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UNO

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Los terroristas suicidas son fáciles de identificar. Emiten señales delatoras de todo tipo. Más que nada porque están nerviosos. Por definición todos son primerizos.

La contrainteligencia israelí redactó el manual de defensa. Nos dijeron qué es lo que tenemos que buscar. Usaron la observación pragmática y el conocimiento psicológico y con eso elaboraron una lista de indicadores de comportamiento. Yo aprendí la lista de un capitán del Ejército israelí hace veinte años. Él tenía una confianza plena en la lista. Por lo cual yo también tenía una confianza plena en la lista, debido a que en ese momento yo cumplía un período de servicio de tres semanas, mayormente a más o menos un metro de su hombro, en el mismo Israel, en Jerusalén, en la Ribera Occidental, en el Líbano, a veces en Siria, a veces en Jordania, en autobuses, en tiendas, en aceras atestadas. Mantenía los ojos en movimiento y la mente recorriendo libre los puntos de la lista.

Veinte años después todavía me sé la lista. Y mis ojos todavía se mueven. Pura costumbre. De otro grupo de tipos aprendí otro mantra: Mira, no veas, escucha, no oigas. Cuanto más te comprometes, más sobrevives.

La lista tiene doce puntos si estás frente a un sospechoso masculino. Once, si estás mirando a una mujer. La diferencia es un buen afeitado. Los hombres terroristas se quitan la barba. Les ayuda a mezclarse. Les vuelve menos sospechosos. El resultado es una piel más pálida en la mitad inferior de la cara. Ninguna exposición reciente al sol.

Pero yo no estaba interesado en los afeitados.

Estaba ocupándome de la lista de once puntos.

Estaba mirando a una mujer.

Estaba viajando en metro, en Nueva York. La línea 6, el ramal local de la avenida Lexington, en dirección al Uptown, a las dos de la mañana. Me había subido en la estación Bleecker Street por el extremo sur del andén a un vagón que estaba vacío salvo por cinco personas. Los vagones del metro resultan pequeños e íntimos cuando están llenos. Cuando están vacíos resultan vastos y cavernosos y solitarios. De noche sus luces resultan más cálidas y más brillantes, pese a que son las mismas luces que se usan de día. Son las únicas luces que hay. Yo estaba despatarrado en un asiento para dos personas al norte de las puertas del fondo hacia el lado de las vías. Los otros cinco pasajeros estaban todos al sur con respecto a mí en los asientos largos tipo banco, de perfil, vistos de costado, lejos unos de otros, con la mirada perdida a través del ancho del vagón, tres a la izquierda y dos a la derecha.

El número del vagón era el 7622. Una vez viajé ocho estaciones en la línea 6 al lado de un loco que hablaba del vagón en el que estábamos con el mismo tipo de entusiasmo que la mayoría de los hombres le dedican a los deportes o a las mujeres. Por eso sabía que el vagón 7622 era un modelo R142A, el más nuevo del sistema de Nueva York, construido por Kawasaki en Kobe, Japón, traído en barco, transportado en camión hasta los depósitos de la calle 207, montado a las vías por grúas, remolcado hasta la calle 180 y testeado. Sabía que podía andar trescientos mil kilómetros sin que se le prestara mayor atención. Sabía que el sistema de anuncios automatizado daba instrucciones con voz de hombre e información con voz de mujer, que se decía que era de casualidad pero que en realidad era porque los jefes de transporte creían que esa división del trabajo era psicológicamente convincente. Sabía que las voces venían de Bloomberg TV, pero años antes de que Mike fuera alcalde. Sabía que había seiscientos R142A rodando en las vías y que cada uno estaba una fracción por debajo de los dieciséis metros de largo y tenía un poco menos de tres metros de ancho. Sabía que la unidad sin cabina como esa en la que habíamos estado entonces y yo estaba ahora había sido diseñada para transportar un máximo de cuarenta personas sentadas y hasta 148 de pie. El loco había sido preciso en todos esos datos. Podía ver por mí mismo que los asientos del vagón eran de plástico azul, del mismo tono que un cielo de final de verano o un uniforme de la Fuerza Aérea británica. Podía ver que los paneles de las paredes estaban moldeados en fibra de vidrio antigrafiti. Podía ver las franjas gemelas de anuncios alejándose de mí donde los paneles de las paredes se juntaban con el techo. Podía ver pequeños pósters alegres pregonando con descaro programas de televisión y clases de idiomas y títulos de universidades fáciles y oportunidades de obtener grandes ganancias.

