Читать книгу La playa de la última locura - Juan Esteban Gascó - Страница 12

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Capítulo 11

«No es necesario apresurarse. No es necesario brillar. No es necesario ser más que uno mismo. Todos iremos al paraíso y Van Dyck se haya con nosotros: en otras palabras, qué agradable le parecía a uno la vida, qué dulces sus recompensas, que trivial aquel rencor o aquella queja, qué admirable la amistad y la compañía de la gente de su propia especie…

El gato sin cola es un animal extraño. Qué curioso lo que lo cambia a uno una cola.

La belleza del mundo que pronto perecerá tiene dos filos, uno de risa, otro de angustia, partiendo el corazón en dos.

Y pensé en las puertas cerradas de la biblioteca; y pensé en lo desagradable que era que lo dejaran a uno fuera; y pensé que quizás era peor que le encerraran a uno dentro; y tras pensar en la seguridad y la prosperidad de que disfrutaba un sexo y la pobreza y la inseguridad que achacaban al otro y el efecto en la mente del escritor de la tradición y la falta de tradición, pensé finalmente que iba siendo hora de arrollar la piel arrugada del día, con sus razonamientos y sus impresiones, su cólera y su risa, y de echarla en el seto. Un millar de estrellas relampagueaban por los desiertos azules del cielo. Se sentía uno solo en medio de una sociedad inescrutable.

No solo cesan el esforzarse y el luchar, sino también el odio y la amargura. No necesito odiar a ningún hombre; no puede herirme. No necesito halagar a ningún hombre; no tiene nada que darme.

La vida es un sueño. El despertar es lo que nos mata».

Pablo Víctor quedó desencajado. Leyó el escrito varias veces pero no acertaba a descifrar su significado. A media mañana el inspector Nápoles contactó con él, tal y como le había sugerido si descubría algún dato relevante sobre la muerte, para anunciarle que habían encontrado una hoja manuscrita en uno de los bolsillos del abrigo. La escritura se había difuminado por el contacto con el agua y resultaba complicado recomponer el texto, pero finalmente consiguieron darle forma. El inspector hizo una fotografía con su móvil y se la envió por wasap, pero se veía borrosa. Así que transcribió el texto y lo mandó mecanografiado para que el juez pudiera leerlo sin dificultad. Tras repasarlo concienzudamente llamó al inspector.

—No entiendo el motivo por el que ahora dice que es evidente que se trata de un suicidio. Que se haya encontrado una nota no significa nada. Además, después de leerla varias veces sigo pensando que no es concluyente para determinar con fiabilidad que se trata de un suicidio.

—Cierto es que no se trata de una carta de despedida clara y concisa, pero hay frases que apuntan a ello. Escucha las que he subrayado: «Todos iremos al paraíso»; «Qué agradable le parecía a uno la vida»; «Pensé finalmente que iba siendo hora de arrollar la piel arrugada del día»; «No solo cesan el esforzarme y el luchar» y por último, «La vida es un sueño. El despertar es lo que nos mata». No me negarás que se está refiriendo al hecho de quitarse la vida.

—No me negará usted que las frases son cuanto menos ambiguas, y caben muchas interpretaciones al respecto. Me cuesta admitir que se trate de una carta de suicidio. Sigo albergando serias dudas de que lo sea. Por cierto, en la primera foto que me ha enviado con el texto original aparece a pie de página una rúbrica, si bien la fotografía se corta y no se puede apreciar si debajo consta algún nombre. En el texto traducido no figura firma alguna.

—Efectivamente, hay un garabato que podemos aceptar como rúbrica. Aparentemente es sencilla, infantil, diría yo. Son unos trazos ascendentes y descendentes oblicuos en forma de dientes de sierra. Suponemos que es la firma de la suicida, pero no figura nombre alguno debajo. Además, como te dije, no encontramos ningún documento de identidad de la difunta con el que poder cotejar si coincide con su firma. He visto de todo tipo, pero esta es tan básica —Pablo Víctor se sintió aludido, pero no quiso interrumpirle—. Podría ser un rayón o incluso una prueba para ver si el bolígrafo funcionaba, habida cuenta su trazado. He pensado en cualquier posibilidad, pero lo que es indudable es que está al final del texto. En consecuencia, todo apunta a que es la rúbrica de la fallecida. Lo que me inquieta es un dato que no me cuadra. En algunos párrafos habla en género masculino y tratándose de una mujer… es desconcertante. Viendo la redacción casi poética podría ser una alegoría o qué se yo. En fin, cuando descubramos de quién se trata será fácil determinar con una prueba caligráfica si la escritura coincide con la de la propia difunta.

