Читать книгу La vid y el vino en España - Juan Piqueras - Страница 6

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El presente libro trata básicamente del cultivo de la vid y del comercio del vino en España durante las Edades Antigua y Media, pero no de manera aislada sino en el marco del Mediterráneo y Europa Occidental. Este punto de vista se justifica por tener una herencia vitícola común de origen romano y por formar parte de una red internacional en la que los vinos y las pasas españoles eran mercancía habitual en los mercados no solo de Inglaterra, Alemania y Flandes, sino también de buena parte de Francia e incluso, en el caso de las pasas, de Italia.

La viticultura y, sobre todo, la enología o técnica para transformar el mosto de la uva en vino nacieron en el Medio Oriente, en algún lugar del Cáucaso o de los Montes Zagros, por el tercer milenio antes de Cristo. Desde allí tuvo lugar un proceso de difusión hacia Occidente siguiendo las riberas del Mediterráneo y saltando de isla en isla, gracias entre otros a los comerciantes y colonos fenicios y griegos, quienes lo trajeron hasta las costas de la Península Ibérica en torno al siglo VII a.C.

Una herencia romana

Fueron sin embargo los romanos quienes asumieron la tradición vitícola y le dieron un sentido social, cultural y religioso más o menos uniforme en todos los territorios de su Imperio, especialmente en la mitad occidental, la misma que luego heredó la lengua latina, el cristianismo y las leyes civiles romanas, mientras que Bizancio seguía su propio camino según la tradición griega. Como ha demostrado la arqueología, las técnicas romanas de cultivo y elaboración del vino llegaron a ser comunes tanto en las provincias africanas, como en Italia, en Hispania y en las Galias, incluida la Belga, que llegaba hasta las mismas riberas del Rin y sobre todo del valle del Mosela, donde romanización y vino marcaron una impronta que todavía perdura. Los motivos representados en los mosaicos y las tumbas, las esculturas, los restos de prensas, ánforas y utensilios vitivinícolas, que hoy enriquecen los museos, son muy similares tanto en Roma y Nápoles, en el corazón del imperio, como en Túnez, Mérida, Lyon y Tréveris, por poner algunos ejemplos representativos de las provincias. El culto al dios Baco o Liber Pater estuvo muy extendido y quedaría patente en infinidad de esculturas y mosaicos, como luego las representaciones cristianas en la Edad Media.

El comercio del vino alcanzó ya entonces una proyección internacional. Primero, durante la Etapa Republicana (antes de Augusto) fueron los vinos itálicos los grandes protagonistas, ya que su exportación a las provincias era uno de los mayores negocios de los mercaderes romanos. Luego, durante la primera Etapa Imperial (siglos I y II) fueron los vinos de las provincias occidentales, tales como la Narbonense, la Tarraconense, la Cartaginense e incluso las islas Baleares, los que abastecían tanto a Roma como a las legiones establecidas en el Limes Germanicus y en Britania. En esta etapa los vinos hispanos más citados por los propios escritores romanos eran los de Saguntum, Tarraco, Laietania (actual Maresme) y Baleares, sin olvidar los de Gades (en realidad Jerez) a los que se refiere el gran agrónomo Columella, y alguno del interior, como los de Bilbilis (Calatayud) patria del poeta Marcial. Debió ser ya en los siglos III y IV cuando la vid se extendió prácticamente a todas las regiones con aptitud para su cultivo, como podía ser el interior de la Península Ibérica (valle del Ebro, La Mancha, Extremadura) y de Francia (Borgoña, Lionesado), prosperando además en determinadas zonas abrigadas de Germania (valle del Mosela, riberas soleadas del Rin y del Danubio) e incluso en la misma Britania, al sur de la actual Inglaterra.

