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DEL VINO PAGANO AL CRISTIANO. LOS VISIGODOS
ОглавлениеUna herencia romana: el culto al Liber Pater
Desde su introducción en la Península por los fenicios y griegos, hasta su integración en la agricultura doméstica romana y visigótica el significado del vino tuvo que atravesar una serie de etapas. No cabe ninguna duda de que en sus orígenes el consumo estuvo reservado a ocasiones especiales, con marcado carácter sagrado, festivo e incluso funerario. Aunque no se sabe si sustituyó a alguna otra bebida, los primeros vinos traídos por los fenicios a Gades y Onuba (Huelva) eran para sus consumidores una señal de prestigio social y riqueza, y por eso los bebían en copas de alto valor material y artístico. Los hallazgos de copas en algunos ajuares funerarios demuestran que el vino tenía para los iberos orientalizantes algún significado especial. También hay indicios de que aquí se practicaban actos colectivos, aunque sin llegar al sentido que los griegos daban a sus banquetes o symposion (QUESADA, 1995). Roma exportó no solo su dominio militar sino también su lengua, sus costumbres y su religión. No resulta extraño por tanto que el culto a Baco o Liber Pater, fig. 13 llegase a ser el más extendido en la Hispania Romana, por detrás de Júpiter y Diana (VÁZQUEZ, 1982). Pero más importante es la relación entre el culto a este dios y la viticultura, como parecen atestiguar el ya desaparecido mosaico de Sagunt, que representaba a Baco montado sobre un tigre y rodeado de parras, y las numerosas inscripciones halladas en los alrededores de la misma Sagunt, en Asturica, en Tricio (Rioja), en Itálica y Cástulo (Bética) y en Carthago Nova. En esta última hay una cita a los orgiophatae o sacerdotes de Baco. El caso de Sagunt adquiere un especial relieve, pues se trata de una zona donde la viticultura alcanzó una gran importancia y, aunque los autores clásicos lo trataran con cierto desprecio, no cabe duda que su exportación a Roma fue muy elevada y que todavía se seguía enviando a Italia en el siglo II, momento en que es el único vino hispano del que hay referencias literarias (DEL HOYO, 1990).
fig. 13 Mosaico que representa una procesión en honor a Baco, el dios romano del vino. Museo de Sousse, Túnez.
Nada se sabe del proceso de cristianización de la sociedad hispano-romana ni de cómo el vino fue siendo incorporado a la religión por parte del clero. Lo único que está claro es que la jerarquía civil y eclesiástica de los visigodos lo tenía totalmente asumido.
Los visigodos: una etapa oscura
Al igual que los últimos siglos de la Hispana Romana, la etapa visigoda apenas ha dejado testimonios de su actividad económica. Desde las primeras avalanchas de pueblos germánicos a comienzos del siglo V hasta la desintegración del reino visigodo ante la invasión de los árabes a comienzos del VIII, hay un período de tres siglos que pueden figurar como los más oscuros de toda la historia de España. La parquedad de restos arqueológicos y la poca información que aportan los textos escritos sobre la agricultura es desoladora. Apoyándose en el cuerpo legislativo del Fuero Juzgo visigótico algunos historiadores del XIX, como Manuel Colmeiro, daban por supuesto que el sistema godo supuso un avance de la agricultura por cuanto estableció la libertad de contratos, en sustitución del sistema de trabas odiosas que recordaban la funesta esclavitud del orden curial. Aunque los nuevos dominadores eran más pastores que agricultores, la población autóctona, que siguió siendo de cultura y civilización romana, mantuvo sus prácticas agrícolas y vio defendidos sus cultivos frente a los ganados por medio de leyes que prohibían la entrada de los rebaños en los huertos, las viñas y las mieses, al tiempo que se dictaban prohibiciones específicas de talar viñas y árboles sin permiso (COLMEIRO, 1863). fig. 14
Otros autores se inclinan por pensar que las invasiones germánicas supusieron la destrucción parcial de la agricultura y que la viticultura sufrió especialmente una fuerte regresión por este motivo, apoyándose para ello en los textos que Gregorio de Tours (538-594) escribió refiriéndose a la Galia, en los que dice que “no quedó ni una casa ni una viña” para reflejar el impacto de la invasión, si bien con el transcurso de los años la producción de vino se recuperó y el consumo del mismo se hizo habitual entre la población (GODOY y VILELLA, 1987).
