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DIECINUEVE

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Todavía estaba justo del otro lado de la calle enfrente de la puerta de la comisaría del distrito 14 cuando Theresa Lee salió con dos tipos de traje azul y camisas blancas con botones en el cuello. Ella parecía cansada. Había recibido la llamada a las dos de la mañana, de lo cual se deducía que su guardia era nocturna, por lo que se debía de haber ido alrededor de las siete y estado en casa acostada sobre las ocho. Ya llevaba seis horas extra. Bueno para su cuenta bancaria, no tan bueno para cualquier otra cosa. Se paró al sol y pestañeó y se estiró y entonces me vio en la otra acera e hizo un doble movimiento clásico. Le dio un golpe en el codo al tipo que tenía al lado y dijo algo y me señaló. Estaba demasiado lejos como para oír sus palabras, pero su lenguaje corporal gritó Ey, es ese que está ahí, con un gran signo de exclamación en la vehemencia de su gesto físico.

Los tipos de traje automáticamente miraron a la izquierda para ver si venía algún coche, lo cual me hizo saber que tenían su base en la ciudad. Las calles impares van de este a oeste, los números pares suben de oeste a este. Lo sabían, lo tenían grabado. Por lo tanto eran de la ciudad. Pero estaban más acostumbrados a conducir que a andar, porque no miraron si venían en sentido contrario mensajeros en bicicleta. Simplemente se lanzaron a cruzar la calle, esquivando coches, mezclándose, separándose y viniendo hacia mí por la izquierda y por la derecha simultáneamente, lo cual me hizo saber que tenían entrenamiento de campo hasta cierto grado, y que tenían prisa. Supuse que el Crown Vic con las antenas tipo aguja era de ellos. Me quedé a la sombra y los esperé. Tenían zapatos negros y corbatas azules y sus camisetas se transparentaban a la altura del cuello, blanco debajo de blanco. El lado izquierdo de sus americanas estaba más abultado que el derecho. Agentes diestros con fundas sobaqueras. Tenían alrededor de cuarenta años, poco más poco menos. En su mejor momento. Ni principiantes, ni cerca del retiro.

Vieron que no me iba a ningún lado, así que redujeron un poco la marcha y se me acercaron a paso rápido. FBI, pensé, más parecidos a policías que a paramilitares. No me mostraron identificación. Simplemente asumieron que yo sabía lo que eran.

—Necesitamos hablar con usted —dijo el de la izquierda.

—Ya lo sé —dije.

—¿Cómo?

—Porque acaban de cruzar corriendo entre los coches para llegar hasta aquí.

—¿Sabe por qué?

—Ni idea. A no ser que sea para darme consejos por la experiencia traumática que acabo de vivir.

La boca del tipo se quedó fija en un gesto impaciente, como si estuviera a punto de increparme por mi sarcasmo. Después su expresión cambió un poco a una sonrisa irónica, y dijo:

—Vale, este es mi consejo. Responda algunas preguntas y después olvídese de que estuvo en ese tren.

—¿Qué tren?

El tipo empezó a responder, y luego se detuvo, pillando con retraso que le estaba tomando el pelo, y avergonzado por parecer lento.

—¿Qué preguntas? —dije.

—¿Cuál es su número de teléfono? —preguntó.

—No tengo número de teléfono —dije.

—¿Ni siquiera móvil?

—No ni siquiera, sino especialmente —dije.

—¿En serio?

—Soy esa persona —dije—. Enhorabuena. Me han encontrado.

—¿Qué persona?

—La única persona en el mundo que no tiene teléfono móvil.

—¿Es canadiense?

—¿Por qué sería canadiense?

—La detective nos dijo que usted hablaba francés.

—Hay mucha gente que habla francés. En Europa hay un país entero.

—¿Es francés?

—Mi madre era francesa.

—¿Cuándo fue la última vez que estuvo en Canadá?

—No lo recuerdo. Hace años, probablemente.

—¿Está seguro?

—Muy seguro.

—¿Tiene amigos canadienses o socios?

—No.

El tipo se quedó en silencio. Theresa Lee estaba todavía en la acera fuera de la comisaría del distrito 14. Estaba de pie al sol y nos miraba desde el otro lado de la calle. El otro tipo dijo:

—Fue solo un suicidio en el metro. Lamentable, pero nada importante. Cosas que pasan. ¿Está claro?

—¿Terminamos? —dije.

—¿Ella le dio algo?

—No.

—¿Está seguro?

—Totalmente. ¿Terminamos?

—¿Tiene planes? —preguntó el tipo.

—Me voy de la ciudad.

