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CÓMO ERAS EN TU INFANCIA

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A ver si esto te resulta familiar: de niño, llorabas con facilidad. También eras perceptivo. Podías entrar en una estancia y captar al instante el mensaje que había debajo de lo que se estaba diciendo. Tal vez le preguntaste a tu madre por qué la tía Mae y el tío Fred no se querían. Quizá tu madre te dijo que te callaras, pero sabías que algo no iba bien. Tenías la capacidad de percibir los matices emocionales y las tensiones sutiles. Experimentabas el mundo de una manera distinta de como parecían percibirlo tus amigos. Era como si supieras cosas, sin más.

Tenías fama de ser una niña o un niño cariñoso. Eras diferente de tus amigos. Pensabas en cuestiones en las que ellos no reparaban nunca. Había temas que te conmovían profundamente: la música, el arte, ciertos lugares, ciertas personas, las mascotas... Tal vez te dijeron que no estaba bien sentir, por lo que aprendiste a acallar los sentimientos, o los guardaste en lo profundo y nunca tuviste la oportunidad de experimentar toda esa parte de tu vida.

Quizá te preguntabas si te dejaron caer desde el espacio exterior, o si fuiste adoptado y tus padres nunca te lo dijeron. Sentías que no encajabas en tu familia. No te «veían» ni entendían quién eras. Las críticas te resultaban muy dolorosas. También es posible que tuvieras cambios de humor impredecibles. A veces eras callado y retraído; otras veces eras hablador, como si estuvieras un poco borracho en una primera cita. Tal vez fuiste un bocazas o hiciste travesuras o cosas malas. Te hacías el valiente para ocultar el hecho de que te sentías muy sensible. Puede que te metieras en peleas o robaste. Es posible que albergaras una sensación de impotencia y oscuridad. Nunca le dijiste a nadie lo que sentías. Desde el principio, aprendiste a actuar como si todo estuviera bien. Quizá elegiste volverte invisible en tu mundo. Nadie te conocía de verdad o «entendía» quién eras.

Los adultos que formaban parte de tu mundo probablemente estaban demasiado ocupados o preocupados para notar que tu cuerpo sensible al azúcar necesitaba comer cada pocas horas. No tomabas una comida nutritiva en los momentos oportunos. Un día te hiciste un sándwich de mantequilla y le echaste azúcar. Te encantó. Te sentiste mejor. Adorabas el arroz inflado porque el azúcar que le ponías por encima se hundía hasta el fondo del cuenco y daba lugar a una sopa maravillosa. Gastabas en dulces todo el dinero que te daban. Es posible que robaras unas monedas del bolsillo de tu madre o de la cómoda de tu padre para comprar más dulces. Los helados eran tus mejores amigos, y el azúcar era tu alivio y tu consuelo.

Más patatas y menos prozac

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