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Tu familia y el coste emocional
ОглавлениеTambién es muy posible que tuvieras experiencias difíciles en tu infancia. Tal vez te criaste en un hogar en el que alguien era alcohólico y en el que predominaban la confusión y la disfunción. Es posible que crecieras en una casa en la que se vivía una desesperación silenciosa en lugar de que hubiese perturbaciones manifiestas. Aunque los temas difíciles estuviesen debajo de la superficie y no fuesen evidentes, te afectaban de cualquier modo. La combinación de tu intensa sensibilidad y la complejidad emocional de tus experiencias infantiles era desconcertante, incomprensible y, a veces, insoportable. No tenías forma de encontrarles sentido. Puede que te sintieras impotente o que una parte de ti estuviese siempre triste. Tal vez te volcaste hacia dentro o desconectaste totalmente de lo que estaba sucediendo a tu alrededor.
Cuando experimentabas algún tipo de abuso, pérdida, negligencia u otro trauma, tu pequeño cerebro lanzaba una sustancia química llamada betaendorfina. Esto amortiguaba tu dolor emocional y te aportaba cierto tipo de amnesia. Te adormecía frente a aquello sobre lo que no tenías control. Te hablaré mucho sobre la betaendorfina más adelante. El caso es que gracias a la liberación de esta sustancia en tu cerebro no solo dejabas de sentir el dolor emocional, sino que también lo olvidabas. Durante un rato. El problema era que el efecto calmante y adormecedor de la betaendorfina es temporal. Se desvanece. Y cuando desaparece, el dolor regresa, y también lo hacen los recuerdos.
De forma inconsciente aprendiste a buscar, con regularidad, recursos que desencadenasen la liberación de betaendorfina en tu cerebro, para que te ayudase a adormecer tu dolor emocional. Algunos de estos «recursos» tal vez fueron meterte en problemas, lastimarte o comer dulces; todo ello es útil para liberar betaendorfina. Es por eso por lo que el azúcar es como una droga de tipo analgésico. Comer azúcar –o comida basura–, o evitar comer, te hacía sentir mejor, literalmente. Pero solo durante un tiempo. Después el efecto desaparecía, como el de cualquier otro analgésico. Y cuando ocurría esto, no solo sentías el dolor; también experimentabas las molestas sensaciones asociadas a la remisión de los efectos físicos de la droga que es el azúcar.
Aunque eras pequeño, sentías todo esto profundamente en muchos niveles. No podías alejarte de los problemas familiares y no podías solucionarlos (debido a tu corta edad), por lo que probablemente desconectaste de tu cuerpo y tu mente y seguiste con tu vida normal. Este tipo de desconexión se llama disociación. Te adormece el dolor emocional, pero también te vuelve sensible a cualquier cosa que te ofrezca consuelo, sin que te des cuenta. Así empezaste a ser vulnerable frente a la adicción.
En tu infancia, te limitaste a seguir adelante. Hiciste lo que pudiste, esperaste crecer rápido y buscaste maneras de sentirte mejor. Luego vino la adolescencia y se añadieron oleadas hormonales a la mezcla. Los aumentos de tamaño embarazosos, los cambios corporales, el acné, las alteraciones de peso, la presión de los compañeros, la baja autoestima y mucha bravuconería agravaron las dificultades de tu infancia. Ahora estabas en un mundo que era tan complejo y abrumador que no podías entenderlo. Tampoco podías controlarlo. Experimentabas un horror y una desesperación silenciosos ante lo que estaba sucediendo.