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DIECIOCHO

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Tomé muchas precauciones volviendo a la cafetería de la Octava. Nuestro jefe trajo todo un equipo. Y para entonces ya todos ellos conocían más o menos mi aspecto. El chico de Radio Shack me había contado cómo las fotos y los vídeos se podían pasar por teléfono de una persona a otra. Por mi parte yo no tenía ni idea de qué aspecto tenían los oponentes, pero si su jefe se había visto forzado a contratar a individuos con trajes buenos como camuflaje local, entonces su propio equipo probablemente llevara algún otro tipo de estilo. Si no, no tenía sentido. Veía muchas personas con otros estilos. Quizás unos cientos de miles. Siempre las ves, en Nueva York. Pero ninguna mostraba ningún interés en mí. Ninguna se quedaba conmigo. No es que yo lo pusiera fácil. Cogí la línea 4 hasta Grand Central, caminé dos veces en medio de toda la gente, cogí el metro que va directo a Times Square, caminé dando una vuelta larga e ilógica de ahí hasta la Novena Avenida, y llegué al restaurante desde el oeste, poco más allá de la comisaría del distrito 14.

Jacob Mark ya estaba en el interior.

Estaba en una mesa de butacas, en la parte de atrás, limpio, peinado, con pantalones oscuros y una camisa blanca y un cortavientos azul marino. Podría haber tenido policía franco de servicio tatuado en la frente. No se le veía contento pero tampoco asustado. Me metí en la butaca enfrente de él y me senté de lado, para poder ver la calle por la ventana.

—¿Hablaste con Peter? —le pregunté.

Negó con la cabeza.

—¿Pero?

—Creo que está bien.

—¿Crees o sabes?

No respondió, porque se acercó la camarera. La misma mujer de por la mañana. Yo tenía demasiada hambre como para mostrarme sensible acerca de si Jake comería o no. Pedí un plato grande, ensalada de atún con huevos y otras cosas. Más café. Jake me siguió y pidió un sándwich de queso, y agua.

Dije:

—Cuéntame qué sucedió.

—Los policías del campus me echaron una mano —dijo—. Lo hicieron con ganas. Peter es una estrella del fútbol americano. No estaba en su casa. Así que hicieron hablar a sus colegas y se enteraron de la historia. Resulta que Peter está por ahí con una mujer.

—¿Dónde?

—No sabemos.

—¿Qué mujer?

—Una chica de un bar. Peter y los chicos salieron hace cuatro noches. La chica estaba ahí. Peter se fue con ella.

No dije nada.

—¿Qué? —dijo Jacob.

—¿Quién eligió a quién? —pregunté.

Él asintió con la cabeza:

—Eso es lo que me hace sentir bien. Él hizo todo el trabajo. Sus amigos dijeron que fue un proyecto de cuatro horas. Tuvo que dejar todo. Como un partido por el campeonato, dijeron los chicos. Así que no era una Mata Hari ni nada.

—¿Descripción?

—Un pibón. Y son deportistas universitarios los que lo dicen, así que hablan en serio. Un poco más mayor, pero no mucho. Quizás veinticinco o veintiséis. Estás en el último año de la universidad, ese es un desafío irresistible, justo ahí.

—¿Nombre?

Jake negó con la cabeza:

—Los otros mantuvieron las distancias. Es una cuestión de etiqueta.

—¿En el sitio al que suelen ir?

—En su circuito.

—¿Puta? ¿Señuelo?

—Para nada. Estos andan mucho por ahí. No son tontos. Se dan cuenta. Y Peter fue el que hizo todo el trabajo, además. Cuatro horas, todo lo que había aprendido en su vida.

—Habría terminado en cuatro minutos si ella hubiese querido.

Jake asintió de nuevo:

—Créeme, ya lo repasé cien veces. Cualquier asunto divertido, con una hora es suficiente para que acabe pareciendo tranqui. Dos, máximo. Nadie lo habría alargado hasta cuatro. Así que todo está bien. Más que bien, desde el punto de vista de Peter. ¿Cuatro días con un pibón? ¿Tú qué hacías cuando tenías veintidós?

—Te entiendo —dije. Cuando tenía veintidós tenía el mismo tipo de prioridades. Aunque una relación de cuatro días a mí me habría parecido larga. Prácticamente como estar comprometido, o casado.

—¿Pero? —dijo Jake.

—Susan estuvo retrasada cuatro horas en el peaje. Me pregunto qué tipo de momento límite se puede haber cruzado, para hacer que una madre se quisiera suicidar.

—Peter está bien. No te preocupes. Va a volver a su casa pronto, con las rodillas flojas pero feliz.

No dije nada más. La camarera se acercó con la comida. Tenía muy buen aspecto, y era una porción grande. Jake preguntó:

—¿Te encontraron los que trabajan por cuenta ajena?

Asentí y le conté la historia entre bocados de atún.

—¿Sabían tu nombre? —dijo—. Eso no es bueno.

—No es ideal, no. Y sabían que hablé con Susan en el metro.

