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Capítulo 8

Nostalgia, incomprensión, responsabilidad, sentido del deber. Sensaciones que se agolpaban sin orden ni concierto. Dura, la noche había sido muy dura. Sin pesadillas pero con un sueño discontinuo y poco reparador. Aunque había acordado con el inspector Nápoles que hablarían al día siguiente para que le contara sus averiguaciones, sabía que la incertidumbre no le dejaría conciliar el sueño. La indecisión por no molestar fue vencida por la inquietud y a las once de la noche lo telefoneó para que le contara el resultado de sus pesquisas. Se excusó diciendo que no quería llamarle en un día festivo. El inspector no se molestó. Norma Faulí vivía con su madre, pero desde que esta había fallecido por una neumonía hacía dos meses los vecinos no la habían vuelto a ver aparecer por allí. La chica les dijo que se había ido a vivir con su novio pero nadie la creyó, ya que tenía problemas psíquicos y pasaba largas temporadas en sanatorios para enfermos mentales, donde ingresaba cuando sufría alguna crisis. La pobre muchacha era esquizofrénica y solo tenía a su madre para que cuidara de ella. Lo del novio era otro de sus delirios, según su madre. Nunca la habían visto con ningún hombre, aunque ella decía que era por discreción, porque su pareja era una persona muy importante y quería mantener en secreto la relación. En conclusión, según palabras literales de la vecina de su mismo rellano: «La chica no estaba muy bien terminada. Vamos, que estaba loca». Desde el día del entierro de su madre no la habían vuelto a ver ni sabían nada de ella. La revelación de estos nuevos datos le removió el estómago y no le dejó descansar.

A pesar de la festividad el juez acudió temprano al juzgado para ponerse al día. Vertió el sobre de azúcar en el vasito de cartón y removió el café en el sentido contrario al que la mayoría de gente le da vueltas. Era otra de sus curiosas peculiaridades. Otra más en las que nadaba contracorriente. El cuerpo le pedía ingerir cafeína lo antes posible. La noche había sido convulsa y necesitaba comenzar el día despejado. Ya no podía decirse que nunca tomaba café. Últimamente estaba abusando de él. En su fuero interno seguía brotando una sombra de duda, pero había llegado el momento de tomar una decisión y debía dar carpetazo al asunto. No había indicios de criminalidad y por tanto no podía demorar más el archivo de las diligencias penales. Ya era hora de dedicarle atención al resto de expedientes. Después de una jornada maratoniana se marchó a casa agotado.

Al día siguiente madrugó y sobre las siete y media de la mañana ya estaba de nuevo en su puesto de trabajo. Justo cuando oyó que alguien entraba en el juzgado, salió del despacho a darle los buenos días y se encontró con una desconocida. Una cara lánguida y de abatimiento mostraba que su noche tampoco había sido reconfortante. Después de una semana de baja, Marisol volvía al trabajo. Conocía por referencias de sus compañeros que el nuevo juez ya se había incorporado pero le sorprendió una voz rota al escucharla a su espalda. Creía que estaba sola y le sobresaltó el inesperado saludo.

—Buenos días, soy Pablo Víctor, el nuevo juez. Tú debes de ser Marisol, si no me equivoco.

—Sí —contestó simplemente, tardando un poco en reaccionar—. Perdone, pero no esperaba que hubiera alguien tan temprano. No he dormido muy bien y todavía estoy adormilada. Necesito un café cargado para ponerme en marcha.

A pesar de que no se llevaban muchos años de diferencia, Pablo Víctor no le sugirió que le hablara de tú. No quería hacer distinciones entre los compañeros.

—A mí me ocurre lo mismo. Yo ya he tomado uno, pero hoy me he levantado muy pronto y no he desayunado en casa. Si te apetece, estás invitada a desayunar. Yo también necesito cargar pilas y así aprovechamos para ir conociéndonos.