—¿A dónde?

—A algún otro lugar.

El tipo asintió:

—Vale, terminamos. Ahora váyase.

Me quedé donde estaba. Los dejé alejarse, de vuelta a su coche. Se subieron y esperaron a que se hiciera un hueco en el tráfico y salieron y se fueron. Imaginé que irían por la autopista del West Side hacia el centro, de vuelta a sus escritorios.

Theresa Lee estaba todavía en la acera.

Crucé la calle y pasé entre dos coches patrulla azul y blanco aparcados y me subí al bordillo y me quedé de pie cerca de ella, lo suficientemente apartado como para ser respetuoso, lo suficientemente cerca como para que me oyera, de cara al edificio para no tener el sol en los ojos. Pregunté:

—¿Qué fue todo eso?

—Encontraron el coche de Susan Mark —dijo—. Estaba aparcado en el medio del SoHo. Lo remolcaron esta mañana.

—¿Y?

—Lo revisaron, obviamente.

—¿Por qué obviamente? Están haciendo un escándalo por algo que aseguran que no es nada importante.

—No explican su manera de pensar. No a nosotros, en todo caso.

—¿Qué encontraron?

—Un pedazo de papel, con lo que creen que es un número de teléfono. Como una nota escrita garabateada. Toda hecha una bolita, como basura.

—¿Cuál era el número?

—El código de área era 600, que ellos dicen que es un servicio de móvil canadiense. Una red especial. Después un número, después la letra D, como una inicial.

—No me dice nada —dije.

—A mí tampoco. Salvo que no creo que sea un número de teléfono. No tiene prefijo de intercambio y tiene un dígito de más.

—Si es una red especial quizás no necesita tener prefijo de intercambio.

—Algo no cuadra.

—¿Entonces qué era ese número?

Me respondió llevando la mano a sus espaldas y sacando una libretita del bolsillo de atrás. No un artículo oficial de la policía. Tenía tapa dura negra y un elástico que la mantenía cerrada. La forma de la libreta estaba un poco curvada, como si pasara mucho tiempo en el bolsillo. Corrió el elástico y la abrió y me mostró una hoja ahuesada en la que aparecía 600-82219-D escrito con una letra pulcra. La letra de ella, supuse. Solo información, no un facsímil. No una reproducción exacta de una nota garabateada.

600-82219-D.

—¿Ve algo? —preguntó.

Dije:

—Quizás los teléfonos móviles canadienses tienen más números. —Sabía que a las compañías telefónicas de todo el mundo les preocupa que se les agoten. Agregar un dígito extra aumentaría la capacidad de un código de área por un factor de diez. Treinta millones, no tres. Aunque Canadá no tenía mucha población. Una gran masa de tierra, pero en su mayor parte estaba vacía. Alrededor de treinta y tres millones de personas, pensé. Menos que California. Y California se las arreglaba con números de teléfono normales.

—No es un número de teléfono —dijo Lee—. Es otra cosa. Como un código o un número de serie. O un número de expediente. Esos tipos están perdiendo el tiempo.

—Quizás no está conectado. Basura en un coche, podría ser cualquier cosa.

—No es mi asunto.

—¿Había algo de equipaje en el coche? —pregunté.

—No. Nada salvo el tipo de porquerías normales que se acumulan en un coche.

—Por lo que se suponía que fuera un viaje rápido. Ir y venir.

Lee no respondió. Bostezó y no dijo nada. Estaba cansada.

—¿Hablaron esos tipos con el hermano de Susan? —pregunté.

—No sé.

—Él parece querer barrer todo debajo de la alfombra.

—Es entendible —dijo Lee—. Siempre hay una razón, y nunca es muy atractiva. Esa ha sido mi experiencia, en todo caso.

—¿Van a cerrar el expediente?

—Ya está cerrado.

—¿Está contenta con eso?

—¿Por qué no debería estarlo?

—Estadísticas —dije—. El ochenta por ciento de los suicidios son hombres. El suicidio es mucho menos común en el este que en el oeste. Y el lugar en el que lo hizo fue raro.

—Pero lo hizo. Usted la vio. No hay ninguna duda al respecto. No está en discusión. No fue un homicidio ingeniosamente disfrazado.

—Quizás la llevaron a hacerlo. Quizás fue un homicidio indirecto.

—Entonces todos los suicidios lo son.

Miró a uno y otro lado de la calle, con ganas de irse, demasiado amable como para decirlo. Dije:

—Bueno, fue un placer conocerla.

—¿Se va de la ciudad?

Asentí:

—Me voy a Washington DC.

Mañana no estás

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