Читать книгу La playa de la última locura - Juan Esteban Gascó - Страница 7
ОглавлениеCapítulo 6
—Visto para sentencia. —Tras pronunciar la frase el juez del Juzgado de Primera Instancia número 7 de San Sebastián, abandonó la sala de vistas y se dirigió con celeridad al despacho de la juez decana.
—Egun on, Ainhoa. Perdona por el retraso. Tenía varios señalamientos esta mañana y el último juicio se ha demorado un poco más de lo previsto. Sé que se ha hecho muy tarde, pero tengo especial interés en hablar contigo hoy mismo.
— Egun on, Pablo Víctor. No te preocupes, me lo he imaginado. ¿Qué es eso tan urgente que me quieres comentar? Te noto estresado.
—¿Recuerdas que hace unos meses te dije que iba a concursar para trasladarme a una plaza vacante de un juzgado de Santiago de Compostela¿ Pues bien, me la han concedido, pero hay un grave problema. Siéntate, por favor, para escuchar lo que te voy a decir. He cambiado de idea y me quiero ir a Valencia. Y por eso necesito tu ayuda.
La decana le miró incrédula. No entendía absolutamente nada.
—¿A qué viene esto ahora? Querías volver a casa para estar cerca de tu familia y cuando lo consigues te echas atrás. ¿Cuándo has cambiado de parecer? —preguntó enérgicamente.
—El sábado por la mañana —masculló con voz temerosa pero imperturbable—. Días atrás me enteré de que el juez de instrucción número 2 de Valencia había fallecido de un infarto hacía unas semanas y que su plaza no había sido cubierta de momento. Así que ni corto ni perezoso cogí la moto y me fui a pasar el fin de semana a Valencia. He vuelto prendado de la ciudad y tengo claro que quiero irme allí. Y cuanto antes… si es posible, claro —matizó con un tono más respetuoso.
—¿Este sábado? ¿Hace dos días? ¡Eso es una locura! ¿No te das cuenta de que es una auténtica barbaridad? No comprendo como una persona como tú, tan sensata y ecuánime, a veces puede ser tan irreflexiva. Tus sentencias son modélicas y tienen un índice bajísimo de apelaciones por su acertada y minuciosa fundamentación. Sin embargo, a veces me desconciertas. Sé que estás pasando por una etapa difícil a nivel personal pero eso no debe ser óbice para tomar decisiones tan a la ligera. Sinceramente, era una buena elección lo de volver a Santiago. Allí arropado por tu familia te sentirás mejor. Anda, vamos a comer y comentamos la situación detenidamente. Creo que necesitas algo de sosiego y una voz amiga que te aconseje adecuadamente.
—Ainhoa, sabes que cuando se me mete una cosa en la cabeza no hay quien me haga dar marcha atrás. Estoy convencido de querer irme a Valencia, pero necesito tu intermediación.
La juez decana se percató de que era inútil tratar de persuadirle. No obstante, hizo un último intento.
—Si no he entendido mal me has dicho que se trataba de un juzgado de instrucción y tú me comentaste que no querías volver a instruir causas penales nunca más.
Pablo Víctor le cortó con aplomo, sin dejarle continuar.
—No insistas. Soy consciente de que se trata de un tránsito radical en mi vida, pero lo necesito. Debo romper con el pasado y hacer frente al futuro sin temor a nada. Es una gran oportunidad. Tienes que ayudarme. Te lo pido por favor. Te lo ruego. Te lo suplico.
Ainhoa asintió circunspecta, pensando cuánto se equivocaba, pero accedió a la petición.
—No será fácil, lo sabes. Desde que me sustituiste y ocupaste mi plaza hace cuatro años te tengo mucho aprecio profesional y personal. Dejé mi antiguo juzgado en buenas manos y la transición me facilitó las cosas para dedicarme de lleno a mi nueva tarea en el Decanato. Siento que este vínculo tan fuerte que se creó entre nosotros y que ha continuado durante años se vaya a romper, pero tranquilo, que haré todo lo posible por ayudarte.
