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L A L U Z M A L A

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20 de agosto de 1964. Gualeguaychú, Entre Ríos, Argentina

Una fría mañana de agosto comenzaba a templarse a medida que el sol salía, los caminos de tierra colorada se encendían como fuego. Los tractores circulaban por la zona levantando enormes polvaredas de tierra, los perros en las granjas ladraban y el sonido del trote de los caballos recorriendo los campos se escuchaba por todos lados.

El día recién comenzaba para dos hermanos herederos de tierras fértiles, que vivían a la vera de un lugar poco conocido llamado Camino de Rojas en las afueras de Gualeguaychú.

Para llegar a aquella localidad por lo general se debía tomar una ruta de ripio con quebradas y varias estancias repartidas en amplios kilómetros.

Un sórdido golpe despertó a Elena aquella tranquila mañana invernal, ella era una joven de 26 años golpeada por la repentina muerte de sus progenitores. Hacía diez meses que habían partido y se sentía como si hubiese sido ayer. Ahora ella junto a su hermano Juan Cruz heredaron una afanosa estancia de la cual debían hacerse cargo.

Mientras Elena se miraba en el espejo sufrió un vahído, había algo que la inquietaba, algo en su mirada no estaba bien, o sí, eran sus ojos, los sentía diferentes, en ese momento de introspección su hermano se paró frente a la puerta de su cuarto y dio dos golpecitos.

—¡Arriba, dormilona! Hoy vienen los López y tenemos que tener listos los planos.

—¡Los López! –Se oyó desde adentro del cuarto y apresurada se vistió, tomó sus aros preferidos y se volvió hacia el espejo. Otra vez había tenido aquella sensación extraña, sin darle más importancia se dirigió al comedor y mientras desayunaban hablaron de sus padres y de la responsabilidad que debían afrontar, la época de cosecha se acercaba y debían tener todo listo para los agroexportadores.

—Juan, ¿creés que los López van a querer seguir en el negocio?

—Yo creo que sí, Elo, de la zona somos los que más producimos, además esta Ramírez que nos asesora igual que el viejo, cómo se lo extraña. Juan le había dado un último sorbo a su mate cocido–. Vamos a arrancar porque si no…

Esa tarde una Chevrolet Impala Wagon transitaba por las serenas tierras coloradas levantando una espesa nube de polvo rojo. Dentro se encontraba el matrimonio López que de a poco se acercaba a un cartel que indicaba el camino hacia la estancia de los Molinari. En la entrada un cartel de madera tallada llevaba grabado el nombre de aquella porción de tierra. LA CANDELARIA y debajo una pequeña oración que decía “La que resplandece”.

Mientras Juan Cruz preparaba el papelerío para entregarle a Florencio López, socio de su difunto padre, Elena decidió ir a darles de comer a los peces que tenían en el estanque bajo el molino.

Las escamas de los alborotados peces brillaban como pepitas de oro, sus colores anaranjados fulgurosos parecían luces que iban y venían debajo del agua, al acercarse más de lo normal, Elena vio en el agua el reflejo de una adolescente. Elena no era nada más ni nada menos que Casiopea, ella se dio cuenta de que estaba dentro del cuerpo de la protagonista de su “sueño”, ya no era la adolescente de 14 años que vivía en Barracas. “No lo puedo creer, yo no soy yo, pero sí soy…”. Como si dos personalidades convivieran en una sola mente, Casio podía sentir el dolor de la pérdida de los padres de Elena, podía recorrer sus cicatrices, su felicidad, sus amoríos, su historia de vida. Casio estaba en el cuerpo de una adulta.

Un señor de traje se apareció a su costado y le dijo:

—¡Elena! Qué gusto verte, tanto tiempo.

—Hola, señor López, ¿cómo se encuentra? ¿Su esposa Margarita vino hoy?

El señor cariñosamente le respondió:

—Pero claro, hija, Marga te trajo un delicioso Rogel.

Juntos dejaron aquel viejo molino y se dirigieron hacia la casona.

