Читать книгу La playa de la última locura - Juan Esteban Gascó - Страница 6

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Capítulo 5

Pablo Víctor se fue satisfecho, a pesar del último giro que había dado Esperanza por su carácter imprevisible. No obstante, la última frase pronunciada le invitaba a pensar que todo iría bien. Le había embrujado esa mujer. ¿Sería posible que se hubiera enamorado después de tanto tiempo?, se preguntaba henchido de ilusión. Aunque seguramente todo quedara en eso, en mera y etérea ilusión, no le importaba ser un iluso. Se sentía feliz y eso era lo que importaba. El camino de vuelta sería más llevadero.

No tenía necesidad de ver nada más de la ciudad, sin embargo, antes de retornar, debía hacer una parada obligatoria. Su madre no se había atrevido a pedírselo, pero él sabía que no podía marcharse sin pasar por el cementerio a llevar flores a sus abuelos, que yacían allí enterrados. Hacía veinticinco años que había muerto su abuela y desde entonces no había vuelto a Valencia. Por aquel entonces contaba con diez años de edad y sus recuerdos se limitaban a sus agradables vacaciones estivales y a las entrañables Navidades. Frente al nicho doble no afloró ningún sentimiento de pena y eso le dolió. Tanto como ver la lápida polvorienta y bastante deteriorada por el paso del tiempo, casi en estado de abandono, rodeada de nichos bien cuidados y rebosantes de flores. Era el primer fin de semana después de la festividad de Todos los Santos y el cementerio parecía un vergel. Un lugar triste y a la vez tan lleno de vivos colores. En su juventud los había frecuentado con asiduidad y se había acostumbrado a transitar por ellos con absoluta normalidad, sin que le pareciera un tétrico lugar, pero desde hacía cuatro años no había vuelto a pisar ninguno. Era superior a sus fuerzas. Visualizó su última vez en el crematorio del cementerio municipal de San Sebastián y rompió a llorar desconsoladamente. Hacía justo un día que se había jurado que nunca iba a llorar, pero no pudo resistirse y las lágrimas brotaron a mares. Le había supuesto un esfuerzo titánico armarse de valor para entrar otra vez en un cementerio, pero en ese momento se sintió fuerte y con ganas de romper con su anterior vida. Pensó que sería una muestra sintomática de que su vida iba a cambiar haciendo frente a la muerte. Sin embargo, al salir del cementerio se sintió melancólico y confuso. Una confusión y pesadumbre que le acompañó durante el trayecto de vuelta y le hizo replantearse si había sido una buena idea lo de irse a vivir a Valencia.

Sobre las dos de la tarde decidió desviarse de nuevo para detenerse a comer en El Rincón del Olvido. No tenía hambre a pesar de que no había probado bocado desde el desayuno, pero tocaba hacer un alto en el camino. Vio en el porche, fumando un cigarrillo, a la camarera que tan amablemente le había atendido y la saludó con efusividad. Esta le respondió con un seco hola sin más, como si se tratara de un desconocido. Realmente lo era. Sin embargo entró con cierta decepción, sintiéndose ignorado. Comprobó que tanto la zona del bar como el salón-comedor del restaurante estaban repletos. Únicamente quedaba una mesa libre y un joven camarero lo acomodó en una de ellas. Estaba alejado de la chimenea pero no hacía tanto frío ni llegaba empapado. No era lo mismo, pero frente a una ventana contemplando el horizonte no se estaba tan mal.

Pocos minutos después, una dulce y melodiosa voz le sorprendió al reconocerlo, mientras le mostraba la carta. Perplejo, no salía de su asombro al comprobar que ahora sí lo había reconocido y se dirigía a él afablemente. Lo dejó desconcertado, más de lo que ya venía, y por un momento se quedó callado sin saber qué decir, mirando el rostro de esa mujer cuya sola presencia tanto le inquietaba. Ante la parálisis mostrada, la joven mesonera, con una dicción perfecta, le convenció con gracia para que pidiera el menú del día, ya que era muy completo y tenía un precio asequible. Incluía steak tartar, la especialidad de la casa, y habitualmente no entraba dentro del menú.

—Es tu día de suerte. No te lo pienses o te arrepentirás.

Pablo Víctor se relajó ante la simpatía mostrada por la chica y estuvo tentado de preguntarle algo, pero le pareció irreverente y se limitó a repetir con tono de interrogación.

