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EMMA-JADE
ОглавлениеEmma-Jade salta a la pata coja de un huso horario a otro, como en el juego de la rayuela. Los sobrevuela sin contarlos. A menudo vive jornadas de treinta horas en las que da saltos por el tiempo: su reloj puede indicar la misma hora en más de una ocasión. Dichas carreras le permiten maravillarse varias veces en el mismo año ante los magnolios en flor. En un único otoño, recoge y compara las hojas de arce caídas en Bremen, en Kioto y en Mineápolis.
Es una de esas personas que han fomentado que los aeropuertos se transformen en hábitats. Ya no resulta extraño encontrar en ellos un piano de cola y un pianista que toca con el mismo desencanto a Beethoven y a Céline Dion, un poco por darle caché a las hamburguesas y los sushis servidos en bandejas de plástico. Algunos aeropuertos ponen a disposición de los viajeros bibliotecas bañadas en una luz cálida y capillas tranquilas para que los creyentes conversen con los dioses antes de quedar en manos de la tecnología una vez que embarquen. Algunas terminales colocan chaise-longues ante unas colosales ventanas inundadas de sol o unos sillones de masaje delante de paredes gigantes tapizadas de frondosas plantas, originarias de los cinco continentes, cuyas raíces y brotes se enlazan entre sí: helechos de Asia, begonias de América del Sur y violetas africanas crecen codo a codo con alegría y exuberancia, y tranquilizan a los viajeros al procurarles contacto con el mundo exterior. En medio de los interminables pasillos surgen islotes de restaurantes como si fueran oasis. La geografía culinaria no respeta ya ningún mapa. Las aceitunas marinadas se hallan a tiro de piedra del salmón nórdico, mientras que el pad thai le hace competencia al fish and chips y al bocadillo de jamón con mantequilla. Los más elegantes ofrecen caviar y champán. De ese modo cualquiera puede celebrar a solas su cumpleaños entre burbujas y viajeros de paso.
Hay que tener la vista entrenada para identificar a Emma-Jade en medio de la multitud. Siempre lleva el mismo jersey gris de cachemira, una lana a la vez ligera y cálida. En el cajón, tres jerséis iguales esperan para sustituir a aquel cuyos puntos cedan a la fricción de las bandoleras y al peso de los kilómetros acumulados. Ese jersey la cubre y la protege de los asientos marcados por los cuerpos ajenos que la han precedido. Es su refugio, su casa itinerante.
Como de costumbre, come algo antes de embarcar para dormir mejor en cuanto toma asiento, antes del desfase, antes de que la invada el olor de la señora que se ha probado más perfumes de la cuenta en las tiendas libres de impuestos y el del señor que ha atravesado corriendo dos terminales con un abrigo excesivamente grueso.