Los tratados de agronomía latinos, especialmente el del hispano Columella, escrito a comienzos del siglo primero, siguieron siendo referencia fundamental para todos los tratadistas europeos, incluidos los árabes andalusíes, hasta el siglo XVI. Los términos latinos empleados en la viticultura fueron incorporados no solo a las lenguas romances (italiano, francés, castellano, catalán, etc.) sino también a las germánicas, ya que los francos que conquistaron a partir del siglo V los valles del Mosela y del Rin asumieron las palabras latinas propias de la cultura vinícola; y lo mismo ocurrió con los bávaros que ocuparon la Retia (actual Baviera).

A esta común influencia de la civilización romana en Europa Occidental, la cultura del vino sumó otra influencia también general a partir del siglo IV, como fue la adopción del cristianismo como religión oficial. Esto supondría tanto la sacralización del vino en la liturgia (sustituyendo los cultos paganos en los que también el vino jugaba un papel fundamental) como el desarrollo de una política activa por parte de obispos y abades en la conservación y difusión del cultivo de la vid, aspecto que cobró especial importancia en las regiones de Europa Central (Palatinado, Renania, Champaña, Borgoña, Alsacia, Baviera, etc.) en las que los pueblos bárbaros que habían entrado en tierras del antiguo imperio romano fueron no solo cristianizados sino también educados, por así decirlo, en el arte de la viticultura por curas y frailes, muchos de ellos venidos de otras regiones cristianas. Los obispos en general y las órdenes de San Benito primero, y las del Císter y Cluny después, jugaron un papel fundamental en la difusión del viñedo en aquellas regiones. Conviene advertir no obstante que tal protagonismo no puede hacerse extensible, como han hecho algunos historiadores franceses e ingleses, a toda Europa, y menos a la Mediterránea, donde la tradición vitícola romana se mantenía viva entre la población autóctona, incluida en el caso concreto de España y Sicilia la convertida al islam a partir del siglo VIII. Tampoco puede atribuirse a la influencia de la jerarquía cristiana la pervivencia de la cultura del vino entre los judíos, y es bien conocido que entre sus actividades y, por motivos religiosos, figuraba el cultivo de la vid y la elaboración del vino, ya fuera en las riberas del Rin (caso de Worms), ya en la Provenza, ya en Cataluña, Aragón o Castilla.

La singularidad de España en la unidad europea

Dentro del contexto europeo la Península Ibérica y las islas Baleares y Sicilia difieren del resto precisamente por la presencia de los musulmanes, que junto con cristianos y judíos daban lugar a una sociedad compleja en la que había algunos elementos comunes como eran la viticultura y el consumo de vino. En el caso de España y Portugal, los musulmanes dominaron la mayor parte de las zonas vitícolas hasta los siglos XII y XIII, dominio que se prolongó en el caso del reino de Granada hasta finales del XV. Y es más, tras la conquista cristiana, los musulmanes que siguieron viviendo en los reinos cristianos hasta su expulsión en 1609 nunca dejaron de cultivar las viñas. El estudio de ambos períodos, el de dominadores hasta el siglo XIII y el de dominados después de esta fecha aproximada, nos permitirá comprobar hasta qué punto los musulmanes “españoles”, fueron no solo buenos cultivadores de viña y elaboradores de uvas pasas, sino también productores y consumidores de vino. Y es que no era lo mismo ser musulmán descendiente (en la mayoría de los casos) de hispanos o ibero-romanos convertidos al islam en el siglo VIII, que auténticos árabes o bereberes del desierto sin tradición vinícola.