De la lectura de la Lex Visigothorum, esa especie de código jurídico redactado bajo el reinado de Recesvinto y promulgado en el año 654, se deduce que la cultura del vino fue asumida de pleno por los visigodos y que el cultivo de la vid era a mediados del siglo VII uno de los más extendidos y valorados en la Península Ibérica. Así podría deducirse de apartados dedicados en dicha Lex a la propiedad y tenencia de viñas, al vallado y protección de viñedos frente a ganados y ladrones, al tiempo de vendimia, a la facultad de los clérigos para tener viñas propias a fin de atender las necesidades litúrgicas, etc. (GALLEGO, 2000).
Pero fuera de estas referencias jurídicas, los pocos textos que hablan de la vid y el vino en Hispania no permiten extraer grandes conclusiones, más allá de la confirmación de que tanto el cultivo de la vid como el consumo de vino eran prácticas comunes en la sociedad hispánica de aquel período. Manuel Díaz, en su introducción a las Etimologías de San Isidoro de Sevilla, comenta que la agricultura de aquella época seguía estando mayoritariamente en manos de los pobladores autóctonos, no de los visigodos que constituían la clase dirigente, y que los cultivos más importantes eran los cereales (trigo y cebada), seguidos por el olivo y el viñedo, a los que cabría añadir algunas huertas en los valles del Guadalquivir, Ebro y litoral de Valencia. También advierte de que los datos que San Isidoro da sobre cultivos como la vid y el olivo no deben ser utilizados para extraer conclusiones precisas. La verdad es que la obra del obispo de Sevilla es ingente, trata de muchísimos temas y, lógicamente, no puede profundizar ni afinar en casi ninguno de ellos. No obstante, sus referencias al cultivo de la vid, a los tipos de uvas y de vinos, al consumo de bebidas y a las prácticas agrícolas, son tomadas por los historiadores como la fuente principal de información sobre un período en el que no se encuentran otros documentos.
fig. 14 Silvanus, dios pagano de la agricultura portando en una mano una cuchilla de vendimiar (falx) y en la otra uno racimos de uva. Berlín, Pergamon Museum. (Foto Piqueras)
En su apartado sobre las viñas (Etym. XVII, 5. De vitibus) San Isidoro toma prestadas de autores clásicos como Columella, Varrón y Virgilio la mayor parte de las ideas y definiciones. Tras atribuir, como buen cristiano, a Noé el origen de la viticultura y definir cada una de las partes de la vid, establece varias clasificaciones de las variedades en función de su consumo, forma, color, etc. Lo más interesante es la distinción de un primer tipo de uvas suburbanas, llamadas así porque se vendían en las ciudades para comerlas como fruta y tenían como reclamo bonitas formas y colores: purpúrea, por su color; unciaria, por su tamaño; dáctilo, por su forma; rodia y libia, por su origen, etc. También distingue entre uvas tempranas, las procoque, y tardías, como la vennucula y la numisiana, que se conservaban durante todo el invierno.
Otro grupo, mucho más numeroso de uvas, era el de las que se destinaban a la elaboración de vino. Aquí señala en primer lugar la aminea, que daba un vino blanco de primera calidad, seguida por la faecinia, de granos pequeños y piel dura; la apiana o moscatel, que daba vinos dulces; la biturica, que aguantaba bien en zonas de clima lluvioso y ventoso, etc. Un tercer grupo estaba formado por las variedades muy productivas pero poco recomendables por la calidad de su vino, como la viticiona y la syriaca.
