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DIECISÉIS

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Los locales de Radio Shack tienen una décima parte de la presencia que tienen los Starbucks, pero nunca están a más de unos bloques de distancia. Y abren temprano. Entré en el primero que vi y un chico del subcontinente indio se acercó a atenderme. Parecía entusiasmado. Quizás yo era el primer cliente del día. Le pregunté por móviles con cámara. Me dijo que prácticamente todos tenían cámara. Algunos incluso tenían vídeo. Le dije que quería ver cuán bien salían las fotos. Cogió un teléfono cualquiera y yo me paré al fondo del local y él me fotografió desde la caja. La imagen resultante era pequeña y le faltaba definición. Mis rasgos estaban borrosos. Pero mi tamaño y mi silueta y mi postura en conjunto estaban captados bastante bien. Lo suficientemente bien como para ser un problema, en todo caso. Lo cierto es que mi cara es común y corriente. Muy olvidable. Mi suposición es que la mayoría de la gente me reconoce por mi silueta, que no es común.

Le dije que no quería el teléfono. Intentó venderme en lugar de eso una cámara digital. Estaba llena de megapíxeles. Iba a sacar fotos mejores. Le dije que tampoco quería una cámara. Pero le compré una memoria extraíble. Un USB, para datos de ordenador. De la menor capacidad que tenía, el precio más bajo. Era solo para aparentar, y no quería gastar una fortuna. Era una cosa diminuta, en un paquete grande de plástico duro. Hice que el chico me lo abriera con unas tijeras. Con cosas como esas te puedes romper los dientes. El dispositivo venía con dos fundas distintas de neopreno suave para elegir, azul o rosa. Usé la rosa. Susan Mark no había tenido particularmente el aspecto de ser una mujer de las que usan rosa, pero la gente ve lo que quiere ver. Una funda rosa equivale a una propiedad de mujer. Me guardé el USB en el bolsillo junto a mi cepillo de dientes y agradecí al chico su ayuda y dejé que él se deshiciera de la basura.

Caminé a lo largo de dos manzanas y media por la calle 28. Durante todo el recorrido había mucha gente detrás de mí, pero yo no conocía a nadie, y nadie parecía conocerme. Bajé al metro en Broadway y pasé mi tarjeta. Después me perdí los siguientes nueve trenes que pasaron en dirección Downtown. Simplemente me quedé sentado al calor sobre un banco de madera y los dejé pasar. En parte para hacer una pausa, en parte para matar el tiempo hasta que abriera el resto de los negocios de la ciudad, y en parte para comprobar que no me habían seguido. Nueve grupos de pasajeros fueron y vinieron, y nueve veces estuve solo en el andén por uno o dos segundos. Nadie mostró el más mínimo interés en mí. Cuando me cansé de buscar entre la gente empecé a buscar ratas. Me gustan las ratas. Circulan muchos mitos sobre el tema. Los avistamientos son menos frecuentes de lo que la gente cree. Las ratas son tímidas. Las ratas que se ven por lo general son jóvenes o están enfermas o muertas de hambre. No mordisquean las caras de bebés dormidos solo para divertirse. Les tientan los rastros de comida, eso es todo. Lávale la boca a tu bebé antes de llevarlo a dormir y todo estará bien. Y no hay ratas gigantes grandes como gatos. Todas las ratas son del mismo tamaño.

No vi ninguna rata, y finalmente me sentí inquieto. Me paré y di la espalda a las vías y miré los pósters en la pared. Uno era un mapa de toda la red de metro. Dos eran anuncios de musicales de Broadway. Uno era una notificación oficial en la que se prohibía algo que llamaban surfear el metro. Había una ilustración en blanco y negro de un tipo agarrado como una estrella de mar al exterior de la puerta del metro. Aparentemente los ejemplares viejos de la red de Nueva York tenían rodapiés debajo de las puertas, diseñados para reducir parte del espacio entre el vagón y el andén, y pequeños vierteaguas por encima de las puertas, diseñados para evitar que entrara el agua. Yo sabía que los nuevos R142A no tenían ninguna de esas dos piezas. Mi compañero de viaje loco me lo había dicho. Pero con los vagones viejos se podía esperar en el andén hasta que se cerraran las puertas, y entonces clavar la punta de los pies en el rodapiés, y presionar con la punta de los dedos en los vierteaguas, y abrazar el vagón, y ser transportado por los túneles desde el exterior. Surfeo de metros. Muy divertido para algunos, quizás, pero ahora ilegal.