Unas técnicas agrarias comunes

La viticultura medieval, según los libros de agronomía y las noticias de casos particulares dispersos por las distintas regiones, era más o menos igual en toda Europa Occidental, incluida al-Andalus. Partiendo de los autores clásicos romanos Varrón, Virgilio, Plinio y, sobre todo, Columella, –quienes ya habían asumido a su vez a sus predecesores griegos, especialmente a Hesíodo–, los agrónomos medievales escribieron unos tratados en los que los capítulos referidos al cultivo de la vid y a la elaboración del vino son prácticamente idénticos y solo varían en algunas observaciones que cada autor hace referidas a su país o región. Para ilustrar este apartado nos hemos centrado en el estudio pormenorizado de los cuatro agrónomos más influyentes en la viticultura medieval, empezando por el propio Columella, cuya obra De re rustica, aunque escrita en el siglo I, seguía siendo conocida y copiada en la Edad Media, y continuando luego con el abogado boloñés Pietro de Crescenzi, cuya obra fue ampliamente difundida por toda Europa Occidental; el cura castellano Alonso de Herrera, principal exponente de la agronomía española de finales del XV y comienzos del XVI, y el agrónomo sevillano Ibn al-Awwam, este último como representante máximo de la viticultura andalusí. Las coincidencias entre ellos son abrumadoras, especialmente en lo que se refiere a las prácticas del cultivo a lo largo del ciclo biológico de la vid, empezando por la elección de los terrenos más aptos para su cultivo en función de la región y clima (régimen de lluvias, vientos, latitud, etc.), la selección de los sarmientos para la plantación, la conveniencia de establecer viveros, la forma y profundidad de los hoyos según los suelos, etc., y siguiendo luego con las tareas cíclicas del cultivo: poda, rodrigones, primera cava, segunda cava o bina, vendimia, etc., para concluir con la fase enológica y las condiciones que debían reunir las bodegas. En todas estas materias las diferencias entre unos y otros son mínimas y no son sino aplicaciones de la norma general al caso particular de cada uno.

Todos ellos ofrecen a los viticultores un calendario agrícola, dentro del cual están inscritos los trabajos de la vid, que suele tener como meses más importantes los de marzo (poda, cava, poner rodrigones), septiembre (vendimia) y octubre (elaboración). La intencionalidad práctica y aplicada de estos calendarios, teniendo en cuenta que la mayoría de los agricultores no sabía leer, fue plasmada en la pintura y la escultura medievales, con ejemplos tan magníficos desde el punto de vista artístico como los frescos de San Isidoro de León, las iluminaciones que acompañan algunas ediciones de la obra de Pietro de Crescenzi y de muchos libros de horas (impresionantes las del duque de Berry), etc., y sobre todo los bajorrelieves esculpidos en las fachadas de catedrales, iglesias y monasterios, como puedan ser los de la catedral de Luca (Italia) o los del monasterio de Ripoll (Cataluña).

El concepto ambivalente medieval del vino

Las únicas discrepancias entre los agrónomos medievales, sobre todo entre Crescenzi y Herrera, corresponden al terreno de la moralidad. Para el abogado boloñés, que rezuma un gusto por la vida más que notable, el vino es fuente de numerosas pro-piedades y virtudes, e invita a que todos lo beban, incluidos los niños. Para el cura toledano Alonso de Herrera, cuyos escritos destilan un sentimiento ascético de la vida y una moral cristiana de corte agustiniano, lo más destacable del vino son sus peligros, es decir, la ebriedad, que lleva a la pérdida de la decencia y al pecado. Estas diferencias no son sino un reflejo de la doble percepción que del consumo de vino se ha tenido desde la más remota Antigüedad y que ya estaba presente incluso en las religiones paganas (digamos griega y latina) y en las que se inspiran en la Biblia judía. Los dioses del vino, ya se llamen Dionisios, entre los griegos, ya Baco o Liber Pater, entre los latinos, solían tener dos caras o versiones: una, la del dios exultante, bello, símbolo de la fuerza y la alegría de la vida, representado sobre un carro tirado por tigres y acompañado por seguidores o bacantes; otra, la del ebrio Sileno, gordo, feo, impúdico y rodeado de faunos tan ebrios y grotescos como el propio Sileno. El primero representaba la percepción positiva del vino, fuente de energía, belleza, salud y alegría; el segundo los peligros de su consumo en exceso: pérdida del control, fealdad, impudicia.

