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Lee separó una hoja del expediente y la giró hacia mí y la deslizó sobre la mesa hasta mitad de camino. Era una lista manuscrita de testigos. Cuatro nombres. El mío, más un Rodriguez, un Frlujlov y un Mbele.

—Cuatro pasajeros —dijo otra vez.

—Yo estaba en el tren —dije yo—. Sé contar. Sé cuántos pasajeros había. —Después repasé la escena en mi cabeza. Bajando del tren, esperando en medio de la pequeña multitud en movimiento. La llegada del equipo de paramédicos. Los policías, bajándose de uno en uno del tren, moviéndose entre la gente, llevándose cada uno un codo, guiando a los testigos a salas separadas. A mí me habían agarrado primero, el sargento voluminoso. Imposible saber si detrás de nosotros venían cuatro policías, o solo tres.

—Se debe de haber escabullido —dije.

—¿Quién era? —dijo Docherty.

—Un tipo. Alerta, pero no tenía nada especial. Mi edad, no pobre.

—¿Interactuó de alguna manera con la mujer?

—No que yo viera.

—¿Le disparó él?

—Se disparó ella misma.

Docherty se encogió de hombros:

—Por lo cual no es más que un testigo reticente. No quiere papeleo que demuestre que andaba por ahí a las dos de la mañana. Quizás estaba engañando a su mujer. Pasa todo el tiempo.

—Se escapó. ¿Y usted le está dando a él vía libre y me está investigando a mí?

—Usted acaba de declarar que él no estuvo implicado.

—Yo tampoco estuve implicado.

—Dice usted.

—¿Me cree acerca del otro hombre pero no me cree acerca de mí?

—¿Por qué mentiría acerca del otro hombre?

—Esto es una pérdida de tiempo —dije. Y lo era. Era una pérdida de tiempo tan extrema y burda que de repente me di cuenta de que no era en serio. Estaba orquestada. Me di cuenta de que de hecho, a su modo, Lee y Docherty me estaban haciendo un pequeño favor.

Hay más de lo que parece.

—¿Quién era ella? —dije.

—¿Por qué iba a ser alguien? —dijo Docherty.

—Porque hicieron una identificación por sistema y los ordenadores se encendieron como arbolitos de Navidad. Alguien les llamó y les dijo que me retuvieran hasta que ellos llegaran. No querían dejarme registrado con un arresto y por eso me están retrasando con toda esta basura.

—No es que nos preocupara particularmente cómo le dejábamos registrado a usted. Simplemente no queríamos hacer todo el papeleo.

—¿Entonces quién era?

—Aparentemente trabajaba para el gobierno. Están viniendo de una agencia federal para interrogarle. No estamos autorizados a decirle de cuál.

Me dejaron encerrado en la sala. El espacio era aceptable. Sucio, caluroso, maltrecho, sin ventanas, en las paredes pósters viejos de prevención del delito y en el aire olor a sudor y ansiedad y café quemado. La mesa, y tres sillas. Dos para los detectives, una para el sospechoso. En aquellos tiempos al prisionero quizás le pegaban y lo tiraban de la silla. Quizás todavía pasaba. Es difícil saber exactamente qué pasa en una sala sin ventanas.

Conté en mi cabeza el tiempo de espera. El reloj ya había estado avanzando una hora, desde la conversación en voz baja de Theresa Lee en el pasillo de Grand Central. Así que sabía que no era el FBI el que me venía a buscar. Sus oficinas locales de Nueva York son las más grandes de la nación, ubicadas en Federal Plaza, cerca del ayuntamiento. Diez minutos para reaccionar, diez minutos para reunir un equipo, diez minutos para conducir con luces y sirenas hasta donde estábamos nosotros. El FBI habría llegado hace mucho. Pero eso dejaba muchas otras agencias de tres letras. Me aposté a mí mismo que quien fuera que estuviese viniendo iba a tener IA como dos últimas letras de la placa. CIA, DIA. Agencia Central de Inteligencia, Agencia de Inteligencia de la Defensa. Quizás otras inventadas recientemente y por el momento sin publicitar. Los pánicos en medio de la noche eran bastante su estilo.

