Читать книгу La playa de la última locura - Juan Esteban Gascó - Страница 3
ОглавлениеCapítulo 2
Silencio por respuesta. Era la una del mediodía y la tercera llamada telefónica efectuada desde la recepción en la última media hora no había sido atendida por la huésped de la habitación 302. Debía haberla dejado libre a las doce y la directora del hotel comenzaba a impacientarse, pues debían tenerla preparada para las dos y media, hora a la que el nuevo cliente había anunciado su llegada. Le habían dado un tiempo más que prudencial para que abandonara la estancia y no podían dilatar más la limpieza de la misma a fin de dejarla acondicionada para la nueva entrada. No era la primera vez que pasaba ni sería la última. Estaban acostumbrados a tener que despertar a gente que venía de fiesta a altas horas de la madrugada, en la mayoría de casos ebrios, a los que se les pegaban las sábanas. Sin embargo en esta ocasión resultaba insólito. Se trataba de una mujer que se había hospedado sola y que no había salido de su habitación desde que llegara a las nueve de la noche del día anterior. La última comunicación con ella fue al servirle la cena en sus aposentos. Por la mañana no había bajado a la cafetería ni solicitado que se le sirviera el desayuno en la habitación. Pero más allá de esa pequeña circunstancia, nada anormal. La directora decidió que no podían demorarlo más y dio instrucciones de que llamaran a la puerta para despertarla.
El cartel de no molestar colgaba del pomo. Unos suaves golpes de nudillo sonaron en la puerta sin que nadie contestara al otro lado. Acto seguido nuevos toques un poco más fuertes y con mayor insistencia acompañaron una voz diciendo: «Servicio de habitaciones». Tampoco obtuvo respuesta alguna. No quedaba más remedio que aporrear la puerta, cumpliendo las órdenes de despertarla a toda costa, pero fue en vano. La responsable de personal comunicó a su jefa que seguramente la habitación estaba vacía porque no daban señales de vida. Tampoco era la primera vez que alguien se marchaba sin pagar. No quedaba otra alternativa. Debían entrar para corroborarlo. La encargada hizo un último intento de llamada y tras unos segundos de espera repitió: «Servicio de habitaciones. Señora Faulí, vamos a entrar». Seguidamente introdujo la llave y se oyó ceder el resbalón de la cerradura. Pasó con cautela hasta quedar paralizada al ver tendida en la cama a la clienta. Tenía la apariencia de estar plácidamente dormida, pero un detalle sobre la mesita de noche auguraba que no era así. Un grito estrepitoso retumbó en todo el hotel. Enseguida acudieron las compañeras que más cerca se encontraban y una de ellas avisó a la directora, la cual ya subía rauda por las escaleras presintiendo lo peor. Apartó a su paso a las empleadas inmóviles, que no sabían qué hacer y se arrimó al cuerpo yacente. Efectivamente no había señales de vida.
La entrada del hotel estaba acordonada por la policía y multitud de transeúntes curioseaban lo máximo que se les permitía para saber qué había ocurrido, mientras las fuerzas del orden no paraban de dar indicaciones para que se dispersara el gentío. Una ambulancia con la sirena apagada abandonaba el lugar y se cruzaba poco después, a la altura del emblemático y centenario edificio del Reloj del puerto, que marcaba las dos y veinticinco, con un motorista que estaba a punto de culminar su tramo final. Pablo Víctor, tras dejar a su derecha el tinglado número 2 y algunas de las bases que habían servido de sede a los equipos de vela participantes en la America’s Cup diez años atrás, llegó al Veles e Vents, el otro edificio icónico del puerto, representativo de la nueva imagen portuaria. Justo enfrente, donde la Marina se unía con la playa de las Arenas se alzaba el pequeño hotel. Entre ambos, en medio del paseo, una gigantesca bandera de España y la senyera valenciana ondeaban al viento. Aparcó la Harley—Davidson y cogió su ligero equipaje de las alforjas. Un agente le impidió la entrada a pesar de justificar que tenía una reserva, pero el inflexible policía no atendía a sus explicaciones, negándole el acceso. Pablo Víctor insistió tratando de convencerlo pero fue inútil. No le quedó más remedio que echarse mano a la cartera y mostrarle un carné. Después de consultar con su superior el agente levantó la cinta con la leyenda de «No pasar» y pidiendo disculpas le cedió el paso. Pablo Víctor asintió bajando la cabeza, agradeciendo el gesto, y sin mediar palabra pasó al hall. Una vez dentro un inspector de policía le saludó cortésmente, siendo correspondido de igual manera. Sin preámbulos, Pablo Víctor preguntó a qué se debía tanto revuelo.