En la Biblia judía o Antiguo Testamento para los cristianos, la primera referencia al vino es una advertencia de los peligros de su consumo excesivo, el mismo que llevó al ignorante Noé a caer borracho, tras beber sin control del fruto de la vid. Pero por lo general en el resto de los libros sagrados predomina la percepción positiva, que suele conducir a una solución ecléctica como la que transmiten los famosos versos del Eclesiástico (31, vers. 27-30) que luego han servido y sirven todavía para definir el vino de una manera equitativa:

Como la vida es el vino para el hombre, si lo bebes con medida. ¿Qué es la vida a quien le falta el vino, que ha sido creado para contento de los hombres? Regocijo del corazón y contento del alma es el vino bebido a tiempo y con mesura. Amargura del alma es el vino bebido con exceso, por provocación o desafío. La embriaguez acrecienta el furor del insensato hasta su caída, disminuye la fuerza y provoca las heridas.

Esta ambivalencia con respecto al consumo de vino está presente en todos los tratados morales medievales e incluso en la literatura medieval. Un claro ejemplo de los primeros es el catalán Francesc Eiximenis (1327-1409) y su difundido libro Terç del cristià, que conoció en vida de su autor varias ediciones en latín y catalán. Desde una intención eminentemente moralizante, Eiximenis recoge la idea del Eclesiástico y añade además a favor del vino la opinión de los médicos que decían de él que era muy nutritivo y “amigo de la vida”, pero arremete luego contra el consumo excesivo en un discurso dirigido más que a los cristianos laicos a los clérigos disolutos que se emborrachan en lugar de dar ejemplo de templanza como buenos guías que deberían ser para los fieles cristianos. También tiene palabras muy duras para aquellos que se regodean en el placer de la bebida, es decir para esos que hoy llamamos sibaritas. En la literatura castellana también abundan ejemplos muy similares, como es el caso del Arcipreste de Hita y su Libro de Buen Amor, escrito en torno a 1330, en el que afirma que en su misma naturaleza el vino es bueno “si se toma con mesura”, pero advierte contra los peligros de la borrachera y pone como ejemplo el caso de aquel santo ermitaño que tras beber en exceso perdió la compostura, violó y mató a una mujer y acabó sus días muriendo ajusticiado.

El Corán, libro sagrado del islam, arremete contra el exceso de la bebida y los juegos de azar, por considerarlos obra del diablo, y en ello coincide con algunos santos padres de la Iglesia primitiva como Clemente de Alejandría, Agustín de Hipona y Gregorio Magno. Pero al mismo tiempo el Corán promete a sus fieles un paraíso en el que el vino corre a raudales. Esta contradicción es la que llevó a distintas inter-pretaciones de la ley coránica, unas radicales o, como diríamos hoy, integristas, que prohibían totalmente el consumo de vino y castigaban a los infractores. Esta fue la versión seguida en España por los almorávides y almohades, originarios del sur de Marruecos y Mauritania, donde el desierto no deja lugar al cultivo de la vid ni al consumo del vino. La otra versión, diríamos que más liberal, seguida por los habitantes de países de tradición vitícola como la antigua Persia en Oriente Medio y la Península Ibérica, entendía el precepto coránico como una mera recomendación no vinculante y defendía el consumo de vino de forma moderada en lugares públicos y de forma libre en la intimidad del hogar. Ello no impedía que también formase parte de las fiestas en los jardines y en las bodas, como sabemos hacían los musulmanes de Cheste en el siglo XIV y XV. La poesía báquica andalusí, y en especial la escuela valenciana, son un bello ejemplo de la apreciación lúdica y lírica del vino, casi siempre acompañado de amigos o de la mujer amada.