Me giré hacia las vías y me subí al décimo tren que pasó. Era uno de la línea R. Tenía rodapiés y vierteaguas. Pero yo viajé en el interior, dos paradas hasta la gran estación de Union Square.

Salí a la calle en la esquina noroeste de Union Square y me dirigí hacia una librería gigante que recordaba que estaba en la calle 17. Los políticos que están en campaña suelen publicar biografías antes de la época de elecciones, y las revistas de noticias están siempre llenas de cobertura del tema. En vez de eso podría haber buscado un cibercafé, pero no soy diestro con la tecnología y además los cibercafés ya no son tan comunes como antes. Ahora toda la gente anda con pequeños dispositivos electrónicos con nombres de frutas o árboles. Los cibercafés van en la misma dirección que las cabinas de teléfono, eliminados por nuevas invenciones inalámbricas.

La librería tenía mesas al comienzo de la planta baja. Tenían encima pilas de títulos nuevos. Busqué los lanzamientos de no ficción y no encontré nada. Historia, biografía, economía, pero no política. Fui un poco más allá y encontré lo que quería en la parte de atrás de la segunda mesa. Comentario y opinión de la izquierda y de la derecha, más autobiografías de candidatos escritas por escritores fantasma y con sobrecubiertas relucientes y fotos brillantes y retocadas. El libro de John Sansom tenía más o menos un centímetro y medio de espesor y se llamaba Siempre en una misión. Lo cogí y subí por las escaleras mecánicas hasta el tercer piso, donde el directorio del negocio me indicaba que estaban las revistas. Elegí todos los semanarios de noticias y los llevé con el libro a los estantes de historia militar. Me quedé ahí un rato con algunas publicaciones de no ficción y confirmé lo que había sospechado, que era que el Comando de Recursos Humanos del Ejército no hacía nada que no hiciera antes el Comando de Personal. Era solo un cambio de nombre. Un cambio de imagen. Nada de funciones nuevas. Papeleo y documentación, como siempre.

Entonces me senté en el alféizar de una ventana y me instalé para leer el material que había cogido. La parte de atrás de mi cuerpo estaba caliente por el sol que llegaba a través del vidrio, y la parte delantera estaba fría por el conducto de un aire acondicionado que estaba justo encima de mí. Solía sentirme mal por leer cosas en las tiendas, sin intención de comprar. Pero las mismas tiendas parecen estar lo suficientemente contentas al respecto. Incluso lo incentivan. Algunas ponen sillones con ese objetivo. Un nuevo modelo de negocios, aparentemente. Y todo el mundo lo hace. La tienda acababa de abrir, y ya todo el lugar parecía un centro de refugiados. Había gente por todos lados, sentados o tirados en el suelo, rodeados por pilas de mercancía mucho más grandes que la mía.

Todos los semanarios de noticias tenían informes sobre las campañas, metidos entre anuncios e historias sobre avances médicos y novedades tecnológicas. La mayor parte de la cobertura era sobre los candidatos más importantes de cada papeleta, pero las contiendas por la Casa Blanca y por el Senado recibían algunas líneas respectivamente. Faltaban cuatro meses para las primeras primarias y catorce para las elecciones mismas, y algunos candidatos ya eran un fracaso, pero Sansom todavía estaba firmemente en carrera. Estaba obteniendo buenos resultados en las encuestas en todo su estado, estaba recaudando mucho dinero, su estilo directo era visto como refrescante, y se decía que sus antecedentes militares lo cualificaban prácticamente para todo. Aunque en mi opinión eso es como decir que un barrendero podría ser alcalde. Quizás sea así, quizás no. La suposición no tiene lógica. Pero claramente a la mayoría de los periodistas el tipo les gustaba. Y claramente le destinaban a cosas más grandes. Se le veía como candidato presidencial en potencia para dentro de cuatro u ocho años. Un escritor incluso daba a entender que podía ser desplazado de su carrera hacia el Senado para ser postulado como candidato a vicepresidente en estas mismas elecciones. Ya era una especie de celebridad.

