del enfado de mi padre. Y mi rúbrica es con «H. G.». Son muchos los papeles a firmar diariamente. Lo que me resulta curioso es la anécdota de la mantequilla. Un poco despectivo, quizás, pero gracioso. Por cierto, no conozco esa marca.

—No es una marca de mantequilla —corrigió airado—. José Nápoles fue un boxeador cubano de finales de los sesenta y principios de los setenta. Campeón del mundo —apostillo con dignidad.

Acto seguido ambos soltaron una sonora carcajada al unísono. Parecía nacer una relación cordial. Quizá una buena amistad a pesar de la diferencia de edad.

Durante una hora estuvieron revisando el expediente sin que Pablo Víctor cesara de hacerle preguntas y observaciones sobre las posibles causas de la muerte. Se resistía a aceptar que se tratara de un suicidio y en caso de que así fuera quería averiguar los motivos que le habían llevado a ello. Para el inspector no había dudas y no comprendía la voracidad mostrada por ese joven juez. Parecía que le iba la vida en ello demostrando un interés tan desmesurado. Pero los razonamientos del policía no terminaban de convencer a su señoría, que insistía casi hasta la extenuación. Si bien no había signos de violencia, tampoco había una carta de suicidio. La chica apareció desnuda y se encontraron restos de semen en su vagina. Y a mayor abundamiento nadie había reclamado sus pertenencias y no se pudo llevar a cabo la diligencia de entrega de sus bienes personales. Únicamente sabían su nombre y dirección. Nada más. Inevitablemente debían hacer más averiguaciones. El impaciente juez convenció al inspector para ello y ambos salieron para intentar darle forma a sus elucubraciones. La impaciencia rayaba la insolencia, pero a Nápoles le gustó que un juez se tomara tan en serio su trabajo y no fuera una máquina de hacer sentencias como churros. Él era un trabajador incansable siempre en pos de la ley y el orden y se vio reflejado en sus impetuosos años de juventud. Aceptó las consignas dadas por el juez y se puso manos a la obra, sin encargar la misión a ningún subalterno. Le apasionaba su trabajo y, aunque tenía muchas cosas que hacer, decidió llevarlo a cabo él mismo.

Como Pablo Víctor no se había traído todavía su Harley, decidió tomar un taxi, pero el inspector se ofreció a llevarlo en su coche. No paró de fumar en todo el trayecto, encendiendo un cigarrillo tras otro. Pablo Víctor no dejaba de hablarle de usted, corrigiendo el tratamiento de vez en cuando, al darse cuenta, pero no se acostumbraba a tutearlo. Finalmente planteó la solución.

—Nápoles, quiero que me hable de tú, pero permítame que yo le trate de usted. Mi educación y mis costumbres me impiden que me dirija a una persona de su edad de tú.

—Claro, tratándose de un dinosaurio como yo, es comprensible.

—Espero no haberle ofendido antes. No caí en la cuenta. Le pido disculpas.

—No hay problema. Así será —más que ofendido, el inspector aceptó halagado—. Bueno, ya hemos llegado. Hasta mañana —lo dejó en la misma puerta del hotel y se fue a realizar las investigaciones encomendadas. Le gustaba este juez. Sí, para un hombre como él, chapado a la antigua, le había agradado la particular forma de comportarse, pese a su juventud.

Pablo Víctor esperó unos minutos antes de ser atendido por la directora del hotel Neptuno en su despacho. Apareció con andares temerosos, vestida con el mismo uniforme ceñido, resaltando sus prominentes curvas. Conforme avanzaba hacia él el juez iba percibiendo el aroma a nerviosismo de esa mujer por su presencia amenazadora. En la anterior ocasión le había incomodado en exceso el interrogatorio a que se había visto sometida y se podía palpar en el ambiente que esta vez no iba a ser muy diferente. Se sintió más impresionada todavía al verlo con su traje gris marengo y saber que el extraño cliente en realidad era un juez. Por ello, Pablo Víctor, antes de entrar al trapo se mostró lo más simpático que pudo e incluso algo adulador. No quería que el cargo supusiera un obstáculo infranqueable para que le hablara sin temor. Aun a sabiendas de que podía tomarle declaración arropado bajo el manto de la justicia, le indicó que en principio solo se trataba de una charla informal para hacer meras comprobaciones y esclarecer algunos hechos. Esperaba que no resultara preciso tomarle declaración bajo juramento o promesa de decir verdad para que constase oficialmente en los autos. Tras una introductoria charla distendida, Pablo Víctor, quien no podía presumir precisamente de delicadeza, se centró en aquello que le había conducido hasta allí.