—¿Mi día de suerte? ¿Estás segura? No se me había ocurrido. Ha sido un fin de semana intenso y me han sucedido infinidad de cosas, pero… En fin, el tiempo lo dirá. Probaré el steak. No quiero arrepentirme…, de nada.

Durante la comida no dejaba de observar con curiosidad con qué armonía se desenvolvía en el comedor la atractiva muchacha. Dominaba la situación con gran destreza y profesionalidad. Debía de ser la encargada, o quizás la dueña del establecimiento a pesar de su juventud, ya que únicamente se dedicaba a tomar nota de las comandas y a llevar la cuenta a los clientes. El servicio era atendido por dos camareros uniformados con sus correspondientes atuendos y ella vestía con ropa de calle. Sin duda era un signo de distinción respecto al resto del personal. No obstante, le llamó la atención que con él hiciera una excepción y le sirviera, siempre con delicada atención, tanto el entrante como el plato principal y el postre. Le agradó el trató singular y que dedicara su inestimable tiempo a conversar sobre la deliciosa comida conforme la iba degustando, pero no acertaba a saber el porqué de su comportamiento. Como poco, despertaba su insaciable curiosidad. Llegada la hora del pago le invitó a tomar un chupito cortesía de la casa.

—No, gracias, muy amable. No debería beber alcohol y menos cuando viajo. Ayer me tomé un vodka con limón y ya he superado mi tope de este fin de semana.

—Bah, seguro que no tiene nada que ver con el que yo tengo. Te voy a servir uno casero que me traen expresamente desde Rusia y comprobarás como no has probado jamás nada igual. Además, es muy digestivo y te vendrá bien para rebajar la pesadez de estómago. Ya verás qué bien te sienta —dijo, sin darle opción a una negativa, dejándolo con la palabra en la boca.

—Acepto solo si me acompañas y te sirves uno tú también —acertó a decir mientras le daba la espalda en busca de la botella. Era la ocasión ideal para entablar una conversación y hacerle la pregunta que le roía por dentro.

Al cabo de un momento ambos brindaban con sus pequeños vasitos de licor. La joven lo bebió de un solo trago y lanzó el vaso hacia atrás, como era costumbre en su tierra. Pablo Víctor, por el contrario, apenas se mojó los labios cautelosamente. Estaba realmente bueno, así que emulando la acción de su acompañante lo bebió de golpe también, pero le faltó atrevimiento para lanzar el vaso. A lo que sí se atrevió es a preguntarle lo que le rondaba por la cabeza desde el día de ayer.

—Perdona mi indiscreción, pero quisiera hacerte una pregunta. Tu acento, aunque he de reconocer que hablas perfectamente castellano, revela que no eres española. Intuyo que de algún país del este, y no me cuadra que una chica tan joven y bonita como tú haya venido desde tan lejos para trabajar en un sitio tan apartado. Parece tan solitario y funesto. Por eso me preguntaba qué hace una chica como tú en un sitio como este —se llevó la mano a la boca para toser forzadamente y tras una larga pausa lo soltó—: ¿Aquí eres feliz?

Irina lo miró con ojos como platos. Se sirvió un poco más de vodka en otro vaso y contestó.

—Vaya preguntita. No sabemos nada el uno del otro, ni siquiera cómo nos llamamos, y de repente sin ton ni son me preguntas si soy feliz. Comprenderás que me resulte, cuanto menos, llamativo que un extraño me haga esa pregunta de sopetón.

Tras decirse sus respectivos nombres Pablo Víctor se excusó por su impetuoso y sorprendente atrevimiento, e Irina prorrumpió algo inteligible para él.

—Efectivamente, soy rusa de nacimiento, aunque ya me siento una española más. La frase pronunciada es de León Tolstói y significa «Feliz es aquel que es feliz en su casa». Yo aquí, en esta aldea, he encontrado la felicidad casi completa. Vine a Zaragoza hace diez años, recién cumplidos los dieciocho, junto con mi hermana gemela —Pablo Víctor ató cabos y concluyó que la chica que había visto fumando en el porche debía de ser su hermana—. Mientras aprendía español y más tarde psicología necesitaba trabajar para sufragar mis gastos y subsistir. Encontramos un empleo de camarera y cocinera, y las circunstancias han hecho que lo que parecía algo provisional se haya convertido en nuestra forma de vida y nos hayamos establecido aquí. A los dos años el dueño del local falleció sin herederos y el nuevo propietario a quién legó sus bienes nos ofreció la posibilidad de seguir explotándolo a los empleados. Únicamente mi hermana y yo apostamos por continuar y ahora después de mucho esfuerzo podemos decir con satisfacción que el negocio es nuestro. Mi hermana se casó con un lugareño y tuvo dos hijos a los que adoro. Es toda mi familia. Yo sigo soltera y sin compromiso. Lo único que me falta es conocer a alguien tan bueno como mi cuñado, pero soy joven todavía y no pierdo la esperanza. Sí, puedo afirmar sin temor a equivocarme que aquí soy feliz. ¿Queda respondida tu pregunta? —concluyó con una mirada desafiante y llena de docilidad a su vez.

