Читать книгу Mañana no estás - Lee Child - Страница 7
TRES
ОглавлениеPunto nueve: balbuceo de plegarias. Hasta la fecha todos los ataques de los que se tiene noticia han sido inspirados, o motivados, o validados, o supervisados por la religión, casi de manera exclusiva la religión islámica, y la gente islámica está acostumbrada a orar en público. Testigos oculares que han sobrevivido informan de largos ensalmos rutinarios repasados y repetidos interminablemente y más o menos inaudibles, pero con los labios visiblemente en movimiento. La pasajera número cuatro estaba haciendo exactamente eso. Sus labios se estaban moviendo por debajo de su mirada fija, en un recitado largo, jadeante, ritualista que parecía repetirse más o menos cada veinte segundos. Quizás ya se estaba presentando a sí misma a la deidad que estuviera esperando encontrar del otro lado de la línea. Quizás se estaba tratando de convencer a sí misma de que de verdad había una deidad, y una línea.
El tren se detuvo en la estación de la calle 23. Las puertas se abrieron. No se bajó nadie. No se subió nadie. Vi los carteles rojos de salida por encima del andén: 22 y Park, esquina noreste, o 23 y Park, esquina sudeste. Unas extensiones de acera de Manhattan sin mayor interés, pero de repente atractivas.
Me quedé en mi asiento. Las puertas se cerraron. El tren siguió.
Punto diez: una mochila grande.
La dinamita es un explosivo estable, siempre y cuando esté fresca. No explota por accidente. Tiene que ser accionada mediante detonadores. Los detonadores están conectados a un suministro de energía y a un interruptor mediante un cable detonante. Los detonadores grandes tipo cajas en las viejas películas del Oeste eran las dos cosas a la vez. La primera parte hacia arriba del movimiento del mango ponía en funcionamiento un dinamo, como un teléfono de campaña, y después se accionaba un interruptor. No práctico para su uso portátil. Para un uso portátil se necesita una batería, y para un metro lineal de explosivo se necesita cierto voltaje y cierto amperaje. Las pilas pequeñas AA descargan un débil voltio y medio. No alcanza, de acuerdo con las reglas generales prevalecientes. Una batería de nueve voltios es mejor, y para una descarga decente lo que uno quiere es una de las pilas grandes y cuadradas del tamaño de una lata de tomate de las que se venden para linternas importantes. Demasiado grande y demasiado pesada para un bolsillo, de ahí la mochila. La batería va en el fondo de la mochila, los cables van desde ahí hasta el interruptor, luego salen de la mochila por una discreta hendidura en la parte de atrás y luego pasan hacia arriba por debajo del dobladillo de la prenda inadecuada.
La pasajera número cuatro llevaba una mochila de tela negra como de cartero, de estilo urbano, colgada por la parte delantera de uno de los hombros y por detrás del otro, apoyada en su regazo. La manera en que la tela dura se abultaba y se hundía hacía que pareciera vacía excepto por un único objeto pesado.
El tren se detuvo en la estación de la calle 28. Las puertas se abrieron. No se subió nadie. No se bajó nadie. Las puertas se cerraron y el tren siguió.
Punto once: las manos en la mochila.
Veinte años atrás el punto once fue un añadido reciente. Previamente la lista había terminado en el punto diez. Pero las cosas evolucionan. Acción, y después reacción. Las fuerzas de seguridad israelíes y algunos miembros valientes del público habían adoptado una nueva táctica. Si algo te despertaba sospechas, no corrías. No tiene sentido, en realidad. No puedes correr más rápido que una esquirla. Lo que hacías en cambio era agarrar al sospechoso en un desesperado abrazo de oso. Le inmovilizabas los brazos a los costados. Les impedías que alcanzaran el botón. Se evitaron bastantes ataques de esa manera. Se salvaron muchas vidas. Pero los terroristas suicidas aprendieron. Ahora se les enseña que mantengan el pulgar en el botón todo el tiempo, para que el abrazo de oso sea irrelevante. El botón está en la mochila, junto a la batería. De ahí las manos en la mochila.
La pasajera número cuatro tenía las manos en la mochila. La solapa estaba plegada y arrugada entre sus muñecas.