Resumiendo a autores anteriores, describe brevemente las principales labores que había que dar a las viñas. Una era descalzar (oblaqueare) o abrir la tierra en torno a la cepa para favorecer el embalsamiento y la retención del agua de lluvia. Otra era podar (putare) o cortar los sarmientos innecesarios. Una tercera era transplantar (traducere) y acodar (propaginare) enterrando en el suelo un sarmiento de la vid para dar origen a una nueva cepa. Las viñas se cavaban con ayuda de ligones (legones) o azadas de hoja muy ancha que removían la tierra sin profundizar mucho.
La elaboración del vino se hacía pisando la uva y estrujándola luego en una prensa (prelum), dejando caer el mosto resultante en un trujal (lacus), desde donde se supone (esto no lo dice San Isidoro) que era luego vertido en toneles y vasijas para su fermentación. Al tratar sobre los tipos de vino y sus derivados, la clasificación dista mucho de ser sistemática. Dice que al vino puro se le llama merum porque no lleva ninguna mezcla; que el vino amineum es lo mismo que vino “sin minio” o blanco; que el sucinacium es un vino amarillento; el roseum un vino rojizo “cum rubore”, etc. Recuerda también, copiando a Plinio o Virgilio, algunos vinos romanos como el falernum de Campania o el gaceum de Palestina, que seguramente ya no existían, y cita algunos vinos curiosos como el honorarium o vino que se ofrecía a los reyes, el crucium o vino áspero que bebían los esclavos, o el saccatum, una especie de aguachirle resultado de mezclar agua con las heces de vino. También habla del defrutum o mosto cocido y de la sapa o vino puesto a hervir y reducido a una tercera parte, que ya habían descrito tanto Varrón como Plinio y Columella, lo que puede significar que San Isidoro copia sin más a los clásicos, o que en España todavía se seguían practicando los métodos de la etapa romana, lo cual no sería nada extraño, ya que el defrutum es, al fin y al cabo, lo mismo que los musulmanes llamaron arrope, término con el que ha llegado a nuestros días.
fig. 15 Escena de un refectorio monacal. La dieta de los monjes incluía al menos una copa de vino en la comida y otra en la cena. Cantigas de Santa María.
La moral cristiana y el protagonismo del vino en la vida eclesiática
Es también al prolífico obispo sevillano a quien debemos las primeras noticias sobre el significado del vino en la religión cristiana, empezando por una curiosa definición del mismo como algo que llena las venas (vena-vino) nada más que se bebe, queriendo dar así a entender que su consumo podía alterar la circulación de la sangre o, como diríamos hoy, que se subía a la cabeza. Aunque admite que algunos (los romanos) lo llamaban lyaeus porque les libraba de las preocupaciones, también recuerda y enfatiza que los antiguos llamaban veneno al vino y recurre a una cita de San Jerónimo, quien para preservar la virginidad escribió: “Las jóvenes deben huir del vino tanto como del veneno, no vaya a ser que, por la ardorosa fogosidad de su edad, beban y perezcan” (Etym. XX, 3. De potu). Es curioso este afán moralizante que mueve a una valoración negativa del vino, mientras que guarda absoluto silencio sobre el carácter sagrado del vino en la liturgia cristiana.
Según otros textos, el vino era objeto de trueque y de limosna. Braulio, según relata en su Epístola 10, escribe a Yactato diciéndole que a cambio del obsequio de harina que éste le había hecho, le corresponde regalándole dos medidas de vino, una de aceite, aceitunas y un modio de ciruelas (DÍAZ, 1982). El vino formaba parte de las limosnas, junto con el aceite y la miel, que Masona, obispo de Mérida en tiempos de Leovogildo, repartía a los pobres de su diócesis.