—Coincido con usted en que eso nos ayudará. Imagino que ya se habrá puesto manos a la obra, pero por si acaso no estaría de más que comprobara las denuncias de las últimas semanas sobre personas desaparecidas.

—Estamos en ello —contestó algo fastidiado por la observación, después de toser secamente y pegar otra calada a su cigarrillo—. En cuanto tengamos el informe de la autopsia que determine el día de la muerte interrogaremos también a los camareros de los restaurantes cercanos al lugar donde encontramos el cadáver por si vieron algo sospechoso que atrajera su atención. No te preocupes. Puedes estar tranquilo que por mi parte pondré toda la carne en el asador para averiguar si se trata de un crimen, pero mi intuición de sabueso me dice que es claramente un suicidio. Respecto a tu apreciación de que no pudo ser un suicidio porque tenía los bolsillos cargados de piedras y las manos atadas, te diré que lo de las piedras tiene una explicación lógica, y era favorecer que la muerte fuera más rápida y segura. En cuanto a lo de las manos atadas es innegable que intervino otra persona pero eso no nos conduce irremediablemente a que la asesinaran y luego la ataran para lanzarla al agua, sino que fue auxiliada por alguien para suicidarse. No es necesario que te recuerde que en derecho penal existe el delito de auxilio o cooperación al suicidio.

Pablo Víctor, reflexivo, se quedó callado unos segundos. No contestó. Solo era capaz de imaginar a la mujer ahogándose. En su mente se reproducía la inmersión. Una muerte trágica, notando poco a poco como le faltaba el aire hasta la expiración definitiva. Sintió la asfixia en sus propios pulmones hasta quedar conmocionado.

—¿Me escuchas? ¿Estás ahí? —repitió el inspector varias veces, elevando el tono de voz cada vez más. Se disponía a colgar cuando por fin oyó una voz que parecía de ultratumba.

—Perdone, he tenido un lapsus mental. No me encuentro demasiado bien. La noche ha sido larga y dura y no he descansado nada. Voy a darme un paseo que me ayude a despejarme. Si hay noticias nuevas avíseme, por favor.

—Deberías intentar dormir un poco y desconectar del caso. Te sentará bien. La investigación lleva su propio ritmo y no conviene acelerarlo. No debes agobiarte —el inspector Nápoles pronunció las palabras sin mucho convencimiento. Sabía que el caso había impresionado sobremanera al juez y que este parecía mostrar demasiado interés en el asunto. Carraspeó fuertemente y continuó—: No dudes de que si hay alguna novedad importante te llamaré —colgó el teléfono móvil y mientras le traían la cuenta del café, terminó de fumarse el cigarrillo apurándolo al máximo hasta dejar únicamente el filtro. Apagó la colilla en el cenicero y suspiró jadeante, pensando que este juez, si bien le gustaba su manera de actuar, iba a resultar agotador.

—Dígame —contestó Pablo Víctor un instante después sin dejar que el teléfono sonara más de una vez, suponiendo que al inspector se le había olvidado comunicarle algo.

—Hola, soy Marisol. Solo llamaba para ver cómo te encuentras —Nápoles no era la única persona que había percibido el estado de preocupación del juez. Cuando volvían al juzgado de guardia notó que Pablo Víctor se involucraba en demasía en el caso, cosa a la que no estaba acostumbrada con sus predecesores, y por otro lado tenía la sensación de que el juez por momentos parecía ausente, como si estuviera en otro lugar. Era inquietante.

—Bien, bien —mintió involuntariamente—. Y tú, ¿qué tal estás?

—La verdad es que no podía dormir, así que he aprovechado para venir al centro a hacer unas compras navideñas.

—Estamos los dos igual, entonces. Yo tampoco he dormido nada, bueno, la verdad es que ni siquiera lo he intentado. No paro de devanarme los sesos con el asunto de la mujer ahogada. He estado hablando con el inspector Nápoles y tenemos puntos de vista distintos. Sé que es muy precipitado sacar conclusiones, pero me gustaría saber tu opinión. ¿Qué te parece si me acerco donde estés y nos tomamos un café? De hecho, iba a salir a dar una vuelta.

—Por mí estupendo. Si quieres quedamos dentro de media hora. Así termino de comprar y a ti te da tiempo a llegar hasta aquí. Si no te importa, claro. Podemos quedar en el mercado de Colón. ¿Sabes dónde está?