—Muchas gracias, te estaré eternamente agradecido. No quiero entretenerte más. Espero tener noticias cuanto antes. Ya conoces mi impaciencia. Agur.
—Buena suerte.
La moneda pareció caer del lado de la buena suerte y las noticias no se hicieron esperar. Al día siguiente la juez decana movió los hilos pertinentes del Poder Judicial y tuvo una conversación telefónica con su homólogo de Valencia para allanar el camino. Al siguiente lunes, salvados los obstáculos burocráticos, entre ambos buscaron y hallaron la solución a la contingencia. Pablo Víctor no podía obtener la titularidad de la plaza vacante, ya que para ello debían transgredir la legalidad del proceso de asignación, pero dispusieron que podría ocuparla durante un año en comisión de servicios. El juzgado no podía seguir funcionando sin su cabeza, cargando a la juez del número 3 con sus labores de auxilio judicial como estaba haciendo hasta la fecha. Los expedientes judiciales se iban amontonando sin resolverse y necesitaban encontrar una salida airosa y urgente para la buena marcha del juzgado. El magnífico currículo de Pablo Víctor era lo suficientemente meritorio, lo cual, aderezado por el favor y la insistencia de su decana, hizo que resultara mucho más factible el nombramiento. En la primera semana de diciembre, a lo sumo en la segunda, se produciría la incorporación a la nueva sede judicial. Pablo Víctor no cabía en sí mismo de tanta satisfacción. Cierto es que se iba en comisión de servicios y por un periodo de un año, pero en ese tiempo podían pasar tantas cosas. Estaba exultante y ansioso por que llegara la fecha señalada.
El martes cinco de diciembre, un mes después desde que fuera a Valencia, se tenía que presentar en el juzgado para iniciar su nueva andadura. Pero antes debía poner muchas cosas en orden. Lo primero, comunicárselo a su familia. Iba a suponer un jarro de agua fría para sus padres, que esperaban tenerlo de vuelta después de tantos años, tal y como les había prometido. Aunque quiso hacerlo personalmente no tenía tiempo para visitarlos. Tuvo que ser portador de malas noticias por teléfono. Pero unos padres, aunque no comprendan, siempre perdonan. La Navidad estaba cerca y podía ser una fecha propicia para explicarse y que le entendieran. Tenía tantas ganas de verlos. De abrazarles estrechamente y con efusividad. No harían falta muchas más palabras. Inmediatamente después llamó a Esperanza para que preparara el contrato de arrendamiento con fecha uno de diciembre. La eficaz agente inmobiliaria lo tuvo todo a punto para que pudiera estrenar su nueva casa ese día, aunque fuera el lunes cuatro cuando llegara el nuevo inquilino. El fin de semana lo iba a dedicar a despedidas. Dejaba muy buenos amigos en San Sebastián y correspondía un adiós en condiciones. Después de tres semanas de intenso trabajo, dejando los expedientes al día para que su salida fuera plausible, la loable actitud de sus compañeros bien merecía una invitación a unos pinchos y unas sidras. La noche del viernes disfrutaron comiendo y bebiendo de bar en bar, callejeando por las populosas calles de la parte vieja de la ciudad. Sin duda, era una de las cosas que iba a echar de menos de la Bella Easo. Una de tantas. Su variada y exquisita gastronomía sin igual quedaba revitalizada por el encanto de las encrucijadas, repletas de la algarabía popular de sus gentes. Rieron sin parar toda la noche y también lloraron. Es lo que tienen las despedidas cuando dejas atrás a gente querida y tan solo quedan los recuerdos. El día siguiente fue más formal y menos entrañable pero no exento de emotividad. Ainhoa y sus compañeros de judicatura prepararon una comida en el conocido restaurante de Karlos Arguiñano en la playa de Zarautz. Tampoco olvidaría nunca ese momento y mucho menos la compañía. Unas fotos a pie de playa inmortalizarían la ocasión. Adoraba la costa guipuzcoana, Guetaria, Ondarribia, Zumaia, todo el litoral era digno de admiración. Lo había frecuentado en innumerables ocasiones y no iba a ser la última. No sabía cuándo regresaría, pero su último domingo lo iba a pasar con sus amigos surfistas. Después finalizaría su etapa en el País Vasco, practicando esa gran pasión que le inculcaron en Mallorca y que continuó en Guipúzcoa. Quiso hacerlo en solitario, después de mucho tiempo, sin distracciones, evocando imborrables momentos. Vio jugando a los niños abajo en la playa, anduvo descalzo y mojó sus pies en el agua. Luego en la cresta de la ola surcó el feroz Cantábrico. La arrogancia de ese mar bravío la iba a cambiar por el sereno y cálido Mediterráneo. Quería que la rizada espuma del intrépido oleaje fuera su última sensación. Quiso contemplarla en soledad, enterrando en la arena fría y el agua helada un cuerpo desnudo dentro de un mar que no olvidaría jamás.
