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5. La teología como conocimiento, disciplina y sabiduría

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Sin lugar a dudas, la teología requiere conocimiento. Aun en sus niveles más rudimentarios, requiere conocimiento de la Biblia, de la iglesia y de la realidad humana. Naturalmente, cada uno de estos conocimientos puede profundizarse. Por ejemplo, el conocimiento de la Biblia se profundiza mediante el estudio de los idiomas en que fue escrita originalmente, para así no tener que depender de traducciones. Se profundiza también mediante el conocimiento de la geografía de las tierras bíblicas, de la historia de Israel, y de las costumbres y tradiciones de las culturas semíticas y grecorromanas; y se profundiza mediante el conocimiento de los géneros literarios y las formas en que se producía la literatura en la antigüedad. El conocimiento de la iglesia, aunque es parte natural de la experiencia de todo creyente, puede también profundizarse mediante el estudio de la historia de la iglesia, de la sociología de la religión, etc. El conocimiento de la sociedad, que también todos tenemos por cuanto somos parte de ella, se profundiza mediante las ciencias sociales que acabamos de discutir. Esas ciencias, además, nos ayudan a entender la perspectiva desde la cual leemos el texto; si, por ejemplo, lo leemos desde una posición de poder o de dependencia.

Por todas estas razones, la teología requiere conocimiento; pero no se limita a eso. Es importante recalcarlo, porque la modernidad ha subrayado tanto la importancia del conocimiento, que ha perdido de vista las otras dimensiones de la teología, como disciplina y como sabiduría.

La teología es una disciplina. Esta palabra se usa en dos sentidos, y ambos se aplican a la teología. En uno de esos sentidos, una «disciplina» es un campo de investigación. Así decimos, por ejemplo, que la geografía es una disciplina, o que las matemáticas son una disciplina. La teología es una disciplina en este sentido, pues es un campo de investigación con su propia metodología.

Pero la teología es «disciplina» particularmente en un segundo sentido. En este sentido, una disciplina es un régimen de vida a que nos sometemos para alcanzar alguna meta. Tal es la disciplina de quien se prepara para competir en los juegos olímpicos. En este sentido, la teología es disciplina porque requiere que quien se dedique a ella se someta a un régimen. Éste va más allá de un régimen de estudio, aunque ciertamente lo requiere. La teología es todo un proceso y quien lo practica no solamente busca entender e interpretar las Escrituras y la doctrina cristiana, sino que busca también que esas Escrituras y esa doctrina le formen. No es entonces cuestión de meramente leer la Biblia, por ejemplo, como quien quiere enterarse de algo; sino que es, sobre todo, cuestión de leerla para que la Biblia le dé forma a la vida y al pensamiento.

Esto es lo que queremos decir al afirmar que la teología es también una forma de sabiduría. Hay una enorme diferencia entre el conocimiento y la sabiduría. El conocimiento nos dice cómo son las cosas, la sabiduría nos enseña cómo relacionarnos con ellas. Tristemente, muchas veces la teología ha subrayado tanto su carácter de conocimiento que se ha olvidado de que, sobre todo, ha de ser sabiduría.

Es por ello que hacia fines de la Edad Media Tomás à Kempis dijo que «en las Escrituras, más que argumentos sutiles, hemos de buscar nuestro provecho», y en el siglo 16 el reformador Ulrico Zwinglio dijo que «sabrás que Dios está actuando dentro de ti cuando veas que su Palabra te renueva, y que se te vuelve más preciosa que antes, cuando solamente escuchabas doctrinas humanas». Lo que estos dos autores, y muchísimos otros, quieren decir es que lo que se ha de buscar en las Escrituras, y por tanto en la teología, más que conocimiento—los antiguos dirían «ciencia»—, es sabiduría.

Gregorio Nacianceno, a quien citamos antes, declara que la teología no ha de ser ocupación de cualquiera, sino solamente de quienes están verdaderamente comprometidos con ella y con el Dios de la teología, para quienes «no hacen de ella un tema de charla agradable, como quien comenta después de las carreras, o del teatro, o de un concierto». Al contrario, la teología ha de ser ocupación de quienes «han sido purificados en cuerpo y alma, o al menos están siendo purificados». Esto no quiere decir que la teología esté únicamente al alcance de cristianos perfectos; pero sí quiere decir que no ha de ser mero entretenimiento intelectual, ni tarea de quienes no estén convencidos de que les va en ello la vida misma. Con palabras que bien podrían aplicarse a mucho de lo que hoy se llama teología, Gregorio continúa: «¿Por qué tanto afán y rivalidad en el hablar sin cesar? . . . ¿Por qué hemos atado nuestras manos y armado nuestras lenguas? No alabamos la hospitalidad, ni el amor fraterno, . . . ni admiramos la liberalidad hacia los pobres, ni las vigilias nocturnas, ni las lágrimas de arrepentimiento. . . . ¿Ha de gobernar tu lengua sin importarle el precio? ¿No puedes abortar tus discursos insaciables?» Parte de la sabiduría está en saber cuándo hablar y cuándo callar, o, como diremos más adelante, en reconocer los límites de nuestra propia labor teológica.

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