Las funciones del vino en la sociedad medieval y sus pautas de consumo

Pero, volviendo a los cristianos, el vino en la Edad Media era algo más que una bebida placentera objeto de controversias. La sociedad de aquella época, salvo en algunas regiones del Norte de Europa (menos de los que algunos piensan) en donde bebían cerveza, era una gran consumidora de vino, ya que no conocían otra bebida aparte del agua, y ésta no solía ser de buena calidad. En una época muy castigada por las epidemias de peste, las aguas de pozos y fuentes eran precisamente el principal conducto difusor de la plaga. Así se entiende que los índices de consumo de vino estuvieran por lo general en torno a los tres cuartos de litro por persona y día, cantidad en la que estaban fijados la inmensa mayoría de los módulos aplicados en conventos y monasterios, tanto masculinos como femeninos. Por encima de esta cantidad y hasta alcanzar el litro y medio por cabeza, estaban los módulos de los soldados (incluidos los prisioneros), los obreros en puentes, catedrales y otras obras públicas, los criados y algún otro colectivo. Por debajo de la media, pero todavía altos (en torno a medio litro) si se le compara con el consumo actual, estaban los módulos de los vinos de reparto, esto es, de las comidas para pobres que se daban como limosna en las puertas de las catedrales y de algunos conventos, así como a los peregrinos que visitaban los numerosos monasterios esparcidos por todo el continente. La edad mínima para empezar a beber vino solía ser a partir de los seis años, aunque fuera rebajado con agua o mezclado con pan (el sopanvino).

La justificación de aquel elevado y generalizado consumo estaría antes que nada en las propiedades que el saber popular y los mismos médicos de la época le atribuían. La primera es que se trataba de una gran fuente de calorías y por lo tanto tenía la consideración de alimento básico, solo equiparable al pan, y casi siempre por delante de la leche, que tampoco era muy abundante, como ocurría con la carne, los huevos y, no digamos ya, las frutas, que solo eran asequibles en cortos períodos del año, cuando las había. Otras razones de este aprecio por el vino eran las cualidades médicas o sanatorias que se le atribuían, difundidas por médicos como Arnau de Vilanova y Ramon Llull desde sus cátedras en Montpellier y de las que el propio Pietro de Crescenzi y el autor musulmán del Tacuinum sanitatis dan unas largas listas.

Aparte de las referidas cualidades alimenticias y médicas, el vino era la única bebida capaz de aumentar la alegría y de apagar las penas. Por eso era tan abundante en las fiestas, en las tabernas, en las bodas e incluso en los entierros, ya que, además de amigos y parientes, no eran pocos los pobres que acudían como acompañantes y plañideros cuando el difunto o sus familiares habían dispuesto que se repartiera vino y comida entre los asistentes. En algunas regiones del Norte la cerveza hacía las veces del vino, mientras que entre los musulmanes españoles, el vino seguía siendo la sustancia principal de alegría y evasión, complementada con el hachís, cuyo consumo era muy elevado entre los granadinos de finales del siglo XV y comienzos del XVI.

Finalmente, en la sociedad cristiana (y también en la judía) el vino era un elemento fundamental de la liturgia. La larga lista de clérigos en catedrales, parroquias, conventos, monasterios, capillas señoriales, etc. hacía ya de por sí necesaria una cierta cantidad de vino, que se multiplicaba hasta cifras insospechadas debido a la celebración eucarística y comunión de los fieles, que hasta fechas muy tardías siguió administrándose bajo las dos especies. En la liturgia judía el vino formaba parte de la fiesta anual del Séder (cuatro vasos por persona) y en los desposorios, en los que los novios se ofrecían sendas copas de vino como símbolo de unión.