—Han encontrado muerta a una mujer en una habitación del hotel.
Pablo Víctor quedó en estado de shock momentáneo, como si su mente viajara a otro lugar, mientras el inspector continuaba hablando.
—Hemos recibido el aviso hace poco y no sabemos nada todavía. El médico acaba de certificar la muerte y estamos esperando al juez de guardia para la diligencia de levantamiento del cadáver, y a la funeraria que se encarga de la recogida judicial para el traslado del cuerpo al depósito a fin de practicar la autopsia. De momento eso es todo. Cuando terminemos la inspección ocular puede que averigüemos algo más, pero parece un caso de muerte natural. No hay signos de violencia, por lo que no parece muerte accidental. Seguramente será para archivar, ya sabe. Si me disculpa voy a continuar con mi trabajo.
—Gracias, inspector. Que tenga un buen día —musitó sin más, y se dirigió acto seguido a la recepción.
—Buenos días. ¿En qué puedo ayudarle? —fueron las palabras de un nervioso recepcionista que había presenciado la conversación a escasos metros de sus narices.
—Tengo reservada una habitación. Les llamé esta misma mañana y les indiqué que llegaría sobre las dos y media.
—Claro, disculpe, es que con tanto lío —contestó sorprendido el recepcionista—. Si me permite el DNI… Ah, gracias, perdone, no me había dado cuenta —dijo mientras cogía el documento que Pablo Víctor había dejado encima del mostrador—. Acabo de empezar mi turno y esto está un poco alborotado, como ve, pero enseguida localizo su reserva, señor Hernández —el atolondrado recepcionista tecleó el nombre en el ordenador, encontrándolo de inmediato—. Aquí está. Hernández Gascó, Pablo Víctor —de pronto alzó la cabeza, tragó saliva y farfulló—. Si me disculpa, tengo orden de avisar a nuestra directora cuando usted llegara. No tardará nada en atenderle. Si lo desea puede esperar ahí sentado —señaló unos sillones ubicados en un rincón del vestíbulo.
A los dos minutos apareció la directora del hotel, que se presentó dándole su mano sudorosa fruto de la agitación a que estaba siendo sometida.
—Buenos días, bienvenido al hotel Neptuno, señor Hernández. Seguro que no se le ha pasado por alto que hemos tenido un pequeño incidente y ha tenido que venir la policía. No estamos acostumbrados a situaciones como estas. Esperamos que se resuelva en breve y su estancia con nosotros sea muy satisfactoria. Pero tengo que comentarle un pequeño problema que nos ha surgido.
Pablo Víctor seguía las explicaciones sin decir nada mientras para sus adentros barruntaba si ese pequeño problema tendría relación con la fallecida. La directora, omitiendo referirse al óbito, continuó hablando.
—La policía está realizando unas investigaciones en la planta donde se encuentra su habitación y no podemos alojarlo en ella. Sé que insistió mucho en que quería una con vistas al mar, pero no nos queda ninguna disponible. A cambio podemos ofrecerle una suite doble más amplia y confortable por el mismo precio. Si quiere tomar algo en la cafetería mientras la preparamos está usted invitado. En unos momentos la tendremos lista.
Pablo Víctor se quedó dubitativo. Había reservado habitación en ese hotel ex profeso porque estaba en primera línea de playa, cercano a los restaurantes que le había recomendado su madre, y era condición sine qua non que tuviera vistas al mar. El imprevisto suponía una verdadera decepción. Entonces propuso.
—No tengo intención de ocupar la habitación hasta esta noche. Ahora voy a comer y luego tengo que realizar unas gestiones. Imagino que es tiempo suficiente para que la policía termine su trabajo y se pueda acceder a la planta.
La directora comprendió que había sido fútil su intento de resolver el entuerto. Ahora la que tenía un pequeño problema era ella. Frunció el ceño y lacónicamente le comunicó.
—Me temo que no va a poder ser.
Pablo Víctor entendió de inmediato, levantando su mano con la palma abierta para que no continuara la azorada directora.
—Está bien, me quedo en la suite. No se preocupe.
—Muchas gracias. Es usted muy comprensivo. Puede dejar las maletas en recepción. Le acompaño a la cafetería —profirió, suspirando aliviada.
—Únicamente traigo esta mochila. Si no le importa me la suben ustedes a la habitación. Se me está haciendo tarde para comer. Agradezco su invitación, pero tengo previsto ir a otro restaurante.
—Por supuesto. Reitero nuestra bienvenida y ruego que disculpe las molestias.
