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SIETE

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El detective que apareció era una mujer y vino sola. Tenía puestos unos pantalones y una camisa gris de manga corta. Quizás seda, quizás sintética. Brillante, en cualquier caso. La llevaba por fuera de los pantalones y supuse que los faldones le tapaban el arma y las esposas y cualquier otra cosa que estuviera llevando. Por dentro de la camisa era menuda y esbelta. Por encima de la camisa tenía un pelo negro atado hacia atrás y una cara pequeña y ovalada. No llevaba joyas. Ni siquiera un anillo de boda. Debía tener treinta y siete, treinta y ocho, treinta y nueve años. Quizás cuarenta. Una mujer atractiva. Me gustó de inmediato. Se la veía relajada y amigable. Me mostró su placa dorada y me dio su tarjeta. La tarjeta tenía el número de su oficina y el del móvil. Tenía una dirección de e-mail del Departamento de Policía de Nueva York. Dijo para mí en voz alta el nombre que estaba ahí escrito. El nombre era Theresa Lee, con la T y la h pronunciadas juntas, como theme o therapy. Theresa. No era asiática. Quizás el Lee venía de un viejo matrimonio o era la versión Ellis Island de Leigh, o algún otro apellido más largo y complicado. O quizás era descendiente de Robert E.

Dijo:

—¿Puede decirme exactamente qué sucedió?

Habló con suavidad, con las cejas levantadas y una voz susurrante llena de cuidado y consideración, como si lo que más le preocupara fuera mi propio estrés postraumático. ¿Puede decirme? ¿Puede? Como: ¿puede soportar evocarlo? Yo sonreí, brevemente. El Midtown Sur estaba en una cantidad de homicidios por año baja y de un solo dígito, e inclusive si ella hubiera sido la única encargada de todos desde su primer día de trabajo aún yo habría visto más cadáveres que los que había visto ella. Por un múltiplo alto. La mujer del tren no había sido el más agradable, pero estaba muy lejos del peor.

Así que le dije exactamente lo que había pasado, remontándome hasta el comienzo en Bleecker Street, recorriendo la lista de once puntos, mi acercamiento tentativo, la conversación fragmentaria, el arma, el suicidio.

Theresa Lee quiso hablar de la lista.

—Tenemos una copia —dijo—. Se supone que es confidencial.

—Hace veinte años que está dando vueltas —dije—. Todo el mundo tiene una copia. Difícilmente puede considerarse confidencial.

—¿Dónde la vio?

—En Israel —dije—. Justo después de que fuera escrita.

—¿Cómo?

Así que le conté mi currículum. La versión abreviada. El Ejército de Estados Unidos, trece años como policía militar, la unidad de investigación 110 de élite, de servicio en todas partes del mundo, más períodos acá y allá, cuándo y cómo ordenaran. Después el colapso soviético, el dividendo de paz, la reducción en el presupuesto de defensa, de repente yéndome por mi cuenta.

—¿Oficial o soldado? —preguntó.

—Jerarquía final de comandancia —dije.

—¿Y ahora?

—Retirado.

—Es joven para estar retirado.

—Me dije que tenía que disfrutarlo mientras pudiera.

—¿Y lo está disfrutando?

—Como nunca.

—¿Qué estaba haciendo esta noche? ¿Ahí en el Village?

—Música —dije—. Los clubs de blues en Bleecker.

—¿Y hacia dónde se dirigía en la línea 6?

—Iba a buscar una habitación en algún lado o a ir directo a Port Authority a coger un autobús.

—¿Hacia dónde?

—A donde fuera.

—¿Una visita breve?

—Son las mejores.

—¿Dónde vive?

—En ningún lado. Mi año es una visita breve detrás de otra.

—¿Dónde está su equipaje?

—No tengo.

La mayoría de la gente hace más preguntas después de esa, pero Theresa Lee no hizo ninguna otra. En vez de eso sus ojos volvieron a cambiar de foco y dijo:

—No me deja contenta que la lista estuviera mal. Pensaba que se suponía que era definitiva. —Habló de manera inclusiva, de policía a policía, como si mi viejo trabajo para ella supusiera una diferencia.