Las medidas para asegurarse la provisión del vino

Después de enumerar una tan larga lista de funciones del vino en la sociedad medieval, no resulta extraño el interés público y privado por asegurarse el abastecimiento de tan preciada bebida, algo en lo que estaban implicadas todas la partes de la sociedad y no solamente los eclesiásticos como se ha llegado a deducir debido a una sesgada visión histórica del proceso. Si el vino era un producto alimenticio y tenía aplicaciones medicinales, los primeros interesados en cultivar viñedos eran los campesinos que vivían directamente de la tierra. Pero esta necesidad se extendía también a los habitantes de las ciudades, a sus autoridades, a los nobles, al rey y, por supuesto, también a los curas y frailes. La necesidad de contar con viñas impulsó a obispos y abades a plantar viñedos casi al mismo tiempo que levantaban catedrales y monasterios, pero no eran ellos los únicos interesados. Cualquier vecino de ciudad, aun teniendo un oficio o profesión menestral, intentaba tener una viña en las inmediaciones de la villa, y las mismas autoridades municipales dictaban medidas para proteger la cosecha local, promoviendo plantaciones y protegiendo a sus cosecheros frente a la introducción de vino forastero. Es bien conocido que en los procesos de poblamiento de tierras yermas o ganadas a los musulmanes, las cartas de población reales o señoriales solían llevar una cláusula por la que se obligada a los colonos a tener casa y a plantar un número determinado de vides si querían verse beneficiados en el reparto de la propiedad de la tierra. Bajo este sistema de “casa y viña” se poblaron entre los siglos XIII y XVI amplias zonas de Castilla la Nueva, Andalucía e incluso las islas Canarias.

La regulación de los espacios vitícolas y del comercio del vino formó parte fundamental no solo de las cartas pueblas, sino también de las ordenanzas de cada villa o ciudad. Una larga serie de normas y disposiciones atendían cuestiones como la vigilancia de las viñas por parte de guardas viñadores contratados ex profeso; las penas contra ladrones y los daños causados por entrada de ganado, perros o cualquier otro animal; el tiempo de vendimia; los precios del vino y las ganancias que podían tener los taberneros, a los que se vigilaba para que no cometieran fraudes; la prohibición de meter vino forastero mientras hubiera vino local, etc. En los casos de las grandes ciudades como Burgos, Barcelona, Madrid, Toledo, Córdoba o Sevilla, se adoptaron medidas para poder abastecerse no solo del término propio, sino también de otros vecinos, lo que propició la formación de lo que podríamos llamar “viñedos suburbanos” o de zonas con una notable especialización vitícola en las cercanías de la grandes ciudades.

Los más poderosos (nobles, obispos, abades) no dudaron en ampliar sus posesiones de viñedos en lugares diversos, para tener así asegurada la provisión en caso de mala cosecha en un lugar determinado y de gozar de una mayor gama de vinos (tintos, blancos, generosos, etc.). Para ello utilizaron múltiples figuras contractuales como podía ser una simple compraventa, una donación familiar a cambio de misas por la salvación de las almas, o algún tipo de contrato que les proporcionase una parte de la cosecha o de la viña. Contratos específicos aplicados a la plantación y explotación de viñas y que suponían la partición de frutos fueron el foro gallego y la rabassa morta catalana. Un modelo más justo y apetecible para el campesino fue la complantatio, un contrato por el que el plantador se quedaba con la mitad de la viña plantada en pago a los trabajos de preparación del terreno, plantación y crianza de la viña hasta el quinto o sexto año, en que se llevaba a cabo la partición, eligiendo el dueño de la tierra su parte preferida y quedando la otra en poder del plantador y de su descendencia. Los ejemplos de complantatio están mucho más extendidos por casi todas las regiones, desde Castilla la Vieja, Rioja, Aragón y Cataluña hasta Andalucía e incluso Canarias.