García Moreno (1986) ha hecho un buen resumen de lo que puede dar de sí el estudio de las reglas monásticas, actas de concilios y otros documentos de la época que hacen referencia a donaciones, herencias, contratos, etc. La Regula Isidori debió ser escrita entre los años 615 y 624, y fue seguida básicamente por una serie de monasterios establecidos en la región de la Bética. De su lectura se desprende que las funciones económicas de aquellos monasterios eran básicamente dos: asegurar el cultivo de cereales y plantar viñas. Las necesidades monacales no debían ser pequeñas, ya que la misma regla isidoriana establece una dieta alimenticia para los monjes integrada por pan, aceite de oliva, verduras, legumbres, algo de carne los domingos y festivos, y nada menos que tres vasos de vino al día, equivalentes a medio litro por persona, salvo en los días de ayuno.
fig. 16 Escenas de la siega y la vendimia en la tierra y el cielo. Tema muy repetido en la pintura medieval. Libro del Beato de Gerona.
La Regla de San Fructuoso, escrita hacia el año 640 y con aplicación a monasterios del noroeste peninsular, sobre todo en Galicia y el Bierzo, establece una dieta mucho más parca y acorde con los productos de la zona: algo de pescado, grasas animales en lugar de aceite de oliva (que aquí no hay) y solo un vaso de vino (1/6 de litro) por monje al día. Esta cantidad, que equivale a un tercio de la ración isidoriana, podría deberse a la escasez de viñas o simplemente a una mayor sobriedad de la regla fructuosiana, pero en todo caso, obligaba a los monasterios a mantener viñas propias. Otra prueba evidente de la importancia que las autoridades civil y eclesiástica daban al viñedo son algunas disposiciones como la dictada por Chindasvinto estableciendo como tiempo de vacaciones para los tribunales de justicia el período comprendido entre el 17 de septiembre y el 18 de octubre, por coincidir con la vendimia. Por su parte la Iglesia, en el Séptimo Concilio de Toledo, al decretar que los obispos sufragáneos pasasen un mes cada año en la capital, ponía como excepción los períodos de siega y vendimia, al objeto de que los obispos pudieran atender más de cerca estas operaciones. La protección de los viñedos estaba recogida en leyes en las que se penaba la destrucción de un viñedo con la entrega de dos por el mismo valor, por considerar que el trabajo de plantar y criar una viña así lo merecía. El vino llegó incluso a ser “moneda” de pago en especies: el Concilio de Tarragona del año 516 estableció la obligación de los clérigos que hubiesen prestado dinero a recibir su pago en vino o trigo. fig. 16
No hay muchas noticias sobre plantaciones, pero sí las suficientes para confirmar que éstas se llevaron a cabo incluso en lugares de clima tan extremo como podía ser la Sierra de Avila, a mil metros de altitud, junto a campos de fresas, o en las tierras de Sobrarbe, en el Alto Aragón, donde el propietario Vicente de Asan poseía algunas viñas. En Placencia (20 km al norte de Huesca) sobre las estribaciones de la Sierra Guara se hizo una plantación de 200 hectáreas (GRACIA, 1986). Las excavaciones arqueológicas, sin embargo, arrojan un pobre balance por el momento. Los restos de una gran villa tardorromana, pero en pleno uso en el siglo VI, encontrados en la actual Dehesa de la Cocosa, a 17 km al sur de Badajoz, contienen abundantes fragmentos de dolia para el almacenaje del vino. En Seròs (Lérida) ha sido descubierta una gran prensa y varias bodegas que almacenaban grandes botas de madera para guardar el vino, aunque se trata de un establecimento fechado ya a comienzos del siglo VIII (GODOY y VILELLA, 1987). También de comienzos del siglo VIII es el famoso pacto establecido en 713 entre Teodomiro, gobernador de Orihuela, y el nuevo señor musulmán Abd Al-Azíz, en el que se estipula que cada hombre libre deberá pagar a los nuevos señores “un dinar, 4 medidas de trigo, 4 de cebada, 4 cántaros de mosto o vinagre, 2 de miel y 1 de aceite”, lo que es un fiel reflejo de la agricultura que en aquellos momentos se practicaba en la región del Bajo Segura (LLOBREGAT, 1973).