Pablo Víctor se registró y salió en busca del restaurante. En ese momento entraba una mujer con prisa y con aire enfadado, acompañada de sus acólitos. A sus espaldas escuchó que se trataba de la juez de guardia. No se giró. El caso no era de su incumbencia. Ya en la calle encontró aparcado en la puerta un coche fúnebre. Tampoco era asunto suyo, sin embargo no pudo evitar fijarse si el vehículo estaba limpio y el chófer tenía una apariencia decorosa. No reparó más en ello pues lo hizo de forma inconsciente. Enseguida se dio cuenta de que justo al lado se encontraba el restaurante La Pepica y se olvidó del aspecto del funerario. No había sitio, ni tampoco en el siguiente, La Marcelina. Una lástima, se lamentó. Tan grandes y ambos completos. Señal de que no se debía de comer mal. Siguió andando en busca de otro, descubriendo restaurantes nuevos a cada paso, pero quiso llegar hasta La Rosa, el último en el primer tramo del paseo. Tampoco hubo suerte. Había mesa libre pero no con vistas al mar. Lo desechó a pesar de los consejos de su madre y probó en el colindante: La Paz. Desconocía si su nombre era de mujer como los anteriores, pero se sintió atraído. Reparó en la curiosidad de que en su lugar de residencia los restauradores vascos más afamados eran todos hombres. Por el contrario, parecía que en Valencia primaban las mujeres a tenor de los nombres. Quizás no se debiera a las cocineras sino a las que llevaban la sartén por el mango. De pronto se acordó de su madre. Conociendo el paño no le extrañaba que así fuera.
Lo acomodaron en una mesa en la terraza acristalada. Estaba en la gloria después de un viaje tan largo. Necesitaba tranquilidad y paz y allí las encontró sin ningún género de dudas. Esperaba que fuera una premonición y que encontrara la paz también en su vida.
—Buenas tardes —le saludó el metre, al tiempo que le entregaba la carta—. ¿Desea algo de beber mientras elige?
—Una copa de vino tinto, y ya puede tomarse nota de la comida. Lo tengo claro. De entrante quisiera clóchinas y luego paella de pollo y conejo.
—Lo lamento, pero no es temporada de clóchina valenciana. La temporada es de mayo a agosto, pero puedo ofrecerle mejillones. También siento decirle que la paella es mínimo para dos personas. Si le apetece podemos servirle paella del senyoret, que está en el menú del día.
—Vaya fastidio. Me encanta, pero vengo de fuera y traigo el mono de comer paella valenciana. No importa que sea para dos, la paella al día siguiente está riquísima. Me llevaré la que sobre. En cuanto a los mejillones, prefiero tomar otra cosa. Nací en Galicia, sabe. ¿Tienen esgarraet?
—Por supuesto. Me ofende con la pregunta. El mejor que pueda probar.
—Lo dudo —masculló acordándose de su madre.
—¿Cómo dice? No le he entendido.
—Olvídese. Cosas mías. Por favor, el vino si es posible que sea de la tierra.
—Claro que sí, como usted guste. Le voy a servir un Megala de Enguera que no le defraudará. Si no le gusta se lo cambio. Vamos marchando la paella pero le advierto que tardará bastante. Mientras sale el entrante, le traigo un poco de pan con allioli, para que vaya haciendo boca.
—Perfecto. Ya se me está haciendo agua.
La espera valió la pena. Tras degustar el allioli y el esgarraet con voracidad, llegó la hora de probar el arroz. Estaba ansioso por degustarlo y dada su impaciencia comió con avidez sin dejar que reposara como mandaban los cánones. Pero le supo casi tan rico como el que hacía su madre. Se pegó un buen atracón sin dejar ni un grano de arroz a pesar de que era para dos comensales. Pura ambrosía para los dioses. No necesitaba nada más, por lo que no pidió postre ni café. Estaba llenísimo y decidió dar un paseo para rebajar la pesadez de la sangonerísima fartada.
Eran las cinco de la tarde y todavía quedaba una hora para su cita con la señorita de la inmobiliaria. Anduvo por el paseo marítimo, al igual que multitud de personas que parecían disfrutar, lo mismo que él, de una apacible tarde. Su madre siempre le había mencionado que Valencia era una ciudad que vivía de espaldas al mar, pero debía de ser en el pasado, puesto que el paseo estaba repleto de gente feliz, caminando, patinando, montando en bicicleta o jugando en la arena. El sol otoñal todavía no se había ocultado y la temperatura era muy agradable para el mes de noviembre. Qué diferencia con San Sebastián. Era una ciudad hermosísima y vivía muy a gusto en ella, pero el maravilloso clima mediterráneo no tenía parangón. En cambio el mar, tan plácido, parecía una balsa de aceite. Eso suponía un gran inconveniente para la práctica de su deporte preferido. Desde su estancia en Mallorca el surf era su pasión. Ahora contemplaba las tranquilas olas que apenas hacían espuma. Aun así, tan solo mirar la inmensidad del mar le proporcionaba extrema relajación. Llegó hasta el majestuoso hotel Las Arenas, nada comparado con el antiguo balneario donde su yayo jugaba a pelota mano en el frontón. Todavía conservaba el guante de cuero con cintas rojas para atarlo a la muñeca que le regaló antes de morir. Era de los pocos recuerdos que le quedaban de su abuelo. Empezó a ponerse nostálgico y decidió volver y tomar una tónica en algún restaurante para hacer mejor la digestión.