—Florencio, este año va a ser bueno, muy bueno, perdimos por un lado pero ganamos por otro. –Al escuchar la palabra pérdida, Marga lo interrumpió y en tono cuidadoso y amable le preguntó:

—Por cierto, Juan, ¿cómo estás llevando este momento?

—Como puedo, Marga, hay días en que es difícil, pero de a poco voy mejorando. –Elena lo miró y les ofreció otra ronda de mate.

Esa tarde los chicos y el matrimonio cerraron el negocio y pactaron volver a verse en unos días.

La noche estaba acercándose, eran las 5:40 y los caminos de tierra iban perdiendo su intenso color rojizo. Margarita le dijo al Sr. López:

—Florencio, vamos, se hace de noche y los caminos no tienen luz. –En ese momento Florencio le retrucó con una broma.

—Bueno. Quizá la luz mala nos puede alumbrar y guiar. –Margarita con poco humor le dijo:

—No digas eso ni en broma. Los Devaux dicen que casi vuelcan por esa luz, además Inés está aterrada, no sé si será un cuento o un chascarrillo pero no quisiera averiguarlo. –Los cuatro se despidieron y Elena junto a Juan Cruz los acompañaron hasta la entrada de la estancia. A lo lejos se perdía el auto de aquel matrimonio haciéndose cada vez más diminuto.

—¿Hablaron de la luz mala?

—Sí, Ramírez también dijo algo de eso, son de campo y creen en esas leyendas.

—No seas malo, las brujas no existen pero que las hay…

—Las hay, yo conocí a una

—¿Quién, Juan?

—Mi exsuegra… Vamos, hace frío.

—Qué machista.

Margarita miraba con una sonrisa a través del retrovisor a los hermanos fundirse con el horizonte.

—Son buenos chicos, todavía recuerdo el día en que Mario y Elizabeth nos los presentaron.

—La muerte de los padres es difícil de superar pero el tiempo sana las heridas.

La noche había caído con todo su peso sobre la estancia La Candelaria, aquel caserón era el único punto de luz en medio de aquellos vastos campos. Debajo de una menguante luna acompañada por unas brillantes estrellas, Juan Cruz se encontraba fumando a los pies de la galería de la casa.

Desde adentro Elena contempló a su hermano en soledad y decidió salir a hacerle compañía, con cuidado posó el termo en una mesa y se sentó en el silloncito de madera con un mate caliente entre manos.

—Está fresca la noche, pero no hay viento. Quizá mañana tengamos algunas lluvias –comentó Juan.

—¿Querés un mate? –preguntó ella.

—No, Elo, estoy lleno, gracias.

Juan le dio dos caladas más al cigarrillo y se metió a la casa, en cambio Elena se quedó observando la oscuridad de las tierras a través de las arcadas de la galería. No podía dejar de pensar en lo que había dicho Margarita sobre la Luz Mala. Su tío le había contado de muy pequeña la historia de una luz que vagaba por los suelos de los campos o las laderas de la montañas por las noches sin luna, pero recordó que ella estaba en el litoral argentino y no en el norte, así que se despreocupó y dejó de pensar en esa leyenda, tomó el termo y el mate e ingresó a la casa, dejó las cosas sobre la mesada de la antigua cocina de campo, caminó por el pasillo y subió las escaleras hasta llegar a su cuarto.

Elena estaba a punto de acostarse cuando a través de la ventana vio un destello parpadeante emergiendo del tanque de agua que se encontraba debajo del molino.

—No puede ser… –dijo asombrada, no podía creer lo que estaba viendo, así que agarró un abrigo, una linterna y se adentró en la profundidad de la noche, el portazo que dio al salir de la casa despertó a Juan Cruz, quien vio por la ventana de su cuarto a su hermana corriendo hacia el estanque.

Al llegar Elena no encontró nada. Solo estaban los peces un poco alborotados, y pensó que quizá fue por la vibración que provocó el golpe de la linterna con el metal. Inmediatamente Juan Cruz corrió detrás de ella y, al ser interceptada por él, Elena se sobresaltó.

—¿Elena qué hacés? Es tarde.

—Es que pensé que alguien estaba en el campo, vi luces por acá y vine de inmediato.