La cubierta de su libro era como las que están de moda. Una composición con su nombre, el título y dos fotos. La más grande era una foto borrosa y de mucha granulosidad que lo mostraba en acción y había sido ampliada lo suficiente como para conformar el fondo de toda la cubierta. Mostraba a un hombre joven con un uniforme de combate desabrochado y gastado y la cara toda pintada con camuflaje y gorro de lana. Encima había un retrato de estudio más nuevo de él mismo, muchos años después en el tiempo, de traje. Sansom, obviamente, entonces y ahora. Todo su arco, en una sola gráfica.

La foto reciente estaba bien iluminada y perfectamente enfocada y en una pose ingeniosa y dejaba ver que era un hombre bajo y esbelto, quizás de uno setenta y cinco y setenta kilos. Un whippet o un terrier más que un pit bull, lleno de resistencia y fuerza fibrosa, como siempre lo son los mejores soldados de las Fuerzas Especiales. Aunque la foto más vieja probablemente era de algún momento anterior en una unidad regular. Los Rangers, quizás. En mi experiencia los Delta de su cosecha se inclinaban por barbas y gafas de sol y pañuelos kufiyya bajados hasta el cuello. Parcialmente por los lugares en los que tendían a estar de servicio, y parcialmente porque les gustaba parecer disfrazados y anónimos, lo cual en sí mismo era en parte necesidad y en parte fantasía dramática. Pero probablemente la foto la había elegido su director de campaña, aceptando que se viera la unidad anterior a cambio de una foto que fuera reconocible, y reconociblemente americana. Quizás las personas que parecían unos hippies palestinos raros no iban a caer bien en Carolina del Norte.

La información en la solapa incluía su nombre completo y su rango militar, escrito con un grado de formalidad: Comandante John T. Sansom, Ejército de los Estados Unidos, Retirado. Después decía que había recibido la Cruz por Servicio Distinguido, la Medalla por Servicio Distinguido y dos Estrellas de Plata. Después decía que había sido un CEO exitoso, de algo llamado Sansom Consulting. Otra vez, todo el arco, ahí mismo. Me pregunté para qué era el resto del libro.

Lo hojeé y vi que estaba dividido en cinco secciones principales: su infancia, sus años de servicio, su posterior matrimonio y familia, sus años en los negocios, y su visión política para el futuro. La parte de la infancia era convencional para el género. Joven pobre de barrio, sin dinero, sin lujos, su madre como un gran apoyo, su padre con dos trabajos para llegar a fin de mes. Casi con seguridad exagerado. Si se toma a los candidatos políticos como muestra de la población, Estados Unidos es un país del Tercer Mundo. Todos crecen pobres, el agua corriente es un lujo, los zapatos escasean, una comida completa es motivo de celebración.

Pasé hasta donde conocía a su mujer y me encontré con más de los mismos lugares comunes. Ella era maravillosa, sus hijos eran geniales. Fin. No entendí mucho de la parte de los negocios. Sansom Consulting era un grupo de consultores, lo cual tenía sentido, pero no pude descubrir qué era exactamente lo que habían hecho. Habían dado recomendaciones, básicamente, y después habían invertido en las corporaciones que estaban asesorando, y después habían vendido sus acciones y se habían hecho ricos. El mismo Sansom había hecho lo que describía como una fortuna. No estaba seguro de a cuánto se refería. Yo me siento bastante bien con un par de cientos de dólares en el bolsillo. Tuve la sospecha de que Sansom se refería a mucho más que eso, pero no especificaba cuánto más. ¿Otros cuatro ceros? ¿Cinco? ¿Seis?

Eché una ojeada a la parte acerca de su visión política para el futuro y no encontré mucho que no hubiera ya averiguado en las revistas de noticias. Se reducía a darles a los votantes todo lo que quisieran. Bajos impuestos, hecho. Servicios públicos, adelante. Para mí no tenía sentido. Pero en conjunto Sansom daba la impresión de tipo decente. Sentí que iba a intentar hacer lo correcto, tanto como es posible para cualquiera de ellos. Sentí que estaba en esto por todas las razones correctas.

Había fotos en el medio del libro. Todas menos una eran instantáneas predecibles que recorrían la vida de Sansom desde los tres meses de vida hasta el presente. Eran el tipo de cosas que imagino que la mayoría de la gente puede sacar de una caja de zapatos en el fondo del armario. Padres, infancia, colegio, sus años de servicio, su prometida, sus hijos, retratos de negocios. Cosas normales, probablemente intercambiables con las fotos en todas las biografías de los otros candidatos.

Pero la foto que era diferente era extraña.

Mañana no estás

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