Pronto se escondería el sol y estaría solo en la playa. Compungido y liberado a la vez, dejó atrás las últimas acometidas de las olas que parecían venir allende los mares para golpear duramente su corazón y al mismo tiempo acariciar suavemente su piel tan mojada de agua salada.
Iba a ser su última noche. Al día siguiente debía cargar sus pertenencias en la furgoneta para partir. Ya tenía los deberes hechos. Durante su última semana había aprovechado para decir adiós a sus compañeros y amigos. Pero todavía quedaba una visita ineludible. Breve pero intensamente amarga. Tal vez incomprensible para aquellos que se aferran al pasado, pero necesaria y obligatoria. ¿Quién sabe si sería la última vez que se vieran? Por si acaso, un fuerte abrazo lleno de cariño selló la puerta que se cerraba.
Abrió la puerta después de dar unos golpes y retirando la cortinilla de eslabones metálicos entró extrañado, vislumbrando a través del traslúcido cristal que no había nadie en el interior.
—Buenas, ¿se puede pasar? ¿Hay alguien? —llamó. Ante la falta de respuesta se introdujo unos pasos y gritó como si no existiera nadie más en su mundo—: ¿Irina? Soy yo —oyó ruido proveniente de la cocina pero nadie salió a recibirle. Decidió asomarse y un chillido ensordecedor le dio la bienvenida.
—Me has dado un susto de muerte —espetó—. No te esperaba hasta las tres y todavía falta casi una hora.
—Esta noche no he dormido mucho y he madrugado bastante —se excusó—. Por eso he salido antes de lo que tenía previsto. Debía haberte avisado. Lo siento, pero tenía ganas de llegar cuanto antes.
—No importa. Mejor así —respondió contenta, pensando que las ganas de llegar eran para verla a ella—. Tan solo que no tengo la comida preparada todavía. Tendrás que esperar un poco.
—Claro, cómo no, pero no entiendo nada —musitó dubitativo, mirando a su alrededor—. ¿Cómo es posible que no haya nadie a estas horas? Me llamó la atención ver el aparcamiento vacío, pero esperaba ver gente dentro. ¿Ocurre algo?
—Los lunes es nuestro día de descanso y está cerrado al público. Cuando me dijiste ayer que venías a comer, no pude desperdiciar la oportunidad. Tenía ganas de volver a verte y de que respondieras la pregunta que se quedó en el aire la última vez que viniste. Me he tomado la libertad de preparar un steak tartar para dos. No me sale tan rico como a mi hermana pero espero que te guste.
Pablo Víctor se sintió más confundido todavía pero a su vez halagado. En sus planes no entraba perder demasiado tiempo comiendo. Había quedado con Esperanza para que le entregara las llaves de su nueva casa y después tenía que descargar la furgoneta que llevaba cargada hasta arriba, pero no podía hacerle ese feo despreciando la invitación. Se quedaría gustoso el tiempo que hiciera falta a compartir mesa con esa mujer tan encantadora.