—¿La chica de la ٣٠٢ se había hospedado con anterioridad en el hotel?

La directora se puso en guardia. Sabía que tarde o temprano iban a llegar las preguntas, pero la pilló desprevenida. Dudó.

—No, que yo sepa, pero podemos comprobarlo inmediatamente —dijo girándose hacia el monitor y poniendo las manos sobre el teclado del ordenador. El juez le recordó su nombre completo y le facilitó el número de DNI de la difunta. Inmediatamente comprobó que únicamente existía el registro del día 3 de noviembre.

Pablo Víctor puso cara de circunstancias mientras sacaba conclusiones mentalmente. No quería dar a entender nada sobre sus pensamientos y con su gesto habitual de acariciarse el mentón hizo otra pregunta.

—¿Está segura? ¿Completamente segura —reforzó— que se hospedó sola y que no recibió ninguna visita desde su llegada?

—Se alojó sola y aunque no es imposible que pudiera recibir alguna visita es altamente improbable que así fuera. Es un hotel muy pequeño y con fácil control de acceso. Pondría la mano en el fuego, por lo que me dijeron los empleados, que nadie entró ni salió de la habitación desde que llegó.

—¿Y los empleados? ¿Qué me dice del servicio? —disparó a quemarropa casi sin dejarla terminar la frase.

La directora suspiró quejosa mientras la tensión iba en aumento. No le había gustado en absoluto la insinuación, que pareció soliviantarle. Si pretendía involucrar al personal del hotel con la muerte, no se iba a mostrar colaboradora.

—Si está insinuando que algún empleado pudo tener relaciones sexuales con esa chica, le diré que casi todas somos mujeres. Aquí únicamente trabajan dos hombres, un recepcionista que empezó su turno cuando ya se había descubierto el cadáver y el mozo, que hace funciones de botones y que es homosexual. Creo que eso demuestra que no hay conexión entre la muerte y que se la follara antes un empleado —sentenció encabritada—. Ahora bien, si sospecha que aun así algún empleado pudo matarla, sea hombre o mujer, puede usted interrogarlos cuando estime oportuno, empezando por mí —culminó bastante alterada.

Las conclusiones eran aplastantes y rompían la relación que el juez estaba buscando entre la muerte y el acto sexual previo con el presunto asesino.

—Discúlpeme de nuevo. No pretendo involucrar a nadie del hotel, pero necesito esclarecer algunos datos. Estoy recopilando toda la información que pueda para tomar una determinación sobre el archivo de las diligencias judiciales. Me resulta todo tan extraño. ¿Por qué iba a hospedarse en un hotel alguien que vive en Valencia para suicidarse? ¿Para qué gastarse dinero pudiendo hacerlo en su casa sin coste alguno? —sabía que comenzaba a pisar terreno cenagoso, pero una fuerza indómita le empujaba a no reprimirse.

—Me parece de Perogrullo. ¿Qué le importa a una persona que se va a quitar la vida que le hagan un cargo en la visa? ¿No le parece ridículo cuestionar por qué se hospedó en el hotel? Suicidarse en su casa supondría un drama para la familia, un escándalo en la vecindad. Resulta mucho más aséptico como lo hizo. Pero ¿qué sabemos nosotros? Quizás tenía especial interés en que su última visión del mundo terrenal fuera una maravillosa vista al mar —apuntó con sarcasmo.

Este último comentario horadó el corazón de Pablo Víctor. Estaba obnubilado con esa defunción. La clarividencia de la directora, que él no poseía en esos momentos, estaba en consonancia con lo que pensaba todo el mundo. Decidió no empecinarse más en el caso. Su mente estaba obturada.

—Tiene usted razón. Puede estar tranquila. No hay más preguntas. Ha sido muy amable accediendo a atenderme. Muchas gracias.

La directora lo acompañó hasta la salida y lo vio partir con la esperanza de que no volviera a aparecer para incordiar con este asunto. Pero a su vez con la inconsciente esperanza de que por otros motivos ese hombre volviera a cruzarse en su camino.

La playa de la última locura

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