Después de que una segunda hora se sumara a la primera supuse que debían estar viniendo desde DC, lo cual implicaba un pequeño grupo especializado. Cualquier otro habría tenido oficinas locales más a mano. Abandoné la especulación y recliné la silla hacia atrás y puse los pies encima de la mesa y me fui a dormir.

No me enteré exactamente de quiénes eran. No en ese momento. No me lo dijeron. A las cinco de la mañana tres hombres de traje entraron y me despertaron. Eran amables y formales. Sus trajes eran de precios moderados y estaban limpios y planchados. Sus zapatos estaban lustrados. Sus ojos brillaban. Sus cortes de pelo eran recientes y al ras. Sus caras eran rosadas y rubicundas. Sus cuerpos eran compactos pero tonificados. Tenían pinta de poder correr medias maratones sin problemas, pero también sin placer. Mi primera impresión fue ex militares recientes. Oficiales de carrera entusiastas, reclutados a algún edificio de piedra caliza dentro de la Circunvalación. Creyentes verdaderos, haciendo trabajo importante. Pedí ver identificaciones y placas y credenciales, pero me citaron la Ley Patriótica y me dijeron que no estaban obligados a identificarse. Probablemente cierto, y ciertamente disfrutaban diciéndolo. Consideré no decir nada en represalia, pero me vieron considerando, y me citaron un poco más de la Ley, lo cual me dejó sin ninguna duda de que al final de ese camino en particular me esperaba un mundo de problemas. Tengo miedo a muy pocas cosas, pero lidiar con los actuales aparatos de seguridad es siempre mejor si se evita. Franz Kafka y George Orwell me habrían dado el mismo consejo. Así que me encogí de hombros y les dije que siguieran adelante e hicieran sus preguntas.

Empezaron diciendo que estaban al tanto de mi servicio militar y que lo respetaban mucho, lo cual era una frase trillada, lugar común de mierda o significaba que habían sido reclutados de la Policía Militar ellos mismos. Nadie respeta a un policía militar salvo otro policía militar. Después dijeron que me iban a observar muy atentamente e iban a saber si estaba diciendo la verdad o mentía. Lo cual eran puras estupideces, porque solo los mejores entre nosotros pueden hacer eso, y estos tipos no eran los mejores entre nosotros, de lo contrario habrían estado en cargos de rango muy superior, lo cual significaría que en ese mismo momento habrían estado en casa y dormidos en algún vecindario residencial de Virginia, en lugar de estar yendo de acá para allá por la I-95 en medio de la noche.

Pero yo no tenía nada que esconder, así que les volví a decir que siguieran adelante.

Tenían tres áreas de interés. La primera: ¿Conocía yo a la mujer que se había matado en el tren? ¿La había visto antes?

Dije:

—No.

Breve y afable, tranquilo pero firme.

No siguieron con cuestiones suplementarias. Lo cual me indicó de manera brusca quiénes eran y qué estaban haciendo exactamente. Eran el equipo B de alguien, enviados al norte para poner fin a una investigación en curso. Estaban aislándola, enterrándola, marcando una línea debajo de algo que para empezar había hecho sospechar a alguien solo a medias. Querían una respuesta negativa a cada pregunta, para que el expediente se pudiera cerrar y se finalizara el asunto. Querían una ausencia positiva de cabos sueltos, y no querían llamar la atención sobre el tema volviéndolo un gran drama. Querían volver a la autopista con todo olvidado.

La segunda pregunta fue: ¿Conocía yo a una mujer llamada Lila Hoth?

Dije:

—No.

Porque no la conocía. No en ese momento.