Los mercados interiores y sus flujos

Pero no todas las regiones ni sus habitantes tenían la posibilidad de producir vino, casi siempre por factores climáticos como el frío y la humedad. Tal era el caso de casi todo el frente marítimo peninsular, desde el norte de Galicia hasta el País Vasco, y de las tierras situadas por encima de los mil metros de altitud en las cordilleras Galaico-cantábrica, Pirineos, Ibérica y Central, así como en muchas parameras de Castilla la Vieja y Aragón. No hay que olvidar que estas regiones altas, donde el frío no permite el cultivo de la vid o lo hace poco seguro y rentable, estaban en la Edad Media relativamente mucho más pobladas que ahora y que sus habitantes, dedicados a la ganadería y la explotación forestal, tenían un poder adquisitivo que les permitía importar vino desde las regiones vitícolas de sus respectivas periferias. También había ciudades con notable actividad artesanal y mercantil (Burgos, León, Segovia, Ávila, Cuenca, Teruel, Soria, etc.) cuyos vecinos podían permitirse comprar no solo vinos comunes de zonas próximas, sino también otros más caros y de mayor calidad traídos desde puntos más alejados. Esta última circunstancia valdría también para cualquier otra ciudad del resto de España, incluidas las que estaban en zonas vitícolas.

El abastecimiento de vino a todas estas regiones y ciudades desarrolló una intricada red comercial y caminera desde las zonas productoras a las receptoras, en la que los arrieros y carreteros, cuando el camino lo permitía, jugaron un papel fundamental. Por lo general, los arrieros, más numerosos en los pueblos fronterizos que en el resto de territorio, recorrían las zonas vinateras en busca de vino que compraban a cosecheros particulares y luego lo distribuían por las tabernas de los pueblos de destino. En algunos casos eran los propios taberneros quienes contrataban a los arrieros para que les trajesen vino de tal o cual sitio. La documentación medieval sobre derechos de puertas donde constan las entradas, las aduanas y libros de peaje donde se anotaban las salidas nos permiten hoy conocer las direcciones de los flujos de vino y los presumibles itinerarios seguidos por los arrieros. Los más aprovechables, en orden a su cuantificación y puntos de origen y de destino, suelen ser los libros de peaje de los lugares de origen cuando la mercancía en cuestión va dirigida a otro reino, aunque sea dentro de la misma corona, ya que el arriero necesitaba un documento (en Valencia la “responsina”) para no tener que volver a pagar impuestos al cruzar la frontera.

Es por eso que los flujos mejor conocidos son los que iban desde el reino de Valencia (valle del Palancia y Maestrat) al de Aragón (serranías de Gúdar, Teruel y Albarrarcín), al principado de Cataluña (Barcelona) y a las Baleares. Luego están los que desde comarcas vinícolas aragonesas como Cariñena y Calatayud eran expedidos a las zonas castellanas de Soria, o los que desde la parte navarra de Liédena y Sangüesa pasaban a la parte aragonesa de Jaca por la canal de Berdún. Los vinos de Rioja, ya muy abundantes y acreditados en aquella época, solían venderse en el País Vasco, mientras que los de la Ribera del Duero y Tierra de Campos abastecían a la montaña y la cornisa cantábrica. Los del Bierzo se vendían en Asturias e incluso en tierras de Galicia, donde los vinos de Ribadavia solían ser los más demandados.