—¿Cómo?

—Son ex policías. Todavía tienen amigos ahí. No hay otra explicación.

—¿Lee y Docherty?

—Quizás. O quizás alguien del turno de mañana que entró y leyó el expediente.

—¿Y te sacaron una foto? Eso tampoco es bueno.

—No es ideal —dije otra vez.

—¿Alguna señal de este otro equipo del que hablaron? —preguntó.

Miré hacia la vidriera y dije:

—Hasta aquí, nada.

—¿Qué más?

—John Sansom no exagera sobre su carrera. Parece que no hizo nada muy especial. Y ese tipo de constatación realmente no vale la pena refutarla.

—Callejón sin salida, entonces.

—Quizás no —dije—. Era comandante. Eso es un ascenso más dos extraordinarios por mérito. Debe haber hecho algo que les gustó. Yo también era comandante. Sé cómo funciona.

—¿Qué hiciste que les gustó?

—Algo de lo que después se arrepintieron, probablemente.

—Trayectoria de servicio —dijo Jake—. Te quedas, te ascienden.

Negué con la cabeza:

—No funciona así. Además de que el tipo ganó tres de las cuatro medallas más importantes que estaban a su alcance, una de ellas dos veces. Así que debe haber hecho algo especial. Cuatro algos, de hecho.

—Todo el mundo consigue medallas.

—No esas medallas. También yo recibí una Estrella de Plata, que para este tipo es calderilla, y sé de primera mano que no vienen con la caja de cereales. Y recibí un Corazón Púrpura, también, algo que Sansom aparentemente no. No menciona uno en su libro. Y ningún político se olvidaría de una herida en combate. Ni en un millón de años. Pero es relativamente poco común recibir una medalla al valor sin ninguna herida. Normalmente las dos cosas van de la mano.

—Por lo cual quizás esté mintiendo con las medallas.

Volví a negar con la cabeza:

—No es posible. Quizás con una lesión de combate en una condecoración por servicio en Vietnam, algo de ese estilo, pero estos son premios grandes. Este tipo recibió todo menos la Medalla de Honor.

—¿Entonces?

—Entonces yo creo que está mintiendo acerca de su carrera, pero en el sentido contrario. Está dejando cosas fuera, no rellenando.

—¿Por qué lo haría?

—Porque estuvo en al menos cuatro misiones secretas, y todavía no puede hablar del tema. Lo cual las vuelve muy secretas de verdad, porque el tipo está en medio de una campaña electoral, y las ganas de hablar deben de ser enormes.

—¿Qué tipo de misiones secretas?

—Podría ser cualquier cosa. Operaciones clandestinas, acciones de encubierto, contra cualquiera.

—Por lo que quizás a Susan le pidieron detalles.

—Imposible —dije—. Las órdenes para la Fuerza Delta y los registros de operaciones y los reportes operativos no están en ningún lugar cerca del Comando de Recursos Humanos. O se destruyen o se guardan bajo llave en Fort Bragg. Sin ánimo de ofender, pero tu hermana no podría haber llegado a estar ni a un millón de kilómetros de esa información.

—¿Y cómo nos ayuda esto entonces?

—Elimina la carrera de combate de Sansom. Si Sansom tiene algo que ver, es en calidad de alguna otra cosa.

—¿Tiene algo que ver?

—¿Por qué otro motivo pueden haber mencionado su nombre?

—¿En calidad de qué?

Apoyé el tenedor y vacié mi taza y dije:

—No me quiero quedar aquí. Es el punto de partida para este otro equipo. Va a ser el primer lugar en el que busquen.

Dejé una propina en la mesa y me dirigí hacia la caja. Esta vez la camarera estaba contenta. Habíamos entrado y salido en tiempo récord.

Manhattan es a la vez el mejor y el peor lugar para que te persigan. El mejor, porque está repleto de gente, y cada metro cuadrado tiene literalmente cientos de testigos alrededor. El peor, porque está repleto de gente, y tienes que examinar a todos y cada uno de ellos, por si acaso, lo cual es cansino, y frustrante, y agotador, y finalmente te vuelve o loco o perezoso. Así que por un tema de conveniencia volvimos a la 35 Oeste y anduvimos por la acera de la sombra arriba y abajo, enfrente de la hilera de coches patrulla aparcados, en lo que parecía el tramo de acera más seguro de la ciudad.

—¿En calidad de qué? —volvió a preguntar Jake.

—¿Cuáles me dijiste que eran las razones de los suicidios que viste en Jersey?

—Monetarias o sexuales.

—Y Sansom no hizo su fortuna en el Ejército.

—¿Crees que estaba teniendo un affaire con Susan?

—Es posible —dije—. Podría haberla conocido en el trabajo. Es el tipo de persona que está siempre entrando y saliendo. Ocasiones para fotos, cosas así.

—Está casado.

—Exacto. Y es temporada electoral.

—No lo veo. Susan no era así. Así que supón que no estaba teniendo un affaire con ella.