Podía ver un aviso policial que me aconsejaba: Si ve algo, diga algo.

La pasajera que estaba más cerca de mí era una mujer hispana. Estaba del otro lado del vagón, a mi izquierda, antes de la primera puerta, sola en un conjunto de asientos para ocho personas, lejos del centro. Era menuda, estaría entre los treinta y los cincuenta años, y parecía tener mucho calor y estar muy cansada. Agarrada de la muñeca tenía una bolsa de supermercado gastada y miraba hacia delante al lugar vacío del lado opuesto con ojos demasiado agotados como para estar viendo algo.

El que la seguía era un hombre al otro lado, quizás un metro y medio más lejos. Iba solo en su propio conjunto de asientos para ocho personas. Podría haber sido de la península balcánica, o del mar Negro. Pelo oscuro, piel arrugada. Era fibroso, estaba desgastado por el trabajo y el clima. Tenía los pies plantados en el suelo y estaba reclinado hacia delante con los codos en las rodillas. No dormido, pero casi. En animación suspendida, haciendo tiempo, meciéndose con los movimientos del tren. Estaba alrededor de los cincuenta años, con ropa demasiado juvenil para él. Pantalones vaqueros anchos que le llegaban solo hasta las pantorrillas y una camiseta enorme de la NBA con el nombre de un jugador que no reconocí.

La tercera era una mujer que podría haber sido de África Occidental. Estaba a la izquierda, al sur de las puertas del centro. Cansada, inerte, con la piel negra desteñida y gris por la fatiga y las luces. Tenía puesto un vestido batik muy colorido en combinación con un cuadrado de tela atado en la cabeza. Iba con los ojos cerrados. Conozco Nueva York razonablemente bien. Me considero a mí mismo como un ciudadano del mundo y a Nueva York como la capital del mundo, por lo que puedo entender la ciudad igual que un británico conoce Londres o un francés París. Estoy familiarizado con sus costumbres pero no las conozco de cerca. Pero era una suposición fácil que cualquier conjunto de tres personas como estas ya sentadas en un tren nocturno de la línea 6 más allá de Bleecker en dirección norte eran empleados de limpieza de oficinas yendo a casa después del turno de noche en los alrededores de City Hall, o trabajadores de restaurantes provenientes de Chinatown o Little Italy. Iban probablemente a Hunts Point en el Bronx, o quizás seguían hasta el final del recorrido en Pelham Bay, listos para un descanso breve y errático antes de más días largos.

Los pasajeros cuarto y quinto eran diferentes.

El quinto era un hombre. Quizás era de mi edad, y estaba instalado en una posición de cuarenta y cinco grados en el asiento para dos personas opuesto al mío en diagonal, totalmente del otro lado y al fondo del vagón. Estaba vestido de manera casual pero no barata. Pantalones chinos y un polo. Estaba despierto. Tenía los ojos fijos en algún lugar enfrente de él. El foco cambiaba y se reducía constantemente, como si estuviera alerta y especulando. Me hicieron pensar en los ojos de un jugador de béisbol. Tenían una cierta sagacidad perspicaz y calculadora.

Pero era a la pasajera número cuatro a la que yo miraba.

Si ve algo, diga algo.

Estaba sentada en el lado derecho del vagón, sola en el más alejado de los conjuntos de asientos para ocho personas, del otro lado y más o menos a mitad de camino entre la exhausta mujer de África Occidental y el hombre con los ojos de jugador de béisbol. Era blanca y estaría entre los cuarenta y los cincuenta años. Era sencilla. Tenía el pelo negro, con un corte pulcro pero no estiloso, y con un tono oscuro demasiado uniforme como para ser natural. Estaba vestida toda de negro. La podía ver bastante bien. El tipo que estaba más cerca de mí del lado derecho seguía reclinado hacia delante y el hueco en forma de V entre su espalda inclinada y la pared del vagón hacía que mi línea de visión no estuviera interrumpida salvo por un bosque de barras de agarre hechas de acero inoxidable.

No una vista perfecta, pero lo suficientemente buena como para hacer sonar todas las alarmas de la lista de once puntos. Los apartados de la lista se encendieron como cerezas en una máquina tragaperras.

Según la contrainteligencia israelí yo estaba mirando a una terrorista suicida.

Mañana no estás

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