Los vinos manchegos de Yepes, Ocaña y Belmonte solían tomar rutas tan dispares como Soria más allá de Somosierra, Albarracín e incluso Murcia. Los de Valdepeñas y Ciudad Real tenían mercado seguro en Córdoba y otras villas del Guadalquivir. Luego había algunos vinos de gran calidad y renombre que gozaban de mayor difusión espacial y solían ser requeridos por personas ricas, nobles, clérigos o autoridades municipales para celebraciones especiales, así como por algunas tabernas con licencia para vender este tipo de vinos, como ocurría en Córdoba y en Murcia. Los más reputados eran los de Toro, que llegaba a ser demandado por el señor territorial de Sanlúcar de Barrameda, donde había también muy buenos vinos. Luego estaba el de San Martín de Valdeiglesias, que no solo era solicitado por los familias ricas de Toledo, Madrid o Burgos, sino por muchas catedrales, conventos y monasterios que lo tenían seleccionado como vino de misa para el celebrante, por lo que era guardado, como ocurría en el monasterio de Guadalupe, en una auténtica “sacristía” del vino, término que todavía utilizamos hoy para designar esa parte de la bodega donde se elaboran y conservan los vinos más especiales. Otros vinos de renombre eran el castellano de Madrigal, que gustaba mucho a la familia real de Navarra, y el generoso de Murviedro (Sagunt) que preferían los ricos de Teruel. Mención aparte merecen los moscateles y malvasías elaborados en las comarcas litorales del Mediterráneo, desde el Rosellón hasta Alicante, y en las atlánticas de Jerez y Lepe. Estos vinos, más conocidos por su proyección internacional, como veremos a continuación, también eran solicitados por clientes peninsulares, incluidos los monarcas, alguno de los cuales, como el aragonés Pedro el Ceremonioso y su mujer, disponían de unas agendas con los vinos más reputados de cada lugar, incluidos los de importación desde Córcega, Nápoles y la misma isla de Creta, donde se elaboraba la famosa malvasía de Candia. Con ello entramos ya en el mercado internacional.

El mercado internacional

Con el resto de Europa los reinos de la Península Ibérica desarrollaron una notable actividad de intercambios comerciales en los que los productos de la vid (vino cristiano y pasas musulmanas) fueron mercancías habituales, sobre todo a partir del siglo XIV y alcanzarían un gran protagonismo a finales del XV, el límite cronológico que nos hemos impuesto en el presente libro. Por lo tanto podemos adelantar que el comercio internacional de vinos y pasas de la Península es uno de los apartados fundamentales, además de muy complejo. En él intervienen productores autóctonos tanto musulmanes (pasas de Valencia y Málaga) como cristianos, con vinos renombrados de Ribadavia (Galicia), Monçao y Azoia (Portugal), Lepe, Sanlúcar y Jerez (Andalucía), Alicante y Murviedro (Valencia) y el Rosellón, Salou y Tarragona (Cataluña). Dos de ellos, el jerez y el alicante, seguirían siendo durante siglos objeto de comercio exterior y figurarían entre la media docena de vinos más cotizados en los grandes mercados de Europa, como eran Londres, Brujas y Fráncfort.

En aquellos vinos que el comercio exportaba al Norte de Europa había una característica común: eran “vinos del sur”. Este apelativo se aplicaba solo a vinos de alta graduación, olorosos, dulces o rancios, fruto de la elaboración mediante procesos diferentes a los habituales y con variedades de uvas singulares, que en el caso de Iberia eran principalmente moscatel, malvasía, monastrel y torrontés.

Por la parte del comercio, y como muestra de su complejidad, hay que señalar la participación de barcos y patrones tanto gallegos, vascos y mallorquines, como italianos, franceses, ingleses, flamencos y alemanes. Entre los agentes comerciales los primeros en establecer canales estables fueron los genoveses, con sus consulados en Valencia y Málaga, por indicar solo los más conocidos, pues fueron ellos los primeros en establecer una ruta por el Estrecho de Gibraltar en el siglo XIII para llevar vino y, sobre todo pasas, hasta Flandes e Inglaterra. Agentes florentinos de la casa Datini fueron los pioneros en mandar vino de Alicante a Brujas y Gante a comienzos del siglo XV, mientras que el luego inmortalizado por dar nombre al nuevo continente, Américo Vespucio, compraba vino a finales del XV y comienzos del XVI en Sevilla y Jerez para enviarlo al Norte de Europa. A estos nombres podrían añadirse muchos otros de Italia, Provenza, Alemania, Normandía, Londres, etc., y también castellanos de plazas como Burgos y Valladolid, sin olvidar Sevilla, Valencia y Barcelona.

La vid y el vino en España

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