Pablo Víctor no había oído hablar de este, pero con las explicaciones de Marisol y preguntando a algún transeúnte no le fue difícil encontrarlo y en veinte minutos se plantó en la puerta que daba a la calle Jorge Juan. Mientras esperaba no dejaba de alucinar boquiabierto con la extraordinaria belleza de su singular arquitectura. Su madre le había hablado maravillas del Mercado Central y cuando lo visitó pensó que se había quedado corta en sus alabanzas, pero no entendía como no le había mencionado la existencia del mercado de Colón. Cuando Marisol lo citó esperaba encontrarse con un mercado tradicional de venta de productos alimenticios y no con una verdadera obra de arte arquitectónica dedicada ahora a locales de hostelería. Su característico color rojizo le dotaba de una variante constructiva fuera de lo común y el diseño policromado de la puerta por donde entró era de una riqueza sin igual. La utilización del hierro en su cubierta le atrajo considerablemente y no se cansó de mirar hacia arriba, anonadado. Si la estació del Nord le pareció un fiel reflejo del modernismo, el mercado de Colón no le andaba a la zaga. Tenían en común la utilización del trencadís. Para un admirador de Gaudí, y de toda la corriente artística modernista, como él era, el mercado de Colón le pareció uno de sus máximos exponentes. Si bien en la época de su edificación, ciento un años atrás, no lo consideraron como tal, este elemento constructivo del ensanche de Valencia supuso el colofón a la grandiosa y preciosista proliferación de innumerables edificios en la ciudad construidos por la burguesía valenciana. En sus paseos por Valencia, Pablo Víctor no dejaba de asombrarse contemplando el señorío de sus calles, jalonadas por casas de estilo modernista, pero no esperaba descubrir una muestra tan impactante como la del mercado de Colón. Mientras le caía la baba mirando la parte superior de la puerta apareció por detrás Marisol. Al oír su nombre se giró y no pudo evitar exclamar.

—¿No es extraordinario? Esta ciudad no deja de sorprenderme a cada paso que doy.

—Sí, es una preciosidad. Fue un gran acierto que decidieran restaurarlo y recuperarlo para el disfrute de los ciudadanos, aunque apenas funcione ya como mercado. ¿Sabes que el afamado arquitecto Norman Foster quedó fascinado cuando lo visitó?

—No me extraña en absoluto. Es muy peculiar. A partir de ahora lo voy a incluir en punto obligado de visita de mis rutas cuando salgo a andar. Ha sido un acierto que nos citáramos aquí. Es impresionante. Pero sentémonos a tomar algo.

En su interior, Pablo Víctor siguió disfrutando de la luminosidad y amplitud que ofrecía la distribución de las cafeterías dispuestas en espacios abiertos en los laterales del mercado. Sus terrazas estaban concurridas y cualquiera de ellas le atraía para tomar algo, pero se percató de que había una horchatería tradicional y sugirió que se sentaran allí. Tenía previsto acercarse un día a Alboraya, la cuna de la horchata, para degustar la auténtica y tradicional bebida de chufa, pero no desperdició la ocasión de tomarla ese día acompañada de unos deliciosos fartons artesanos. El ambiente que les rodeaba invitaba a la relajación y por unos instantes se olvidó del motivo que le había llevado hasta allí. Fue entonces cuando agradeció a Marisol que hubiera accedido a quedar con él.

—No tienes idea de lo que un momento tan insignificante como pueda parecer este supone para mí. A veces me siento muy solo y valoro mucho el poder conversar con alguien con quien me siento a gusto. Y contigo lo estoy a pesar de que nos conocemos poco y nuestro primer encuentro no fue para enmarcar.

Marisol no esperaba una confesión así de buenas a primeras y no supo qué decir en principio. Sintió ganas de abrirse y destripar lo que a ella le estaba ocurriendo, pero frenó sus ansias por prudencia. Nadie mejor que ella en esta etapa de su vida podía comprender sus palabras. Soledad, como su verdadero nombre, aunque se hiciera llamar Marisol. Eso era lo que realmente sentía ella.

—Es normal —acertó a decir después de tomar un trago de horchata—. Acabas de llegar a una ciudad donde no conoces a nadie. Apenas llevas dos semanas aquí.

—Te equivocas —le cortó abruptamente—. Vine a Valencia para darle un vuelco a mi vida y realmente aquí me siento feliz. Cierto es que llevo poco tiempo y que el trabajo me ha absorbido tanto que no he entablado relaciones amistosas, pero la soledad la llevo arrastrando desde hace cuatro años. Desde que una dramática circunstancia cambió el devenir de mi feliz existencia. Bueno, una no. Fueron dos mazazos que sobrevinieron seguidos y por los que me hundí.