—No salgas más así, es peligroso, quizá algún ladrón estaba queriéndose llevar un poco de agua para su molino.

—¡Había una luz! No estoy loca.

—Está bien, Elo, la próxima me llamás y punto. –Juan estaba molesto, tenía miedo de que a su hermana le pasara algo.

Juntos volvieron a la casona, pero antes de irse a dormir, Juan Cruz, un tanto desconfiado, trabó todas las puertas y encendió los reflectores del establo, más otras luces de la casa por las dudas.

Habían pasado dos días y no tenían noticias de Florencio, ni de Margarita.

—Juan, le pregunté a Ramírez sobre los López y no sabe nada desde ayer, hoy tenían que traer unas carpetas. ¿No?

—Qué raro, son las 11, creo que voy a ir al centro, seguro se retrasó o le pasó algo a su auto.

Juan Cruz se despidió de Elena y partió rumbo a la ciudad para cerciorarse de que el 24 de agosto él y los López cerrarían el negocio.

Elena se quedó en la estancia y decidió salir a dar un paseo, sentía una pulsión por explorar aquel territorio y encontrar alguna respuesta a eso que vio, hace días no dejaba de pensar en el cuento de la luz mala.

Antes de abandonar los límites de sus tierras, vio a su amigo cargando unas herramientas a la camioneta.

—Ramírez, ¿ya se va?

—Sí, me llamó Nora, necesita una mano con unos caballos que se salieron pa la ruta, dicen que desde ayer a la noche están como locos.

—Qué desastre, bueno, cuídese y mándele un gran cariño a Norita, nos vemos, Ramírez.

La primavera se acercaba y los días eran inestables, a veces hacía más calor de lo normal y otras veces un frío hostil helaba los campos, pero esa tarde una cálida brisa del norte teñía al invierno de verano.

Durante su caminata, Elena se adentró por un frondoso camino de árboles y plantas similar a una pequeña selva y al atravesarlo se encontró con un arroyo rodeado de generosa porción de arena que formaba una pequeña playa, se sentó y observó el agua correr, en la orilla se podían ver pequeños peces nadar y más adentro, bueno, ya no se veía mucho, el agua era más turbia y parecía más profundo. Elena se recostó y disfrutó del hermoso día. Había caminado casi 1 hora, necesitaba descansar.

Al rato un perro apareció de la nada y con cautela se le acercó a Elena, tiernamente lamió su mejilla y ella se despertó, sonrió y entre risas le dijo:

—Hola, bonito, ¿de dónde saliste? –Jugaron un rato hasta que el perro se adentró en la vegetación que la circundaba. Con curiosidad Elena siguió sus pasos pero cuando se quiso dar cuenta el perro había desaparecido, un trueno a lo lejos le daba la pauta de que una tormenta se acercaba.

Preocupada miraba para todos lados buscando la manera de salir de ahí, la luz ambiente había disminuido notablemente, estaba por llover, el cielo se veía gris oscuro acompañado de vetas verdosas, parecía como si alguien le hubiese dado una pincelada, el viento atormentaba las hojas de los árboles con bruscos movimientos. Elena, un poco asustada, optó por mantener la calma y se mentalizó para encontrar la manera de salir de ahí. Durante su búsqueda Elena fue testigo de un fantasmal fenómeno, una luz comenzó a titilar entre los árboles aledaños, en ese instante olvidó la tormenta y recordó la luz de la noche anterior vagando cerca del tanque de agua.

—Es mi oportunidad… –dijo envalentonada y se dispuso a seguirla, a medida que ella se acercaba la luz se alejaba, poco a poco ambas comenzaron a tomar velocidad y sin darse cuenta una carrera había comenzado. Elena quería saber qué era aquella luz, enceguecida por su resplandor olvidó lo que ocurría con el clima. La tormenta le pisaba los pies como su sombra, potentes rayos caían a tierra y ella era un blanco perfecto, la luz desapareció y Elena agitada se detuvo, tomó aire, miró al piso y cuando alzó la vista se percató de que había llegado a la estancia, confundida antes de dar un paso, un estruendo la inmovilizó y vio cómo un árbol fue alcanzado por un enérgico rayo dejándolo partido a la mitad, debido a la intensidad del momento aquella imagen quedaría grabada en su retina para siempre.

