Читать книгу Mañana no estás - Lee Child - Страница 6

DOS

Оглавление

Descarté el pensamiento de inmediato. No por una cuestión de perfil racial. Las mujeres blancas son tan aptas para la locura como cualquier otra persona. Descarté el pensamiento por una cuestión de implausibilidad táctica. El momento del día estaba mal. El metro de Nueva York supondría un buen objetivo para un atentado suicida. La línea 6 sería tan buena como cualquier otra y mejor que la mayoría. Tiene una estación debajo de la terminal Grand Central. A las ocho de la mañana, a las seis de la tarde, un vagón lleno, cuarenta sentados, 148 de pie, esperar hasta que las puertas se abran hacia los andenes repletos, apretar el botón. Cien muertos, un par de cientos de heridos de gravedad, pánico, daño en la infraestructura, posiblemente incendio, un centro de transporte de los más importantes cerrado por días o semanas y en el que quizás ya no se vuelva a confiar nunca más. Una anotación significativa, para personas cuyas cabezas trabajan de maneras que no podemos entender bien.

Pero no a las dos de la mañana.

No en un vagón en el que viajan apenas seis personas. No cuando los andenes de metro de Grand Central solo tendrían basura flotando de acá para allá y vasos desechables vacíos y un par de sin techo viejos sobre los bancos.

El tren se detuvo en Astor Place. Las puertas se abrieron con un silbido. No se subió nadie. No se bajó nadie. Las puertas se cerraron de vuelta con un golpe y los motores chirriaron y el tren siguió.

Los puntos de la lista seguían encendidos.

El primero era uno obvio sin mucha ciencia: vestimenta inapropiada. A estas alturas los cinturones con explosivos están tan evolucionados como los guantes de béisbol. Coge un pedazo de tela resistente de un metro por medio metro, dóblalo una vez longitudinalmente y tienes un bolsillo continuo de veinticinco centímetros de profundidad. Ajústalo alrededor del terrorista y cóselo por la espalda. Los cierres y las hebillas pueden llevar a reconsideraciones. Inserta una estacada de cartuchos de dinamita todo alrededor del bolsillo, cabléalos, rellena los huecos con clavos o rodamientos, cose la parte de arriba para que quede cerrada, añade unas correas para que sostengan el peso desde los hombros. Del todo efectivo, pero del todo abultado. La única manera práctica de esconderlo, una prenda de vestir una talla por encima de lo adecuado, como una parka de invierno acolchada. Nunca apropiada para el Medio Oriente, y plausible en Nueva York quizás tres meses de doce.

Pero era septiembre, y hacía tanto calor como si fuera verano, y bajo tierra diez grados más. Yo estaba en camiseta. La pasajera número cuatro tenía puesto un abrigo de plumas North Face, negro, grueso, brillante, un poco demasiado grande y cerrado hasta la barbilla.

Si ve algo, diga algo.

Pasé de largo el segundo de los once puntos. No inmediatamente aplicable. El segundo punto es: un andar robótico. Significativo en un puesto de control o en un mercado repleto de gente o afuera de una iglesia o de una mezquita, pero irrelevante para un sospechoso sentado en el transporte público. Los terroristas suicidas caminan de manera robótica no porque estén abrumados de éxtasis por pensar en la inminente inmolación sino porque están cargando veinte kilos extra de peso desacostumbrado, que se les está clavando en los hombros a través de las correas, y porque están drogados. El atractivo de la inmolación tiene sus limitaciones. La mayoría de los terroristas suicidas son gente simple intimidada, con una barrita de pasta de opio crudo entre la mejilla y la encía. Esto lo sabemos porque los cinturones de dinamita explotan con una onda de presión característica en forma de donut que enrolla hacia arriba el torso en una fracción de nanosegundo y hace que la cabeza salga volando limpia de los hombros. La cabeza humana no está atornillada. Solo permanece ahí por la gravedad, de alguna manera agarrada por piel y músculos y tendones y ligamentos, pero esos insustanciales sostenes biológicos no hacen mucho contra la fuerza de una violenta explosión química. Mi mentor israelí me dijo que la manera más fácil de determinar si un ataque con bombas al aire libre fue llevado a cabo por un terrorista suicida y no por un coche o un paquete bomba es registrar en un radio de veinte o treinta metros y buscar una cabeza humana cercenada, que probablemente esté extrañamente intacta e indemne, hasta el punto de conservar el pedazo de opio dentro de la mejilla.

El tren se detuvo en Union Square. No se subió nadie. No se bajó nadie. Desde el andén sopló hacia dentro aire caliente y luchó contra el aire acondicionado del interior. Después las puertas se cerraron de nuevo y el tren siguió.

Los puntos tres a seis son variaciones sobre un tema subjetivo: irritabilidad, sudor, tics y comportamiento nervioso. Aunque en mi opinión el sudor puede ser ocasionado tanto por el sobrecalentamiento físico como por los nervios. El vestuario inapropiado, y la dinamita. La dinamita es serrín empapado con nitroglicerina y moldeado en forma de bastón corto. El serrín es un buen aislante térmico. Por lo cual el sudor viene de fábrica. Pero la irritabilidad y los tics y el comportamiento nervioso son indicadores valiosos. Estas personas están en los últimos y raros momentos de su vida, ansiosas, asustadas por el dolor, atontadas con narcóticos. Son irracionales por definición. Creyendo o creyendo a medias o en verdad no creyendo para nada en el paraíso y ríos de leche y miel y pastos abundantes y vírgenes, movidas por presiones ideológicas o por las expectativas de sus pares y sus familias, de repente demasiado metidas y sin la posibilidad de echarse atrás. Hablar de manera valiente en encuentros clandestinos es una cosa. La acción es otra. De ahí el pánico reprimido, con todas sus señales visibles.

La pasajera número cuatro las dejaba ver todas. Tenía el aspecto exacto de una mujer dirigiéndose hacia el final de su vida, de manera tan cierta y segura como que el tren se dirigía hacia el final del recorrido.

Por lo tanto el punto siete: la respiración.

Estaba jadeando, bajo y en control. Inhala, exhala, inhala, exhala. Como una técnica para vencer el dolor del parto, o como el resultado de un shock horroroso, o como una última y desesperada barrera para contener gritos de espanto y miedo y terror.

Inhala, exhala, inhala, exhala.

Punto ocho: los terroristas suicidas que están por entrar en acción tienen la mirada rígidamente clavada hacia el frente. Nadie sabe por qué, pero testigos oculares que han sobrevivido y la evidencia grabada han sido del todo consistentes en sus testimonios. Los terroristas a punto de inmolarse miran recto hacia el frente. Quizás llevaron su compromiso hasta el punto problemático y temen una intervención. Quizás como los perros y los niños sienten que si no están viendo a nadie entonces nadie los está viendo. Quizás un último remanente de conciencia hace que no puedan mirar a la gente a la que están por destruir. Nadie sabe por qué, pero todos lo hacen.

La pasajera número cuatro lo estaba haciendo. Eso estaba claro. Estaba mirando fijo enfrente a la ventana vacía del lado opuesto de manera tan intensa que parecía estar por desintegrar el cristal.

Puntos uno a ocho, corroborados. Me moví en el asiento pasando mi peso hacia la parte delantera.

Luego me detuve. La idea era tácticamente absurda. La hora estaba mal.

Luego volví a mirar. Y me volví a mover. Porque los puntos nueve, diez y once también estaban todos presentes y correctos, y eran los puntos más importantes de todos.

Mañana no estás

Подняться наверх