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La primera búsqueda de soluciones

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Toma al adolescente sensible (el que siente profundamente, que es muy intuitivo, al que quizá llamaban mariquita * cuando era niño, que ha tenido experiencias duras, que se siente defectuoso), añádele la montaña rusa emocional provocada por la liberación de las hormonas propias de la adolescencia, y tendrás un joven que es un blanco fácil para algo, cualquier cosa, que pueda alejar los sentimientos difíciles que lo atormentan. Este o esta joven eras tú.

El hecho de no comer te hacía sentir atractivo y aceptado. Es posible que el alcohol o los juegos de ordenador, el sexo o el fingimiento hiciesen acto de presencia. Como el azúcar, hacían que tu cerebro se viese inundado por la betaendorfina. Y a causa de tu constitución bioquímica singular, provocaban en ti una respuesta contundente: el espesor cerebral desaparecía y te sentías aceptado. De repente, podías lidiar con tu vida. Te sentías normal. Los adolescentes que no son sensibles al azúcar no tienen esta reacción ante esos factores: experimentan, beben demasiado, vomitan y no vuelven a tener este comportamiento hasta que son mayores. Los adolescentes encuentran formas socialmente aceptables de sentirse bien. Cuando un cerebro sensible al azúcar experimenta una oleada de betaendorfina, la persona vive algo semejante a una experiencia espiritual. Es como si las nubes se separaran, una luz brillara y el mundo cambiara. Esto dura hasta que el efecto de la «droga» se desvanece. Luego, todos los receptores adicionales del cerebro que se han bañado en la reconfortante betaendorfina empiezan a gritar víctimas del síndrome de abstinencia. Cuando le ocurría esto al adolescente que eras, te sentías muy mal. Y, lo que es aún peor, te había quedado grabado el recuerdo de la euforia inducida por la betaendorfina. Necesitabas alivio, y recordabas lo que era sentirse maravillosamente bien. Querías volver a sentirte así. Esta combinación potente, seductora y a veces mortal continuó llamándote, y tú seguiste respondiendo. El ciclo se reproducía: tomabas más azúcar o algo de alcohol o hacías algo que te perjudicaba, se liberaba la betaendorfina, te sentías de maravilla, el efecto de la «droga» desaparecía, el nivel de betaendorfina bajaba, sentías el dolor agonizante de la abstinencia y buscabas de nuevo el estímulo de tu «droga».

Tal vez eras un gran triunfador de puertas afuera, pero por dentro se sentías como un impostor: tu baja autoestima no se correspondía con la aparente realidad de tu vida. Oscilabas entre la grandiosidad –el sentimiento de que podías conquistar el mundo– y el abatimiento y el mal humor. No sabías que estos sentimientos tremendamente cambiantes se hallaban conectados con lo que estabas consumiendo y cuándo lo estabas consumiendo.

Lo que comenzó con el azúcar cuando eras pequeño y avanzó hacia más azúcar –o alcohol, o la restricción de la ingesta alimentaria, o comportamientos compulsivos cuando eras adolescente– continuó hasta la edad adulta. La baja autoestima, provocada por los niveles bajos de betaendorfina, siguió torturándote. Aunque ­parecía que debías sentirte genial contigo mismo, esto no era así. Tal vez lograste el éxito profesional, tenías suficiente dinero y contabas con amor y apoyo en tu vida, pero por dentro estabas convencido de que todo iba a desaparecer en cualquier momento.

Los niveles bajos de betaendorfina te hacían sentir desconectado de las personas que te rodeaban. Aunque tu mente te dijera que tenías una pareja atenta, unos hijos obedientes, unos padres cariñosos y unos amigos afectuosos, seguías sintiéndote aislado, solo. Y solías estar deprimido. A veces sacudías la cabeza con incredulidad. «¿Cómo puede ser?», te preguntabas. No tenía sentido.

Cuando, al principio de la adultez, acudías a las sustancias o actividades que incitaban la liberación de la betaendorfina, te sentías normal. Esto te hacía percibir que podías manejarte en la vida. Te hacía sentir relajado, lúcido y concentrado. Te sentías socialmente aceptado, creativo, atento y conectado. De manera que seguiste teniendo esos comportamientos a pesar de que tuviesen consecuencias desagradables o te sintieses deprimido. Te decías que esas consecuencias indeseables no eran más que circunstancias desafortunadas, mala suerte, efectos del envejecimiento, o que la culpa la tenía el mercado, él, ella, ellos... Te sentías víctima de todo lo malo que te ocurría. Creías sinceramente que eran sucesos aleatorios. Nunca los vinculabas a los recursos a los que acudías, inconscientemente, para aumentar tu nivel de betaendorfina, por lo que seguías yendo cuesta abajo. Tu desmoronamiento había comenzado.

La adicción te había engañado. Te había dicho que te ayudaría a sentirte mejor, pero después de la seducción vino la caída. La vida te iba peor. Comenzaste a darte cuenta de esto, pero ya no podías detenerte. No solo dependías físicamente del efecto que estabas obteniendo; también dependías emocionalmente del olvido que te proporcionaba. Tus sentimientos dolorosos regresaban cuando el azúcar o los comportamientos desaparecían. Tu vida comenzó a venirse abajo.

Al principio aparecieron pequeñas rasgaduras en la tela de tu vida; los bordes se deshilacharon un poco. Un día perdiste tu ­empleo y no supiste por qué; te sentiste como si fueras víctima de las intrigas de oficina o del azar. Todo lo que iba mal era culpa de otra persona o de alguna circunstancia ajena a ti: perdiste tu empleo porque la empresa hizo una reducción de personal. Perdiste a tu marido porque encontró a otra mujer. Tu esposa se fue sin ninguna razón. Tu pareja se puso en contacto con otra persona. Tus hijos no venían a visitarte porque eran egoístas o estaban demasiado ocupados con su propia vida. No obtuviste el ascenso porque estaba amañado de antemano. Pensabas que las causas de tus problemas eran tu marido, tu jefe, tu madre, tus hijos, tu vida, tu estrés, tu salud... No podías entender cómo podía ser que, trabajando tan duro como lo hacías y siendo tan diligente, tu vida pareciese estar cada vez más fuera de control.

Eras incapaz de asumir la responsabilidad de lo que estaba sucediendo porque el azúcar provocaba que, literalmente, olvidases la conexión que había entre su consumo y sus consecuencias en tu vida. Todo lo que podías recordar eran los antojos. Llegado a ese punto, el impacto de tu dependencia comenzó a dirigir tu vida.

Más patatas y menos prozac

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