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Un principio de verdad

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La guerra, de nuevo. En todas las zonas de conflicto, el bien se cuela y encuentra un sitio hasta en las propias fisuras del mal. La traición culmina el heroísmo, el amor flirtea con el abandono. Los enemigos avanzan unos hacia otros con un único y mismo objetivo: vencer. En ese ejercicio común, el humano revelará a la vez su fuerza, su locura, su cobardía, su lealtad, su grandeza, su tosquedad, su inocencia, su ignorancia, su religiosidad, su crueldad, su valentía… Por eso, la guerra. De nuevo.

Voy a contaros la verdad, o al menos historias verdaderas, pero de forma parcial, incompleta, aproximada, porque me resulta imposible restituir los matices del azul del cielo cuando el marine Rob leía una carta de su amada mientras que, en ese mismo instante, el rebelde Vinh escribía la suya durante un momento de tregua, de falsa calma. ¿Era un pálido azul maya o más bien un cerúleo azul Francia? ¿Cuántos kilos de harina de mandioca había en el recipiente en el que el soldado John descubrió la lista de insurgentes? ¿Estaba recién molida la harina? ¿A qué temperatura estaba el agua cuando arrojaron al señor Út al fondo del pozo antes de que el sargento Peter lo quemase vivo con el lanzallamas? ¿Cuánto pesaba el señor Út: la mitad que Peter o bien dos tercios? ¿Fue la comezón de las picaduras de mosquito la que desquició a Peter?

Durante noches enteras, intenté imaginar los andares de Travis, la timidez de Hoa, el temor de Nick, la desesperación de Tuân, las heridas de bala de unos y las victorias de los otros en el bosque, en la ciudad, bajo la lluvia, en el fango… Cada noche, al ritmo de los hielos que caían en la cubitera de mi congelador, mis investigaciones me revelaron que mi imaginación no conseguiría jamás concebir toda la realidad. En un testimonio, un soldado recuerda haber visto al enemigo corriendo con brío hacia un tanque llevando al hombro un fusil M67 de 1,30 metros de largo y diecisiete kilos de peso. El soldado tenía ante él a un hombre dispuesto a morir por matar a sus enemigos, dispuesto a morir matando, dispuesto a darle el triunfo a la muerte. ¿Cómo imaginarse dicha abnegación, dicha adhesión incondicional a una causa?

¿Cómo imaginar siquiera que una madre pueda transportar a sus dos hijos pequeños por la jungla durante centenares de kilómetros, dejando al primero atado a una rama para protegerlo de los animales mientras traslada al segundo, lo deja atado a su vez y vuelve al primero para repetir el mismo recorrido con él? Sin embargo, esa mujer me contó la travesía con su voz de luchadora de noventa y dos años. A pesar de nuestras seis horas de conversación, siguen faltándome mil detalles. Olvidé preguntarle dónde encontró las cuerdas y si sus hijos siguen teniendo marcas de las ataduras en el cuerpo. Quién sabe si esos recuerdos se habrán borrado para dejar paso a uno solo: el sabor de los tubérculos salvajes que había masticado previamente para alimentar a sus hijos. Quién sabe…

Si se os encoge el corazón al leer estas historias de locura previsible, de amor inesperado o de heroísmo ordinario, pensad que toda la verdad muy probablemente os habría provocado, o bien un paro cardíaco, o bien un acceso de euforia. En este libro, la verdad aparece fragmentada, incompleta, inconclusa en el tiempo y en el espacio. Entonces, ¿sigue siendo la verdad? La respuesta la dejo a vuestra elección: será el eco de vuestra propia historia, de vuestra propia verdad. Mientras tanto, en las palabras que siguen os prometo cierto orden en las emociones y un desorden inevitable en los sentimientos.

Em

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