—Por Dios –gritó ella, el árbol dañado era un viejo sauce, que habían plantado los primeros dueños de las tierras y el favorito de su madre, esa tarde Elena tuvo la sensación de que algo la había ayudado a salir de ese lugar y que, si no se hubiese detenido ante la desaparición de la luz, podría haber muerto.

Juan Cruz había llegado a la ciudad en busca de respuestas, preguntó a los vecinos de la familia López pero estos no sabían nada. Así que se acercó a la vieja despensa de junto y preguntó por Florencio.

—Disculpe, señor, no quisiera molestarlo, pero ¿vio a Florencio López? –dijo Juan Cruz.

—¿Quién pregunta? –le contestó un señor de voz quebradiza.

—Mi nombre es Juan Cruz Molinari y…

—¡Juan Cruz! Soy Oscar, ¿cómo estás? –Un hombre de unos 65 años con rasgos faciales fuertes, canoso y de boina se encontraba subido a un estante acomodando mercadería, era un antiguo amigo de sus padres de toda la vida, ese invierno se estaba haciendo cargo del almacén de doña Dorita.

—¡Oscar, qué sorpresa! Disculpe, no lo reconocí entre tantas cajas, quería preguntarle si sabe algo de los López.

—No te preocupes, hijo, no sé nada desde antes de ayer. Pensé que se iba con Marga a pasar unos días a Victoria. –Juan frunció el ceño extrañado y mientras observaba el precio de unos salamines y quesos posó sus ojos en un cuaderno y una lapicera toda mordida que estaban sobre el pequeño mostrador, pidió permiso para tomar una hoja y escribió un recado.

—Voy a dejarles una nota. –Un trueno retumbó en aquel pequeño almacén y la luz parpadeó. Los dos miraron la bombilla que colgaba del techo esperando un corte de luz.

—Che, Juan, parece que está bravo afuera, ¿por qué no te quedás en la hostería de Abril?

Una vez que había dejado la nota bajo la puerta de la casa de Florencio, Juan Cruz se fue directo a la hostería.

La tormenta era fuerte, los arroyos y ríos no tardaron en desbordarse, por lo tanto decidió hacerle caso a Oscar y pasar la noche en Gualeguaychú.

El camino de Rojas había quedado bloqueado. Como si estuviesen en cuarentena nadie entraba y nadie salía de las estancias, había barro por doquier y las rutas se tornaron intransitables.

Elena estaba preocupada, su hermano no llegaba a la casa, ya eran las 18 y todos saben que de noche es mejor no andar por esas rutas y más con lluvia, afuera la tormenta no daba tregua y para calmar los nervios se preparó un té de tilo, se sentó frente a un ventanal y a lo lejos Elena vio una luz roja, sin dudarlo abrió la puerta pensando que su hermano estaba llegando, pero para su sorpresa cuando abrió la puerta no había nada, confundida ingresó a la casa y se quedó esperando al lado de la ventana, la tormenta había pasado. Eran las 19 h y Elena sabía que su hermano ya no volvería.

En la esquina de Patico Daneri y av. Morrogh Bernard, se encontraba la Hostería Casa Abril. Al entrar Juan se acercó a un escritorio lleno de folletos y llaves, tocó una campanilla y una señora de 77 años salió detrás de una puerta. Su pelo era blanco y llevaba un rodete, con su achinada mirada se acercó silenciosamente, acomodó su chal, se colocó sus anteojos, parpadeó y al instante exclamó con voz aguda.

—¡JUAN MOLINARI, QUÉ SORPRESA!

Juan se alegró al ver a doña Abril fuerte y entera, o al menos eso es lo que aparentaba, hace poco había perdido a su hijo Mariano en un accidente en la ruta 14. Algunos decían que un camión lo embistió y este se desvió chocando contra un badén, otros decían que se había embriagado y había perdido el control. Cuando lo encontraron estaba agonizando y balbuceaba palabras sin sentido, lo único que habían entendido era cuidado con la luz.