—Queda más que claro. Cristalino. Disculpa mi intromisión. Es solo que, como te decía anteriormente, una mujer como tú desentona en este lugar tan lúgubre y desapacible. Este paisaje frío y desértico… No sé, la verdad, no me parece el más apropiado para vivir. Parece que no se respire vida.

—A mí me parece maravilloso. Todo depende de con qué lo compares. Yo nací a orillas de la estepa siberiana, rodeada de inmundicia. Eso sí que es un lugar hosco y desértico. Muerto y a la vez de inigualable belleza. Pero eso es lo de menos. Las condiciones de vida allí no tienen nada que ver con estas. Te puedo asegurar que mi infancia y mi adolescencia en un pobre orfanato las viví con más sufrimiento del que puedas imaginar —suspiró lacónicamente, con nostalgia punzante, y continuó—: Pero no sé por qué te cuento todo esto sin conocerte. A pesar de lo que pueda parecer soy excesivamente introvertida y sin embargo hay algo en ti que me ofrece confianza y hace que me haya abierto contigo. También puede que te lo haya contado abiertamente porque casi con total seguridad, cuando te levantes y te marches, no te vuelva a ver nunca más, como a la mayoría de visitantes que pasan por El Rincón del Olvido. Este es solo un lugar de paso. Pero bueno, tengo mucho trabajo y no quiero entretenerte más. Si algún día vuelves por aquí recuerda que estás en deuda conmigo y me debes una respuesta. Yo también quiero saber si tú eres feliz.

—Espero volver pronto. Es más, lo deseo. Eso será buena señal. Creo que de ello dependerá en parte mi felicidad. Prometo contestarte cuando vuelva.

Horas más tarde, después de cenar y ducharse, llamó a sus padres para ponerles al día de todo lo acontecido. Bueno, más bien de casi nada. Lo justo y necesario. Tras colgar decidió irse a la cama. Estaba completamente rendido por el agotamiento del viaje y estimó conveniente acostarse pronto. No albergaba duda alguna de que esa noche dormiría de un tirón. Estaba exhausto. Aun así, como era su costumbre, cogió un libro para leer. No podía concentrarse en su lectura, pues su mente vagaba sin sentido cronológico por todas las vivencias del arrebatador y alocado fin de semana. Demasiadas cosas y posiblemente trascendentes ante su incierto y deseado futuro. Leía un párrafo y al terminarlo se daba cuenta de que no se había enterado de nada, y así varias veces, hasta que leyó una frase pronunciada por Madariaga, personaje de la novela que tenía entre sus manos: «Donde nos hacemos ricos y formamos una familia, allí está nuestra patria». Le llamó poderosamente la atención y le trajo a la memoria la frase de Tolstói que Irina había pronunciado en su idioma. Recordó que el rico refranero español también hacía alusión a algo parecido: «Uno no es de donde nace, sino de donde pace». Pero ¿y él? Nacido y criado en Santiago de Compostela hasta que por trabajo se mudó a Palma de Mallorca y luego a San Sebastián. Y ahora, ¿le esperaría Valencia u otro destino no imaginado? ¿Dónde pacería? ¿Echaría raíces definitivamente en algún sitio? Todo eran incógnitas. Mañana mismo pondría en marcha el mecanismo para despejarlas y saber si su próxima parada sería Valencia. No dependía únicamente de él. Ni siquiera sabía si volvería a ver a Esperanza o a Irina. Se le iluminó el semblante al acordarse de ambas y le hizo gracia pensar que se había despedido de las dos del mismo modo, diciéndoles que esperaba volver pronto y que eso sería buena señal. Sonrió con sarcasmo y se quedó plácidamente dormido con Los cuatro jinetes del Apocalipsis sobre su pecho.

La playa de la última locura

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