Marisol aceptó el ofrecimiento, como no podía ser de otro modo, pero no pareció ser una buena idea. Sentados en la cafetería, frente a frente, la conversación era forzada. Pablo Víctor mostró preocupación por lo que le había pasado y le preguntó por su enfermedad, pero rápidamente comprendió que ella no quería dar muchas explicaciones sobre su problema. Resultó ser un tema tabú. Recurrió entonces al trabajo y sacó a colación el asunto de la muerte por suicidio. El juez se explayó en algunas consideraciones sobre lo sospechoso de la muerte, pero no le contó nada de su entrevista con la directora del hotel ni de las últimas averiguaciones del inspector Nápoles. Esperaba obtener algún dato que le aportara valor pero no fue así. La auxiliar recordaba el caso pero no mostró ningún interés por el mismo, ya que para ella era un asunto más. Dieron por zanjado el tema y de nuevo una barrera sigilosa se interpuso entre ambos. Marisol no podía disimular su nerviosismo. Además, el cansancio en sus ojos transmitía una sensación de absentismo, como si estuviera pensando en otra cosa. La extraña actitud no pasó desapercibida para Pablo Víctor, y supo que era hora de regresar al juzgado. Había albergado la esperanza de que, al ser de similar edad, fuera más factible un acercamiento mayor que con el resto de compañeros, y se sintió un poco decepcionado. Le hubiera gustado encontrar a alguien que le comprendiera, pero cada persona es un mundo. Era posible que le hubieran hablado ya de él a Marisol y que su forma de trabajar no encajara con la seguida en el juzgado durante muchos años. Pero no pensaba cambiar. Había venido a Valencia con una clara intención y de momento únicamente había encontrado incomprensión y un gran vacío.

Cuando llegaron al juzgado, todos los compañeros saludaron con efusividad a Marisol. Se alegraban de su vuelta, y ella mostró por primera vez en esa mañana un leve síntoma de alegría. Con Pablo Víctor su comportamiento había sido distante y alicaído, y este no quiso inmiscuirse. Dio los buenos días y entró en su despacho. Aún no se había quitado el abrigo cuando fue abordado por doña Lucía con un tono sutil que escondía una actitud inquisidora. Se dirigió a él interesándose en principio por su estado y su estancia en esta nueva ciudad, adulándole acto seguido por su trayectoria profesional, que apuntaba a un futuro prometedor en la carrera judicial.

—Sé que fue el número uno de su promoción y que aprobó la oposición con solo tres años de preparación. También sé que viene con muy buenas referencias de sus anteriores destinos, pero creo que no debería menospreciar la labor de los funcionarios de este juzgado. Forman un equipo sensacional y saben perfectamente lo que tienen que hacer. Sus ratios estadísticos son inmejorables. La mayoría de ellos tiene un montón de años de experiencia. Si me permite un consejo, confíe en nuestro buen hacer —se incluyó también—. Ya verá como conforme los vaya conociendo se irá dando cuenta de su valía y todo irá sobre ruedas.

Pablo Víctor se sintió como un niño malo reprendido por su profesora y con estupor respondió a la camuflada invectiva.

—Yo también tengo muy buenas referencias tanto de usted como de ellos, pero si le soy sincero, todavía no he tenido tiempo de formarme una idea siquiera lejana de sus aptitudes. En ningún momento las he puesto en duda y ahora mismo me gustaría aclarar esa cuestión, pero me parece precipitado que saquen conclusiones sobre mí con tan solo una jornada de bagaje. Reconozco que tengo una forma peculiar de trabajar, pero nunca he tenido ningún problema con nadie y estoy seguro de que aquí tampoco lo tendré. Imagino por qué lo dice. Seguro que Maximiliano se llevó una impresión sobre mí de prepotencia y desconfianza hacia él, pero le aseguro que nada más lejos de la realidad. Le agradezco el consejo —dijo finalmente con todo el tacto que pudo, pero inflexible.

La letrada de la Administración de Justicia no esperaba una respuesta tan directa y tajante y contestó amilanada.

—Hace unos minutos hemos estado hablando de usted y cierto es que ha salido a relucir la conversación que tuvo ayer con Maximiliano, pero no pretendía indisponerle. Tan solo aconsejarle. Es un tema tan claro el del suicidio que nos llamó la atención su reacción. Si quiere, puede consultar con Angustias —se refirió a ella de tú, señal de que congeniaban—, la juez del número 3. Ella piensa igual que nosotros.