Doña Abril y Juan charlaron toda la noche en el comedor de aquella vieja hostería. Estaban solos y lejos de la temporada de verano. De vez en cuando algunos camioneros o ejecutivos se quedaban un par de noches por trabajo, pero nada más.

—Espero que te guste, a Nano le encantaba el guiso de lentejas.

—Gracias, para este frío nunca viene mal.

Juan miraba los cansados y tristes ojos de Abril, y pensaba en preguntarle cómo hacía para sobrellevar la partida de su hijo, pero ella le ganó de mano.

—Juan, siento mucho lo de tus padres, tu madre fue una gran amiga mía, la recuerdo con tanto cariño.

Juan la miró y con una forzada y tímida sonrisa le dijo:

—Seguro que lo fue, doña Abril, gracias. –Un silencio se apoderó de la escena y una vez terminado el plato Abril guio a Juan hasta su cuarto.

—Cualquier cosa que necesites estamos abajo.

—¿Estamos? –preguntó Juan.

—Sí, Carlos siempre está despierto, le cuesta dormir, se la pasa leyendo o mirando televisión, que tengas buenas noches.

Desde la habitación se podía ver el imponente puente Méndez Casariego, un emblema inoxidable inaugurado en 1931 traído desde Ámsterdam, Holanda. Ya un poco cansado Juan bajó la persiana y bloqueó la luz de las luminarias de la calle para poder dormir un poco. La noche transcurrió normal hasta que un extraño frío heló la habitación obligando a Juan a saltar de la cama, no bien encendió el velador, un chispazo lo dejó a oscuras.

—Pero la puta, che. –Con cautela tanteó los objetos, y las paredes de aquel cuarto en busca de la puerta o la ventana. Él avanzaba unos pasos y se encontraba con una pared, parecía que su memoria visual le estaba fallando, una y otra vez terminó en el mismo lugar, hasta que en un momento se quedó apoyado en la pared y oyó unos murmullos indescifrables, extrañado golpeó la pared. Toc, toc.

—Hola, doña Abril, ¿es usted? –Un golpe fuerte se escuchó y súbitamente se alejó de la pared y una voz le dijo:

—Hola, Juan. –Asustado alejó la cara de la pared y al instante doña Abril abrió la puerta.

—Juan, ¿estás bien?, se fue la luz, vengo a dejarte una vela. –Desde la otra punta de la habitación le agradeció.

—Much… Muchas gracias. –Con desconcierto miraba la puerta y no entendía cómo nunca había podido llegar a ella, algo que parecía simple se había transformado en un juego laberíntico.

—Hay unos cobertores en el armario por si tenés frío, que descanses, tesoro… –Juan esa noche se quedó pensando en esa voz que le dijo hola, el sueño se le había ido, tenía miedo, esa noche no sería el único en vivir una experiencia de otro mundo.

En la estancia, los animales comenzaron a alborotarse, Elena se despertó en plena madrugada y aprovechó para ir por un vaso de agua, a lo lejos se escuchaban los alaridos de los animales y sin darle mucha importancia ella caminó por el pasillo y se dirigió a la cocina, pero antes de llegar escuchó susurros que provenían de las paredes y sonaban como voces distorsionadas.

—Elena, ya llegamos, ¿no nos vas a saludar?

Una fría correntada de aire pegó en su nuca y la puerta de entrada se había abierto. Una luz roja comenzó a brillar con fuerza desde la cocina y un olor putrefacto invadió toda la casa, por las ventanas sombras humanoides iban y venían a gran velocidad, con sus ojos llorosos y muerta de miedo, Elena se refugió en su cuarto e intentó dormirse pero le fue en vano. Ansiosa por que amaneciera miró su muñeca derecha y observó la hora, pero para su sorpresa su reloj se había detenido. “Lo que me faltaba, ¿qué hora será?”. Elena salió del cuarto y con pavor abrió la puerta, se asomó al barandal y otra vez la luz, pero esta vez estaba a los pies de las escaleras, parecía que ese ente podía sentir el miedo así que comenzó a rezar con todas sus fuerzas y a pedirles a todos los santos que sea lo que sea que desaparezca.