—Estaba mal solo a medias —dije—. La parte del suicidio estaba bien.

—Supongo —dijo—. Las señales serían las mismas, imagino. Pero aún así fue un falso positivo.

—Mejor que un falso negativo.

—Supongo —volvió a decir.

Pregunté:

—¿Sabemos quién era?

—Todavía no. Pero lo vamos a averiguar. Me dicen que encontraron llaves y una cartera en la escena. Probablemente sean definitivas. ¿Pero qué hay del abrigo de invierno?

—No tengo ni idea —dije.

Se quedó en silencio, como si estuviera profundamente desilusionada. Dije:

—Estas cosas son siempre proyectos de desarrollo continuo. Personalmente, creo que deberíamos añadir además un punto doce a la lista de las mujeres. Si una mujer terrorista se quita el velo de la cabeza, va a haber una pista por el bronceado, igual que en los hombres.

—Buen punto —dijo.

—Y leí un libro que decía que la parte sobre las vírgenes es una mala traducción. La palabra es ambigua. Es de un pasaje que está lleno de imaginería de comida. Leche y miel. Probablemente significa pasas de uva. Grandes, y posiblemente acarameladas o azucaradas.

—¿Se matan por pasas de uva?

—Me encantaría ver qué cara ponen.

—¿Es lingüista usted?

—Hablo inglés —dije—. Y francés. ¿Y por qué una terrorista suicida querría vírgenes de todas formas? Muchos textos sagrados están mal traducidos. Especialmente cuando tienen que ver con vírgenes. Incluso el Nuevo Testamento, probablemente. Hay gente que dice que María era una madre primeriza, eso es todo. De la palabra hebrea. No una virgen. Los escritores del texto original se reirían, viendo lo que hemos hecho con todo eso.

Theresa Lee no hizo ningún comentario al respecto. En cambio preguntó:

—¿Está usted bien?

Me lo tomé como una indagación acerca de si había quedado conmocionado. Acerca de si me deberían ofrecer algún tipo de asistencia. Quizás porque me tomó por un hombre taciturno que estaba hablando mucho. Pero me equivoqué. Dije:

—Estoy bien.

Y ella pareció un poco sorprendida y dijo:

—De ser yo, estaría lamentando el haberme acercado. En el tren. Creo que usted la llevó al límite. Un par de estaciones más y podría haber superado lo que fuera que la estuviese haciendo sentir mal.

Después de eso nos quedamos ahí sentados en silencio por un minuto y entonces el sargento voluminoso metió la cabeza y con un gesto le dijo a Lee que saliera al pasillo. Escuché una conversación breve y en voz muy baja y después Lee volvió a entrar y me pidió que fuera con ella a la calle 35 Oeste. A la comisaría del distrito.

—¿Por qué? —pregunté.

Dudó.

—Formalismos —dijo—. Para que se tome nota de su declaración, para cerrar el expediente.

—¿Tengo alguna opción en el asunto?

—No siga por ahí —dijo—. La lista israelí tiene algo que ver. Podríamos llamar a todo esto un asunto de seguridad nacional. Usted es un testigo material, podríamos retenerle hasta que se haga viejo y se muera. Mejor simplemente cooperar como un buen ciudadano.

Así que me encogí de hombros y la seguí mientras salíamos del laberinto de Grand Central a la avenida Vanderbilt, donde tenía aparcado su coche. Era un Ford Crown Victoria no identificable, maltratado y sucio, pero funcionaba bien. Nos llevó hasta la calle 35 Oeste sin problemas. Entramos por un portal viejo y grande y me llevó escaleras arriba hasta una sala de interrogatorios. Dio un paso hacia atrás y esperó en el pasillo y me dejó pasar primero. Después se quedó en el pasillo y cerró la puerta detrás de mí y echó el pestillo por fuera.

Mañana no estás

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