El tren se detuvo en la estación de la calle 33. Las puertas se abrieron. No se bajó nadie. Una pasajera sola dudó y después avanzó hacia su derecha y se subió al vagón siguiente. Me giré y miré por la ventanita que estaba detrás de mi cabeza y la vi sentarse cerca de mí. Dos separaciones inoxidables, y el espacio del enganche. Quería hacerle señas para que se alejara. Podía sobrevivir en el otro extremo del vagón. Pero no le hice señas. No hicimos contacto visual y de todos modos me habría ignorado. Conozco Nueva York. Los gestos de locura en los trenes nocturnos no tienen ninguna credibilidad.
Las puertas se mantuvieron abiertas un instante más de lo normal. Durante un segundo absurdo pensé en intentar arriar a todos fuera del vagón. Pero no lo hice. Habría sido una comedia. Sorpresa, incomprensión, quizás barreras lingüísticas. No estaba seguro de saber cómo decir ‘bomba’ en español. ¿Se dice así, bomba? ¿O esa es la palabra para ‘focos de iluminación’? Un loco aullando algo acerca de los focos de iluminación no iba a ayudar a nadie.
No, foco de iluminación se decía bombilla, pensé.
Quizás.
Posiblemente.
Pero lo que seguro no sabía era ningún idioma balcánico. Ni sabía ningún dialecto de África Occidental. Aunque quizás la mujer del vestido hablara francés. Parte de África Occidental es francófona. Y yo hablo francés. Une bombe. La femme là-bas a une bombe sous son manteau. La mujer de allá tiene una bomba debajo del abrigo. La mujer del vestido podría llegar a entender. O podría captar el mensaje de alguna otra manera y simplemente seguirnos fuera del vagón.
Si se despertaba a tiempo. Si abría los ojos.
Al final solo me quedé en el asiento.
Las puertas se cerraron.
El tren siguió.
Miré a la pasajera número cuatro. Me figuré su pulgar pálido y delgado en el botón escondido. El botón probablemente vino de Radio Shack. Una pieza inocente, para un hobby. Probablemente costó un dólar y medio. Me figuré un enredo de cables, rojo y negro, encintados y enrollados y sujetados. Un grueso cable detonante, saliendo de la mochila, metido por debajo del abrigo, conectando doce o veinte detonadores en una escalada paralela larga y letal. La electricidad se mueve casi a la velocidad de la luz. La dinamita es increíblemente poderosa. En un ambiente cerrado como un vagón de metro solo la onda expansiva nos aplastaría a todos hasta volvernos pasta. Los clavos y los rodamientos serían del todo gratuitos. Como balas contra un helado. Muy poco de nosotros sobreviviría. Fragmentos de huesos, quizás, del tamaño de semillas de uvas. Posiblemente el yunque y el estribo de la parte interna del oído podrían sobrevivir intactos. Son los huesos más pequeños del cuerpo humano y por lo tanto estadísticamente los que tienen mayores probabilidades de que la nube de esquirlas no les acierte.
Miré a la mujer. No había manera de acercarse a ella. Yo estaba a diez metros de distancia. Su pulgar estaba ya listo en el botón. Los contactos de lata baratos estaban quizás separados por tres milímetros, y esa separación diminuta quizás se angostaba y se ensanchaba fraccional y rítmicamente con los latidos de su corazón y los temblores de su brazo.
Ella estaba lista para partir, y yo no.
El tren se balanceaba hacia delante, con su característica sinfonía de sonidos. El aullido de las ráfagas de aire en el túnel, el golpeteo y el repiqueteo de las juntas bajo las ruedas de hierro, el raspado del colector de corriente contra el riel electrificado, el chirrido de los motores, los chillidos secuenciales cuando los vagones se sacudían uno detrás de otro en las curvas y las pestañas de las ruedas agarrándose a las vías.
¿Adónde iba la mujer? ¿Por debajo de qué pasaba la línea 6? ¿Se podía derribar un edificio con una bomba humana? Pensé que no. ¿Entonces cuáles eran las grandes masas de gente que todavía seguían reunidas después de las dos de la mañana? No muchas. Clubes nocturnos, quizás, pero a la mayoría ya los habíamos dejado atrás, y de cualquier forma no la dejarían pasar del otro lado de una cuerda de terciopelo.
La seguí mirando.
Demasiado fijo.
Lo sintió.
Giró la cabeza, despacio, suave, como un movimiento preprogramado.
Me devolvió la mirada.
Nuestros ojos se encontraron.
La cara de ella cambió.
Ella sabía que yo sabía.