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OCHO

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Theresa Lee volvió veinte minutos más tarde con las plantillas de un expediente oficial y con otro individuo. Puso el expediente en la mesa y presentó al otro individuo como su compañero. Dijo que su nombre era Docherty. Dijo que había venido con unos cuantos interrogantes que quizás deberían haber sido preguntados y respondidos al principio.

—¿Qué interrogantes? —pregunté.

Primero me ofreció café e ir al baño. Dije que sí a las dos. Docherty me escoltó por el pasillo y cuando volvimos había tres vasos desechables sobre la mesa, al lado del expediente. Dos cafés, un té. Docherty cogió el segundo café y dijo:

—Repase todo de nuevo.

Y eso hice, de manera concisa, básica, y Docherty se escandalizó un poco por el tema de que la lista israelí había dado un falso positivo, lo mismo que le había pasado a Lee. Le respondí de la misma manera que le había respondido a ella, diciendo que un falso positivo era mejor que un falso negativo, y que mirándolo desde el punto de vista de la mujer muerta, que estuviese dirigiéndose hacia una salida para ella sola o planeando llevarse a un montón gente con ella podía no alterar los síntomas personales que estaba desplegando. Durante cinco minutos estuvimos inmersos en una atmósfera catedrática, tres personas razonables discutiendo acerca de un fenómeno interesante.

Después el tono cambió.

Docherty preguntó:

—¿Cómo se sintió usted?

—¿Con qué? —pregunté.

—Cuando ella se estaba matando.

—Contento de que no me estuviera matando a mí.

—Somos detectives de homicidios —dijo Docherty—. Tenemos que revisar todas las muertes violentas. Entiende eso, ¿no? Por si acaso.

—¿Por si acaso qué? —dije.

—Por si acaso hay más de lo que parece.

—No hay. Se disparó a sí misma.

—Dice usted.

—Nadie puede decir lo contrario. Porque eso fue lo que sucedió.

—Siempre hay escenarios alternativos —dijo Docherty.

—¿Usted cree?

—Quizás le disparó usted.

Theresa Lee me miró de manera solidaria.

—No le disparé yo —dije.

—Quizás el arma era de usted —dijo Docherty.

—No era mía —dije—. Era una pieza de un kilo. No llevo mochila.

—Usted es voluminoso. Pantalones grandes. Bolsillos grandes.

Theresa Lee me volvió a mirar de manera solidaria. Como si me estuviera diciendo: Lo lamento.

—¿Qué es esto? —dije—. ¿Policía bueno, policía tonto?

—¿Cree que soy tonto? —dijo Docherty.

—Lo acaba de demostrar. Si yo le hubiera disparado con un .357 Magnum tendría residuos en mí hasta el codo. Pero usted acaba de esperarme de pie fuera del baño de hombres mientras yo me lavaba las manos. Está diciendo tonterías. No me tomaron las huellas digitales y no me leyeron mis derechos. Está tratando de confundir las cosas.

—Estamos obligados a asegurarnos.

—¿Qué dice el médico forense?

—Todavía no lo sabemos.

—Hubo testigos.

Lee negó con la cabeza:

—No sirven. No vieron nada.

—Tienen que haber visto algo.

—Su espalda les bloqueaba la visión. Además de que no estaban mirando, además de que estaban medio dormidos, y además de que no hablan mucho inglés. No tenían nada que ofrecer. Básicamente creo que querían irse antes de que empezáramos a pedirles las green cards.

—¿Y qué hay del otro hombre? Estaba enfrente de mí. Él estaba completamente despierto. Y parecía un ciudadano y que hablaba inglés.

—¿Qué otro hombre?

—El quinto pasajero. Vestido de chinos y polo.

Lee abrió el expediente. Negó con la cabeza:

—Había solo cuatro pasajeros, más la mujer.

Mañana no estás

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