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LA CRIADA Y ALEXANDRE

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La criada de Alexandre había tenido que esperar más de dos décadas para acceder al puesto de niñera cuando nació Tâm. Era la única en haber atravesado las tempestades externas e internas, las tristezas sin fondo, los excesos sin razón de su amo. Sabía leer la preocupación en el ruido de sus tacones contra el suelo. Sólo ella sabía medir el peso de su nostalgia y su resistencia a echar raíces en Vietnam. Al principio él no se quitaba la chaqueta y se comportaba como un ingeniero ante sus predecesores de camisas entreabiertas, arrugadas y astrosas. Se obligaba a sentarse derecho en la silla para no irse de la lengua, como sus compatriotas. A diferencia de los propietarios entrados en años, al principio hundía sus manos en la tierra roja para olerla al mismo tiempo que los indígenas. Sin embargo, a un ritmo lento y pernicioso, su cuerpo empezó a imitar el de sus semejantes. Inconscientemente, fue dejando poco a poco que su mano se abatiera sobre las nucas rígidas de los culis, a los que regañaba por el descenso en la producción, en lugar de examinar las raíces envenenadas de los árboles. Convertido en un viejo guerrero curtido por los monzones, las incertidumbres financieras y la desilusión, cada vez se parecía más a los demás propietarios.

La niñera había entrado a su servicio a los quince años; era una niña madre separada de su hijo. Al principio fue la criada de la criada de la criada jefe. Era la última en comer los restos de las comidas, a pesar de ser ella la que había desplumado el pollo, limpiado las escamas del pescado, picado la carne de cerdo con cuchillo… El día en que se marchó su superiora inmediata, heredó la tarea de ocuparse de la habitación de Alexandre, es decir, el cometido de velar por el descanso de su amo sin hacerse notar. Sólo con examinar los pliegues de la sábana era capaz de decir cuáles eran los días en que las preocupaciones habían inmovilizado a Alexandre en el borde de la cama, sentado con la cabeza entre las manos. Por la presencia de cabellos color ébano y por los lugares en que éstos se encontraban, casi podía describir la coreografía del juego amoroso. Los años que había pasado a la sombra de Alexandre le habían servido para conocer y hacer suya la lógica que éste seguía para esconder una parte de sus ahorros. Se había convertido en la guardiana del gran libro vacío de páginas, pero lleno de fajos de billetes y de anillos de oro ensartados en una cadena también de oro de veinticuatro quilates. A diario echaba un vistazo a la tapa dura para borrar las huellas de los dedos de Alexandre. De ese modo sería difícil que los ladrones distinguiesen ese volumen de los demás en la estantería. Era la sombra que seguía la sombra de Alexandre: su ángel guardián.

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