—No es necesario. Esta misma mañana le he entregado a Marisol el expediente con el auto de sobreseimiento provisional firmado. Igualmente he revisado el resto de expedientes que me entregó Maximiliano y me ha complacido comprobar lo bien que estaban instruidos. Pensaba devolvérselos justo ahora. Si le parece, creo que es una buena oportunidad para que tengamos una charla todos juntos y felicitarles por su trabajo. Eso no quita que sepan que tengo la intención de revisar uno por uno todos los asuntos que penden de este juzgado y por supuesto quiero contar con la colaboración de todos, que seguro que me aportan mucha luz con su experiencia.

El nuevo juez no se andaba con rodeos. Era una persona directa y clara. Se dirigió a todo el personal y sentó las bases para un perfecto funcionamiento, lo cual no tenía que conllevar un cambio drástico que afectara a los funcionarios. La recepción del mensaje pudo calar más o menos, pero a Marisol le gustó el discurso y empezó a cambiar su percepción sobre Pablo Víctor. Si una virtud tenía esa persona es que siempre iba de frente.

El resto de la mañana transcurrió en calma, departiendo con el personal sobre algunos de los asuntos que iba repasando. Llegadas las tres salió disparado para ir a su casa a cambiarse de ropa para coger el tren a San Sebastián. Apenas le quedaba nada allí, más allá de los recuerdos, pero aprovechó que el viernes 8 de diciembre volvía a ser festivo para ir a por su añorada Harley-Davidson. Cuando apagaba la luz de su despacho se presentó Marisol para pedirle disculpas por su comportamiento de la mañana. Estaba pasando una mala racha y no se encontraba bien. Esa fue su endeble justificación. Sabía que no había sido muy amable con Pablo Víctor y él no tenía la culpa de lo que le pasaba. Parecía querer arrimarse a un hombro, aunque fuera desconocido, para desahogarse, contando lo que le ocurría, pero no era el momento propicio y se conformó con disculparse. Pablo Víctor no le dio importancia y le dijo que no tenía por qué. Que no se preocupara. Ya tendrían tiempo de hablar distendidamente, pues pensaba quedarse mucho tiempo en Valencia. El rumbo iba enderezándose poco a poco sin necesidad de girar el timón.

Dos horas después salía de casa en dirección a la estació del Nord. En el portal se cruzó con una simpática niña que acababa de bajar del autobús del colegio. Portaba a cuestas una mochila con la que a duras penas podía, pero lucía una sonrisa descomunal, síntoma claro de que empezaba unas minivacaciones hasta el lunes siguiente. Más adelante supo que esa sonrisa era intrínseca y genéticamente natural. Su desparpajo sí lo descubrió en ese mismo instante. Con tan solo nueve años hablaba por los codos, aunque era la primera vez que se veían.

—Hola. ¿Tú eres Pablo Víctor, verdad? Nuestro nuevo vecino —le lanzó de buenas a primeras.

La deducción podía ser lógica. En un edificio de tan pocos vecinos una persona nueva siempre llamaba la atención. Pero también pensó que solo llevaba allí desde el lunes por la noche y no conocía a nadie salvo a Esperanza.

—Sí —contestó sorprendido. No artículo más palabras, pero tampoco le dio opción la niña, que continuó hablando.

—Me alegro mucho de que hayas alquilado el ático. Así podremos hacernos amigos y podré subir a tocar el piano. Don Calixto me daba clases, pero meses antes de morir mi madre me desapuntó. Me gustaba mucho tocar y lo echo de menos.

—Claro, claro, puedes subir cuando quieras, si tu madre te deja, por supuesto. Por cierto, ¿cómo te llamas?