La puerta comenzó a temblar violentamente como si alguien con mucha fuerza la pateara y Elena gritó con desesperación. “Diosito, no sé qué sea esto, pero te imploro, hacé que desaparezca, viejos, si me están cuidando desde el cielo ayúdenme, que se vaya! ¡Que se vaya! ¡QUE DESAPAREZCA!”.

Las luces de la casa se prendieron y emitieron tanta luz que Elena casi quedó ciega. Parecía que la casona se había defendido de algo que no debía estar ahí. Al igual que su hermano después de esa noche, no pudo dormir y decidió descansar solo cuando saliera el sol.

Eran las 10:30 de la mañana y Juan Cruz llegaba de la ciudad con malas noticias, al ingresar a la estancia vio el gigantesco sauce partido a la mitad.

—¡Que carajo pasó acá! –En ese momento se percató de que las puertas estaban abiertas de par en par–. ¡Elena! Elena, ¿dónde estás? –Al entrar observó que todo estaba revuelto, algunos barrales de los cortinados habían salido proyectados contra los muebles, exasperado corrió rápidamente a las escaleras gritando el nombre de su hermana. Temeroso porque le haya pasado algo, irrumpió en la habitación de Elena, la vio dormida aferrada a un rosario y un arma blanca. Confundido la despertó–. Elo, ¿estás bien? ¿Qué pasó? –Entre lágrimas, le contó el terror que había vivido la noche anterior y Juan recordó su experiencia en la hostería y le relató lo que había pasado en el pueblo, además de aquel extraño suceso le dijo a Elena que nadie sabía nada de los López.

—¿Les habrá pasado algo?

—No sé, espero que estén bien. –Esa tarde se dedicaron a ordenar el caótico living.

La noche se iba acercando y Juan se ponía cada vez más nervioso.

—Hermano, te tengo que pedir algo. –Juan miró a Elena con intriga.

—Decime, ¿qué pasa? –Elena se acercó al interruptor de luz y lo apagó.

—Esta noche vamos a quedarnos a oscuras, esa luz va a volver y de alguna manera hay que hacerla desaparecer.

Aquella noche Juan Cruz desconectó el tablero principal de energía y Elena decidió prender algunas velas, al finalizar la cena se ubicaron frente al hogar y compartieron felices recuerdos junto al fuego, a las 00:00 horas, apagaron los candelabros y quedaron iluminados por la parpadeante y cálida luz del hogar, esa noche no había luna, por lo tanto iba a ser más fácil detectar cualquier indicio de luz. Las horas pasaron y todo parecía calmo, Juan no aguantó y se quedó dormido. Elena se mantenía firme buscando por todos lados, a través del ventanal. El silencio era descomunal, solo se escuchaba el ruido de la chispeante madera que ardía dentro del hogar y el tic tac de su reloj, el cual instantáneamente se detuvo. Una atmósfera pesada se sintió en todo el lugar, como si se hubiese detenido el mundo y el aturdidor silencio se desvaneció con un golpe en seco provocado por la caída de un portarretrato de los padres de Elena y Juan Cruz. De pronto los caballos comenzaron a relinchar, los animales de la granja estaban enloquecidos. Desde la copa de los árboles los pájaros huían despavoridos. Una luz roja iluminaba gran parte del campo y Elena aterrada despertó a su hermano.

—¡Ahí está, volvió, es la luz mala, Juan! –Él no podía acreditar lo que veía, los caballos sueltos corrían de un lado, las gallinas y cerditos corrían en círculos, todo era un caos. En un abrir y cerrar de ojos, Elena estaba sola, su hermano se encontraba hincado frente a esa luz roja llorando y agarrándose el pecho como si le hubiesen clavado un puñal en el esternón, Juan Cruz se retorcía de dolor y la luz parecía incrementar su radio. Entonces Elena salió de la casa para acudir a su hermano pero un viento huracanado lo empujó de manera violenta al suelo, alzó su vista y le gritó a la luz, que desapareciera, que vuelva al lugar de donde salió y que los deje en paz, sus ojos llenos de lágrimas y tristeza veían cómo ese maligno resplandor de a poco se llevaba a su hermano.