—Entonces quizás estaba teniendo uno con alguna otra persona del Comando de Recursos Humanos, y Susan era una testigo.

—Sigo sin verlo.

—Yo tampoco —dije—. Porque no veo de qué manera eso tendría algo que ver con la información. Hablar de información son palabras mayores. Un affaire es una respuesta de sí o no.

—Quizás Susan estaba trabajando con Sansom. No contra él. Quizás Sansom quería ensuciar a alguien.

—¿Entonces para qué iba a venir Susan a Nueva York, en vez de ir a DC o a Carolina del Norte?

—No sé —dijo Jake.

—¿Y por qué Sansom pediría algo a Susan, además? Tiene cien fuentes mejores que una empleada del Comando de Recursos Humanos a la que no conocía.

—¿Entonces dónde está la conexión?

—Quizás Sansom tuvo un affaire hace mucho tiempo, con alguna otra persona, cuando todavía estaba en el Ejército.

—En esa época no estaba casado.

—Pero había reglas. Quizás se estaba tirando a una subordinada. Eso alcanza repercusión ahora, en la política.

—¿Eso pasaba?

—Todo el tiempo —dije.

—¿A ti?

—Tanto como se podía. En ambas direcciones. A veces el subordinado era yo.

—¿Te metiste en problemas?

—No entonces. Pero ahora habría preguntas, si estuviese presentándome a algún cargo.

—¿Entonces crees que se dicen cosas de Sansom, y que le pidieron a Susan que las confirmara?

—Ella no podía confirmar el comportamiento. Ese tipo de cosas están en un conjunto de expedientes distinto. Pero quizás podía confirmar que la persona A y la persona B estuvieron de servicio en el mismo lugar en el mismo momento. Eso es exactamente para lo que es bueno el Comando de Recursos Humanos.

—Por lo que quizás Lila Hoth estuvo en el Ejército con él. Quizás alguien está tratando de relacionar los dos nombres, para un gran escándalo.

—No lo sé —dije—. Suena todo muy bien. Pero tengo a un tipo duro local tan asustado como para no hablar con la policía, y tengo todo tipo de amenazas graves, y tengo un relato acerca de cierto equipo bárbaro esperando a ser soltado. La política es un negocio sucio, ¿pero es para tanto?

Jake no respondió.

—Y no sabemos dónde está Peter —dije yo.

—No te preocupes por Peter. Es un adulto. Hace placajes defensivos. Va directo a la NFL. Es ciento cuarenta kilos de músculo. Se puede cuidar solo. Recuerda el nombre. Peter Molina. Un día vas a leer sobre él en los periódicos.

—Pero no pronto, espero.

—Cálmate.

—Bueno, ¿qué quieres hacer ahora? —dije.

Jake se encogió de hombros y caminó dando pisotones, a un lado y otro de la acera, un hombre inarticulado más limitado aún por la complejidad de sus emociones. Se detuvo, y se apoyó en una pared, justo del otro lado de la calle enfrente de la puerta de la comisaría del distrito 14. Miró todos los coches aparcados, de izquierda a derecha, los Impala y los Crown Vic, identificados y sin identificar, y los extraños cochecitos de regulación del tráfico.

—Está muerta —dijo—. Nada la va a resucitar.

Yo no hablé.

—Así que voy a llamar al gerente de servicios funerarios —dijo.

—¿Y después?

—Nada. Se suicidó. Saber por qué no va a ayudar. La mayoría de las veces nunca se sabe el verdadero motivo, además. Incluso cuando crees que sí.

—Yo quiero saber el motivo —dije.

—¿Por qué? Era mi hermana, no la tuya.

—Tú no estuviste ahí en persona.

No dijo nada. Solo se quedó mirando a los coches aparcados enfrente. Vi el vehículo que había usado Theresa Lee. Era el cuarto desde la izquierda. Uno de los Crown Vic no identificados más adelante en la fila era más nuevo que los otros. Más brillante. Parpadeaba al sol. Era negro, con dos antenas cortas y delgadas en la tapa del baúl, como agujas. Federal, pensé. Alguna agencia con mucho presupuesto y lo mejor a su disposición en lo concerniente a opciones de transporte. Y dispositivos de comunicaciones.

Jake dijo:

—Voy a decírselo a su familia, y vamos a enterrarla, y vamos a seguir adelante. La vida es una mierda y después te mueres. Quizás haya un motivo para que no nos importe cómo o dónde o por qué. Mejor no saberlo. No puede salir nada bueno de ahí. Solo más dolor. Solo algo malo a punto de estallar.

—Como veas —dije.

Asintió y no dijo nada más. Solo me dio la mano y se fue. Le vi entrar a un garaje en un bloque al oeste de la Novena, y cuatro minutos más tarde vi salir un pequeño todoterreno Toyota verde. Fue hacia el oeste con el tráfico. Imaginé que iba en dirección al Túnel Lincoln, y a casa. Me pregunté cuándo lo volvería a ver. Entre tres días y una semana, pensé.

Estaba equivocado.

Mañana no estás

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