—Oh, muchísimas gracias. Qué ilusión. Yo me llamo Espe, como mi madre. Encantada de conocerte. Bueno, hasta otro día —desapareció corriendo escaleras arriba, eufórica y vigorosa sin que pareciera pesarle la mochila. Pablo Víctor apenas tuvo tiempo de reaccionar y solo alcanzó a soltar un timorato hasta pronto. Luego, pensativo, de camino a la estación se preguntaba si sería hija de Esperanza. Se había hecho a la idea de que vivía sola, pues no le había mencionado que tuviera hijos. Es más, le había dicho que si alguna vez tenía un hijo le pondría el nombre de su padre. Le chocó, ya que se estaba ilusionando con una mujer de la que no sabía nada y en su subconsciente había fabricado que era soltera y sin hijos. Recapacitó y albergó la posibilidad cierta de que fuera su hija y hasta estuviera casada. Aunque era cierto que había mencionado a su madre y no a su padre. Empezó a hacer cábalas. Siempre precipitándose, sin contemplar que podía ser hija de otros vecinos. Puede que el mismo nombre fuera solo casualidad. No saldría de dudas hasta su vuelta, pero no podía quitarse de la cabeza a la dichosa niña de trenzas con uniforme de colegiala.

Fue frente a la estació del Nord cuando su pensamiento se centró en otra cosa. Le fascinó ese edificio modernista con una fachada descomunal y lleno de detalles ornamentales que rememoraban la afamada agricultura valenciana con motivos de naranjas y flores de azahar. Alzó la vista y visionó como la parte central era culminada con un águila, símbolo de la velocidad y le hizo reflexionar sobre la rapidez con que habitualmente tomaba sus decisiones. Ya en su interior contempló más maravillado todavía la ornamentación con cerámicas vidriadas y mosaicos. Muestra insigne del trencadís valenciano. El acogedor vestíbulo combinaba madera, cristal y mármol, fusionando calidez, transparencia y brillo. Ese año se cumplía su centenario y durante un siglo millones de pasajeros habrían pasado por debajo del zócalo del vestíbulo con la leyenda «Buen viaje». Pablo Víctor era uno más de tantos de los que iniciaban un nuevo viaje. El trayecto era largo y pesado hasta San Sebastián. Ocho horas y media con trasbordo incluido era demasiado pesado, por lo que prefirió tomar el AVE a Madrid y pasar la noche allí, para salir al día siguiente temprano hacia San Sebastián. Anduvo perdido buscando en el panel la vía con destino a la capital pero no la encontraba. No era posible. Nervioso, preguntó en la ventanilla de información dónde le aclararon su imperdonable despiste. El tren no partía de esa estación sino de la de Joaquín Sorolla.

Presuroso, cogió una lanzadera que le llevara hasta la estación correcta. Justo un minuto antes de oír el pitido del maquinista que avisaba del arranque se sentaba sudoroso en su asiento. Aplacados los nervios, con el vaivén del tren, en pocos minutos quedó sumido en un profundo sueño.

A la llegada a la estación de Atocha lo inundaron de abrazos y besos interminables. Sus padres habían accedido a encontrarse con él para pasar unas horas juntos. Era la única manera. Después de tanto tiempo su padre no pudo oponerse a los deseos irrefrenables de su madre y cogieron el tren de Santiago. No hizo falta que su mujer le insistiera mucho, pues en el fondo él también tenía ganas de ver a su benjamín. No se lo pensaron y, aceptando la propuesta que les hizo su hijo esa misma mañana, emprendieron el camino.

Cenaron en un pequeño restaurante cerca de la estación y su madre lo puso al día de innumerables detalles, insignificantes para él. Pablo Víctor, como era de esperar, contó justo lo imprescindible. Era de las pocas cosas en las que se parecía a su padre. Ambos eran parcos en palabras e introvertidos. En eso no había sacado el carácter de su madre. No es que estuviera orgulloso de haber heredado el carácter de su padre en ese aspecto, pero sí de compartir el sentido de la responsabilidad que le había inculcado y de la máxima de que la honradez debía ser su bandera por encima de todo. Ninguno de sus padres comprendía la decisión repentina de trasladarse a Valencia, pero lo vieron distinto. Parecía, si no feliz, al menos sí entusiasmado con el cambio, y eso era suficiente para que se despreocuparan. Les hubiera gustado pasar el fin de semana junto a su hijo, pero este tenía la ruta bien marcada. Al día siguiente partía para San Sebastián. Ellos decidieron quedarse hasta el domingo disfrutando de Madrid. Se despidieron de su hijo en la puerta de un modesto apartamento de alquiler y a las doce de la noche, con los ojos nublados de gotas de felicidad, les dio la espalda a sus queridos padres.

La playa de la última locura

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