Marisol estaba expectante. Le resultaba raro que Pablo Víctor la hubiera elegido para desahogarse, pero comprendió que necesitaba hacerlo. Sabía que todos debemos verbalizar nuestros sentimientos para descargar el peso que recae sobre nuestra conciencia cuando algo nos martiriza. Puso cara de estar ahí para lo que hiciera falta y le dejó que se explayase.

—Todo comenzó una Nochevieja de 2008 en Palma de Mallorca. Hacía unos meses que había tomado posesión de mi primer destino como juez y eran mis primeras Navidades fuera de casa. Fui con un compañero y sus amigos a escuchar las doce campanadas en la plaza donde está ubicado el Ayuntamiento. Un edificio para enamorarse, bueno, como toda la isla —apuntó nostálgico—. Ay, ese casco antiguo de la ciudad con sus callejuelas llenas de palaciegas casas con sus hermosos patios en cada rincón —a Pablo Víctor se le erizaba el bello rememorando vivencias—. Valencia me recuerda a Palma. Sin duda, hay raíces históricas que las asemeja. Bueno, me estoy desviando de lo que quería contarte. Como te decía, el artesonado del ayuntamiento, como el de muchos techos de edificios que casi se besaban con los de enfrente, eran para enamorarse, y allí me enamoré. Cuando me comí la última uva noté como un chorro de cava me salpicaba la espalda. Me giré y allí me encontré una sonrisa traviesa e inocente al mismo tiempo. Yo que me había dado la vuelta con la intención de reprender a quien había agitado la botella dejando escapar el espumoso, al verla me quedé sin aliento. Ella se abalanzó sobre mí, me dio la botella y rodeando mi nuca con sus dos manos me dio un dulce beso en la boca y me deseo feliz año nuevo. Atónito, no fui capaz de reaccionar. Me cogió de la mano, y ya no nos separamos. Jamás. En una mano ella y en la otra una botella, qué más podía pedir. Fue una noche inolvidable bailando al son de la música de la orquesta que tocaba en la plaza —suspiró emocionado con los ojos brillantes—. Una felicidad inconmensurable. Un año después en el mismo lugar y a la misma hora con la plaza abarrotada, como si estuviéramos solos y nada ni nadie nos importara en este mundo, le pedí que se casara conmigo. Seis meses después la novia más guapa y radiante del planeta subía al altar en la catedral de San Sebastián, de donde era ella. Le hacía ilusión casarse en su ciudad y festejar el convite en el majestuoso hotel María Cristina. El dispendio económico mereció la pena por ver a mi mujer tan dichosa. Tengo presente la enorme y lujosa suite nupcial como si estuviera allí ahora mismo. Tras la boda pasamos una maravillosa luna de miel en Lanzarote, donde disfrutamos de nuestra pasión por el surf, y al finalizar regresamos a Palma. Allí vivimos unos años maravillosos, justo hasta un mes antes de que naciera nuestra hija, momento en el que decidimos volver a San Sebastián para estar cerca de su madre —Pablo Víctor recordó la áspera despedida de su suegra cuando fue a verla antes de partir definitivamente para Valencia.

Marisol atendía sin pestañear, viendo como Pablo Víctor destilaba puro amor evocando su añorado pasado. Por momentos asomaba la empatía y se veía identificada recordando su no muy lejana felicidad. Pero esperaba el dramático desenlace. Más que intuir, tenía la certeza de que el matrimonio de Pablo Víctor no había acabado bien. Eso era más que evidente, pero no contaba con que hubiera una hija de por medio. Quizás esa fuera la verdadera causa de su desazón. El verse alejado de su niña. Pero el juez había cogido carrerilla y sabía que no debía esperar mucho para conocer que ocurrió al final.

