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ALEXANDRE

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Alexandre era muy ducho en la disciplina que había que imponer a sus seis mil culis andrajosos. Los obreros sabían mejor que él cómo hendir con el hacha de mano el tronco de las heveas, con una inclinación de cuarenta y cinco grados con respecto a la vertical, para que brotasen las primeras lágrimas. Eran más rápidos que él a la hora de colocar los cuencos hechos con cáscaras de coco que debían recoger las gotas de látex amontonadas en el ángulo inferior de la herida. Alexandre dependía de su tenacidad, aunque sabía que sus empleados aprovechaban la noche para murmurar y acordar la manera de rebelarse, primero contra Francia, después contra él y contra los Estados Unidos a través de él. Durante el día tenía que negociar con el Ejército estadounidense el número de árboles que había que derribar para dar paso a camiones, todoterrenos y tanques a cambio de protección contra la pulverización de herbicidas.

Los culis sabían que las heveas valían más que sus vidas. Así pues, fuesen empleados, rebeldes o ambas cosas, se escondían bajo el generoso dosel que formaban los árboles aún indemnes. Alexandre disimulaba bajo su traje de lino crudo la angustia que lo atenazaba: despertar en medio de la noche para encontrarse el espectáculo de su plantación incendiada. Dominaba su miedo a que lo asesinaran mientras dormía rodeándose de sirvientes y de muchachas, sus con gái.

Cuando el precio del caucho registraba bajas o cuando los camiones que transportaban los fardos de caucho caían en alguna emboscada camino del puerto, Alexandre recorría las filas de árboles en busca de una mano de dedos finos capaz de relajar su puño, una lengua dócil capaz de aflojar sus dientes apretados, una entrepierna estrecha capaz de contener su rabia.

A pesar de ser analfabetos y de no saber viajar ni en sueños más allá de las fronteras de Vietnam, la mayoría de los culis habían comprendido que el caucho sintético ganaba terreno en otros lugares del mundo. Albergaban los mismos temores que Alexandre, cosa que incitaba a muchos de ellos a abandonar la plantación y labrarse un porvenir en la ciudad, en aquellos grandes centros en los que la presencia de los estadounidenses, que pronto serían decenas de miles, creaba nuevas posibilidades, nuevas formas de vivir y de morir. Algunos se reinventarían siendo vendedores de carne enlatada SPAM, de gafas de sol o de granadas. Los que mostraban aptitudes para captar con rapidez la musicalidad de la lengua inglesa se convertirían en intérpretes. Los más temerarios, por su parte, elegirían desaparecer bajo los túneles excavados bajo los pies de los soldados estadounidenses. Morirían siendo agentes dobles, entre dos líneas de fuego o a cuatro metros bajo tierra, despedazados por las bombas o carcomidos por las larvas que se les incrustaban bajo la piel.

El día en que Alexandre se dio cuenta de que las pulverizaciones de agente naranja en los bosques vecinos habían envenenado un cuarto de los árboles de su plantación y que un comando de la resistencia comunista había degollado a su capataz mientras dormía, soltó un aullido.

Se desahogó con Mai, que se encontraba en su camino: un camino entre la ira y el desánimo.

Em

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