Entró en Vivir sin Dormir, un local de ocio convertido también en restaurante, y se sentó de nuevo frente al mar. Al igual que en el lugar donde había comido, le llamó poderosamente la atención el nombre. Parecía un traje a medida, pues realmente eso es lo que le estaba pasando en los últimos años. Paradójicamente, cuando le sirvieron la bebida solo le dio tiempo a dejar un billete de diez euros junto a la cuenta, encima de la mesa, quedándose dormido unos minutos por el cansancio acumulado. Poco después despertó sobresaltado e instintivamente atrapó la mano de una gitana que estaba cogiendo el billete de la mesa. La muchacha trató de soltarse pero Pablo Víctor apretaba con fuerza con su mano encima de la de la chica.
—¡Qué haces! —espetó la muchacha con descaro—. Si no he hecho nada. Solo pretendía venderte un ramillete de romero para que te diera suerte.
Todavía medio adormilado, Pablo Víctor, confuso, no entendía lo que estaba ocurriendo. Sin soltarla, se quedó mirando sus misteriosos y profundos ojos negros, tragaluces del alma. La muchacha de larga melena oscura que le llegaba hasta la cintura y que daba paso a unas marcadas caderas de ánfora insistió.
—Suéltame, anda, y déjame marchar. Te regalo el romero.
—No lo quiero. No creo en supersticiones —adujo mientras seguía sujetándole la mano, sin saber muy bien el porqué. No tenía intención de denunciarla, sin embargo la chica pareció asustarse ante la actitud tan firme de ese extraño hombre.
—No llames a la policía, te lo suplico. Solo tengo trece años y además no he hecho nada malo. Te puedo echar las cartas gratis o leerte la mano. Soy muy buena en eso. Te lo aseguro.
Pablo Víctor le echó unos dieciocho años. Calculó que al menos sería mayor de edad, pero decidió que ya había llegado demasiado lejos y el susto era suficiente para que le sirviera de escarmiento. Soltó la mano pensando que echaría a correr inmediatamente, pero su sorpresa fue mayúscula al ver que la gitana tomaba asiento y ahora era ella la que le cogía la mano mostrando la palma hacia arriba. Tenía un tacto suave y unos dedos finos y muy largos, a pesar de que era menuda y nada delgada.
La vidente comenzó diciendo sonriente:
—Veo que has sufrido mucho y que has venido desde lejos en busca de amor. Lo veo muy claro —levantó la vista de la mano y clavó sus ojos como espadas, casi de forma hiriente, en los de Pablo Víctor. Se quedó muda y las manos comenzaron a sudarle. Parecía que no quería continuar. Desvió la mirada y con voz entrecortada balbució—: No se lee bien el futuro. Reconozco que soy una impostora y me arrepiento de haber tratado de engañarte. Tú me pareces una buena persona y no lo mereces. Lo siento. Adiós.
—¡Continua! —ordenó con contundencia, casi con virulencia—. Dime lo que ves y más te vale que no mientas —le amenazó enérgicamente, sorprendiéndose a sí mismo de su comportamiento—. Yo no creo en esas chaladuras pero si no me dices lo que ves estoy seguro de que te traerá mal fario —prorrumpió sin convencimiento alguno de que esas palabras fueran a hacer mella en la muchacha. Pero sí, surtieron el efecto pretendido y la gitana prosiguió—. Veo la muerte rondándote. Muy cerca de ti. Lo llevas escrito.
Un silencio sobrecogedor se apoderó del lugar por unos instantes. Ante la predicción Pablo Víctor pareció interesarse de veras.
—¿La ves en el pasado o en el futuro? —preguntó inquieto. Al escuchar «en el pasado» pareció asumirlo con naturalidad, pero cuando después de una tos fingida añadió que también en el presente y en el futuro, se estremeció y le ofreció los diez euros—. Puedes marcharte —musitó con el semblante serio y contrariado.
—Quédatelos, no los quiero. No deseo verme mezclada en nada que tenga que ver contigo. Adiós, llanero solitario.