La tercera pregunta fue más bien un diálogo sostenido. Lo abrió el agente que lideraba. El hombre principal. Era un poco más viejo y un poco más pequeño que los otros dos. Quizás también un poco más inteligente. Dijo:

—Usted abordó a la mujer en el tren.

No respondí. Estaba ahí para contestar preguntas, no para comentar afirmaciones.

El tipo preguntó:

—¿Cuán cerca llegó?

—Dos metros —dije—. Poco más o menos.

—¿Lo suficientemente cerca como para tocarla?

—No.

—Si usted hubiera estirado el brazo, y ella hubiera estirado el suyo, ¿se podrían haber tocado las manos?

—Quizás —dije.

—¿Eso es un sí o un no?

—Es un quizás. Sé cuán largos son mis brazos. No sé cuán largos eran los de ella.

—¿Ella le dio algo a usted?

—No.

—¿Tomó alguna cosa de ella después de que estuviera muerta?

—No.

—¿Alguna otra persona?

—No que yo viera.

—¿Vio que se le cayera algo de la mano, o de la mochila, o de la ropa?

—No.

—¿Ella le dijo algo?

—Nada importante.

—¿Habló con alguien más?

—No.

El tipo preguntó:

—¿Podría vaciar sus bolsillos?

Me encogí de hombros. No tenía nada que esconder. Fui a un bolsillo por vez y puse los contenidos sobre la mesa maltrecha. Un fajo doblado de dinero en efectivo, y algunas monedas. Mi viejo pasaporte. Mi tarjeta de débito. Mi cepillo de dientes plegable. La Metrocard que me había permitido subir al metro para empezar. Y la tarjeta de presentación de Theresa Lee.

El tipo revolvió un poco mis cosas con un solo dedo estirado y le hizo un gesto con la cabeza a uno de sus subordinados, que se acercó para palparme. Ejecutó un trabajo semiexperto y no encontró nada más y negó con la cabeza.

El tipo más importante dijo:

—Gracias, señor Reacher.

Y después se fueron, los tres, tan deprisa como habían entrado. Yo estaba un poco sorprendido, pero lo suficientemente contento. Volví a poner mis cosas en los bolsillos y esperé a que ya no estuvieran en el pasillo y después salí. El sitio estaba tranquilo. Vi a Theresa Lee sin hacer nada en un escritorio y a su compañero Docherty guiando a un individuo a través del sector de la brigada hasta un cubículo al fondo. El individuo era de cuarenta y algo y de estatura media y estaba agotado. Tenía puesta una camiseta gris arrugada y un pantalón deportivo rojo. Había salido de su casa sin peinarse. Eso estaba claro. El pelo era canoso y se le desparramaba para todos lados. Theresa Lee me vio mirando y dijo:

—Miembro de la familia.

—¿De la mujer?

Lee asintió:

—Tenía información de contacto en la cartera. Es el hermano. Es policía. De un pueblo en Nueva Jersey. Se subió al coche y vino directo.

—Pobre hombre.

—Lo sé. No le pedimos que hiciera la identificación formal. Está demasiado destrozada. Le dijimos que era conveniente un ataúd cerrado. Lo entendió.

—¿Así que están seguros de que es ella?

Lee asintió de nuevo:

—Huellas digitales.

—¿Quién era?

—No estoy autorizada a decirlo.

—¿Ya no tengo nada más que hacer aquí?

—¿Los federales terminaron con usted?

—Aparentemente.

—Entonces váyase. Ya terminó.

Llegué a lo alto de la escalera y ella me llamó. Dijo:

—No dije en serio lo de que la llevó al límite.

—Sí lo dijo en serio —dije—. Y puede que haya tenido razón.

Salí al fresco del amanecer y doblé a la izquierda en la calle 35 y fui hacia el este. Ya terminó. Pero no había terminado. Justo en la esquina había otros cuatro tipos esperando para hablar conmigo. Con un aspecto similar a los de antes, pero no de agentes federales. Sus trajes eran demasiado caros.

Mañana no estás

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