El tiempo se les pasó volando. Dos desconocidos se contaron sus vidas sin tapujos, sin ocultar el más mínimo detalle, mientras saboreaban con delectación el steak tartar y un tinto crianza de Rioja, del que dieron buena cuenta. El vino ayudó a un hombre parco en palabras por naturaleza a que se explayara sin reservas. Ambos lo hicieron. Dos historias tristes, diferentes, distantes en el tiempo y en el espacio, apuntaban a un nuevo amanecer todavía por escribir.
Después del postre Irina le cogió la mano y la puso entre las suyas.
—No es necesario que contestes si eres feliz. Ya sé la respuesta —apuntó. Afuera caía agua nieve y la chimenea hacía un rato que se había apagado sin que ninguno de los dos se hubiera percatado. Le agradó comprobar el calor que irradiaba la piel de Pablo Víctor. Lo miró fijamente, sabiendo también la respuesta, y dijo—: Va a nevar. La carretera se va a poner impracticable. Quédate a pasar la noche.
Ante el silencio helado Irina reanudó la conversación
—¿Acaso tienes miedo?
—Yo únicamente tengo miedo a la muerte —contestó categóricamente.
Irina pronunció una frase en ruso.
—«El amor es más fuerte que la muerte y el miedo a la muerte. La vida es sostenida por el amor y avanza solo gracias al amor» –tradujo acto seguido—. Es una cita de Iván Turguénev, un escritor ruso.
Con el corazón desbocado y la mente ardiente, Pablo Víctor apretó con fuerza las manos de Irina sin decir nada. Como un relámpago le vino a la memoria la imagen de Esperanza. Se había citado con ella en unas horas. Siguió callado e indeciso. Confuso. Un golpe de viento contra la ventana rompió el silencio y frenó sus titubeantes ímpetus y deseos. Tragó saliva y masculló.
—Será mejor que me vaya, antes de que empeore la cosa… —tosió y rectificó—, antes de que empeore el tiempo.
Asomada a la ventana vio aterida como la ventisca se llevaba una furgoneta. Apenas se veían dos luces rojas entre la neblina haciéndose cada vez más pequeñas hasta desaparecer por completo en la lejanía. ¿Quién sabía si algún día unas luces blancas alumbrarían el camino de vuelta?
Trescientos kilómetros después y tres horas más tarde la voz de otra mujer recibía a un hombre contrariado.
—Hola, ojos verdes —esta vez el calificativo lo empleó en el saludo en lugar de en la despedida, lo cual hizo cambiar el semblante de un viajero que traía reflejada en la cara la señal de haber recorrido una larga distancia entre el arrepentimiento y la incertidumbre sobre si había actuado correctamente—. ¿O debería dirigirme a usted como su señoría? —matizó con ironía—. Vaya, vaya, que calladito se lo tenía usted. ¿Quién se lo iba a imaginar? Tenías pinta de todo menos de juez.
El sarcástico recibimiento relajó la tensión que acumulaba Pablo Víctor tras el viaje, pero sobre todo tras lo acontecido con Irina. Estar frente a Esperanza le hacía evadirse de preocupaciones. Pero se había retrasado demasiado y no eran horas para entretenerse. Todavía debía subir los trastos a la vivienda. Lo acompañó hasta el ático y le entregó las llaves para que hiciera el honor de abrir la puerta de su nueva casa, de una nueva etapa. Después de hablar amistosamente unos minutos junto al piano se excusó, dejándole con sus quehaceres, y tras darle la bienvenida se despidió con sorna del ilustrísimo señor juez.
Se hizo bastante tarde hasta que quedó completamente instalado. Todos los enseres transportados estaban amontonados y en desorden, como sus ideas, pero la fatiga pudo con él y prefirió continuar al día siguiente. Sin cenar y sin leer se fue a la cama para intentar descansar, aunque sin mucho convencimiento de poder conseguirlo. Era el preludio de otra pertinaz noche de insomnio.