—Año y medio después —Pablo Víctor tragó saliva. No era capaz de articular palabra. Apretaba con fuerza y rabia la mandíbula y su rostro rígido se tensaba. Se armó de valor y prosiguió—, mi querida Albuchi se ahogó en la playa de la Concha —no derramó ni una sola lágrima mientras relataba la tragedia, al contrario que Marisol, que no esperaba ese fatal desenlace y no pudo reprimir el llanto. Lo único que se le ocurrió fue cogerle de la mano, pues no pudo ofrecerle palabras de consuelo. A Pablo Víctor se le apareció la imagen de una niña jugando, cantando, riendo…Viviendo. Había sido su mayor motivo de felicidad y paradójicamente su mayor motivo de desgracia. Sacó de su cartera la fotografía que había guardado durante tanto tiempo en su caja metálica de galletas y se la enseñó a Marisol. Una preciosa criatura sentada en la arena junto a su madre, de la que era su vivo retrato, disfrutaban de un espléndido día soleado. Del último día de Albuchi. Marisol pensó en sus pequeños de tres y cinco años y un escalofrío recorrió su espina dorsal. Asintió con los ojos cerrados al escuchar que no hay nada peor en la vida que la muerte de un hijo. Sintió lástima y compasión, pero permaneció callada. Apretó con fuerza las manos de Pablo Víctor y le dejó continuar—: Ese aciago día mi mujer Alba y unas amigas tomaban el sol en la playa mientras mi hija y otros niños jugaban en la orilla. En un descuido, sin que nadie se percatara, mi Albuchi se metió en el agua y en un santiamén las indomables olas del mar se la llevaron consigo para siempre. A partir de ahí la desolación fue mi compañera de viaje. Estaba totalmente destrozado. Nada ni nadie podía devolvérmela. Pero peor era lo de mi esposa. A ella se le sumaba el sentimiento de culpabilidad. No podía quitarse de la cabeza que había muerto por no estar atenta. Por su culpa. Yo trataba de hacerle ver que había sido un accidente, que se trataba de una fatalidad y que ella no tenía nada que ver. Podía haberme pasado a mí. ¿Cómo te hubieras comportado conmigo?, le decía. Debíamos ser fuertes y apoyarnos el uno al otro. Era lo único que nos quedaba. A nosotros mismos. Pero ella no lo pudo resistir y una semana después fue a reunirse con nuestra pequeña en el abismo. Una excelente nadadora como ella se metió mar adentro hasta que debieron faltarle las fuerzas y sucumbió. Ahora sus cenizas navegan juntas y yo me he quedado en la más absoluta soledad. A veces me siento como un traidor por no haber ido a reunirme con ellas. Ni en mis peores momentos de desvarío se me pasó por la cabeza la idea del suicidio y eso me hace sentirme a menudo cobarde y miserable. Ellas eran toda mi vida. Y sin embargo aquí estoy yo en busca de una nueva vida. Y lo más gracioso de todo es que si después de cuatro años me he decidido a emprender este nuevo camino es siguiendo los deseos de Alba. Ella me lo pidió. Me ha costado mucho, o quizás demasiado poco, según se mire, pero esa fue la razón por la que vine a Valencia. Si no para olvidar, sí para resucitar.

Marisol comprendió de inmediato el motivo por el que el juez reaccionó de esa manera al ver a la mujer ahogada. Debieron revolvérsele las entrañas rememorando su pasado. Todo empezaba a cobrar forma.

—Ahora ya sabes la razón de mis noches de insomnio. No era mi intención contarte nada de esto. Simplemente quería quedar contigo para cambiar impresiones sobre la mujer ahogada descubierta esta mañana. No sé, es posible que una cosa me haya llevado a la otra. La verdad es que la muerte me obsesiona. Yo mejor que nadie debería comprender que alguien tenga motivos para suicidarse, pero por más que lo intento no logro entenderlo. La vida, a pesar de los duros golpes que a veces recibimos, es lo más preciado que tenemos. Desde mi posición de juez soy implacable con aquellas personas que han cometido un homicidio. No hay nada más reprobable. Por ello, además de resistirme a creer que alguien quiera acabar con su vida por propia voluntad, me exijo a mí mismo el llevar hasta el último extremo las averiguaciones y así tener la certeza de que no se trata de un suicidio. Y si se trata de un homicidio o un asesinato, dejarme la piel para investigar quién ha sido el autor. Con el asunto de esta mañana ha rebrotado en mí esa sensación y no puedo descansar en paz pensando que hay un culpable detrás. ¿Te pasa a ti lo mismo? ¿No podías dormir por eso?

—No, qué va —dijo un poco azorada—, no tiene nada que ver. Pensarás que soy una insensible pero más allá de la repugnancia que me ha provocado ver el cadáver la realidad es que personalmente me resulta indiferente si se trata de un suicidio o de un asesinato. Mis motivos son otros muy distintos pero se ha hecho tarde y tengo que marcharme. Me gustaría contártelo con calma otro día con más tiempo. Creo que me hará bien abrirte mi corazón. En cuanto al suicidio tengo mi propia opinión. Tan solo te diré que en algún momento de debilidad y desesperación se me ha pasado por la cabeza quitarme la vida.

La playa de la última locura

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