Los ojos de Juan Cruz se pusieron negros, en ellos se reflejaban una triste escena que se repetía en un bucle temporal, Juan gritaba: “¡Mamá! ¡Papá!”.

El sonido del viento era abrumador, Elena en medio de tanto caos logró escuchar el ladrido de un perro, woof, woof, woof, miraba para todos lados y no veía absolutamente nada y entre la vegetación una luz comenzó a brillar.

La luz viajaba a gran velocidad y como un misil se dirigió directo al epicentro de la maldad chocando contra aquella diabólica luz que atormentaba a los hermanos. Las luces de la casa se encendieron con tanta potencia que un haz de luz salió disparado desde la puerta principal, atravesando a Elena, Juan Cruz y la luz roja, Elena con sus pocas fuerzas, se arrastró hasta llegar a su hermano y trató de calmarlo.

—Ya está, Juan, ya pasó, abrazame, está todo bien.

—Pero ma… mamá y papá están –sollozaba Juan

—Sh, Juan, ya pasó.

Abrazados contemplaban la lucha entre el bien y el mal. De a poco la luz blanca comenzó a disuadir esa energía negativa y la luz roja fue desapareciendo, un estruendo similar a un trueno se hizo sentir en el lugar y seguido un silencio fantasmal. Atónitos los hermanos no podían creer lo que habían vivido, con dificultad se pusieron de pie y observaron cómo la blanca luz disminuyó su tamaño y se dirigió al estanque para desaparecer en el agua, los hermanos se acercaron y pudieron observar que algo brillaba en el fondo. Elena sumergió su mano en la gélida agua mientras que los peces rozaban su brazo dificultando un poco la visión, estiró los dedos y recolectó un collar dorado, parecía que le faltaba un dije o algo, ya que tenía una argolla de encastre. Elena guardó el collar y juntos regresaron a la casa.

Cuenta la leyenda que los 24 de agosto la luz mala sale a devorar las almas de aquellos mortales que moran en pena por este mundo, la luz roja que se ve deambular es el mismísimo diablo o alguna fuerza equivalente, mientras que la luz blanca se dice que pertenece a algún alma bondadosa y esta solo aparece cuando un corazón puro pide por su asistencia.

Juan Cruz nunca pudo contarle a Elena qué fue lo que vio esa noche, y ella nunca le quiso preguntar. Los días pasaron y Ramírez les comentó a los hermanos que habían encontrado el auto de los López en la localidad de Victoria, muy cerca de un hotel llamado El Molino. Solo hallaron un maletín con mucho dinero, parecía que al matrimonio se lo había tragado la tierra. Pero esa ya es otra historia.

La mente es muy poderosa, a veces atraemos cosas buenas y malas. Elena sin querer había llamado a aquella entidad maligna al no parar de pensar en la luz mala, y sus desgracias. Por otro lado la densa tristeza de Juan Cruz también sirvió para atraerla.

Todo es mente, lo que pensamos lo atraemos, así que cuidado porque podríamos están metiéndonos en problemas, donde está tu atención, estás vos…

Los ojos de Casio habían vuelto a la normalidad y automáticamente se desvaneció.

En plena mañana dominical un ladrido retumbó contra las paredes de las casas del frente despertando abruptamente a Casio.

—¡Juan Cruz, la luz! Un increíble dolor se expandía por su cabeza, parecía que le iba a explotar, sentimientos encontrados la invadían, con dificultad se sentó en la cama y se arqueó. “Mi espalda, por favor, qué dolor más horrible”. Una mirada de nostalgia se reflejaba en la ventana de su cuarto, Juan Cruz y Elena ya eran historia, parecía que el “sueño” había durado una eternidad. Viendo que el reloj marcaba las 8 de la mañana, Casio decidió descansar un rato más y se echó para atrás dejando caer sus despeinados rodetes que parecían polainas, cerró sus ojos y volvió a dormir. Algunas horas faltaban nada más para que ella y sus padres vayan a recorrer antiguos rincones históricos de la ciudad de Buenos Aires.

Casiopea y la bóveda celeste

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