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CUATRO

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Nos miramos fijamente durante casi diez segundos. Entonces me puse de pie. Forcejeé contra el movimiento y di un paso. Iba a morir estando a diez metros de distancia, sin ninguna duda. No iba a terminar más muerto por estar más cerca. Pasé a la mujer hispana a mi izquierda. Al individuo con la camiseta de la NBA a mi derecha. A la mujer de África Occidental a mi izquierda. Sus ojos seguían cerrados. Iba pasando con las manos de una barra de agarre a la siguiente, izquierda y derecha, balanceándome. La pasajera número cuatro me miró durante todo mi recorrido, asustada, jadeando, murmurando. Las manos dentro de la mochila.

Me detuve a dos metros de ella.

—De verdad que quiero estar equivocado acerca de esto —dije.

No respondió. Sus labios se movieron. Sus manos se movieron por debajo de la tela gruesa negra. El objeto grande dentro de la mochila cambió un poco de posición.

—Necesito verle las manos —dije.

No respondió.

—Soy policía —mentí—. La puedo ayudar.

No respondió.

—Podemos hablar —dije.

No respondió.

Me solté de las barras de las que estaba agarrado y dejé caer mis manos a los lados. Así resultaba más pequeño. Menos amenazador. Tan solo un semejante. Me quedé tan quieto como me lo permitía el tren en movimiento. No hice nada. No tenía opción. Ella necesitaba una fracción de segundo. Yo necesitaba más que eso. Salvo por el hecho de que no había absolutamente nada que yo pudiera hacer. Podría haber cogido la mochila e intentado quitársela. Pero la tenía colgada alrededor del cuerpo y la correa era una banda ancha de algodón grueso. El mismo tejido que una manguera de incendios. Estaba prelavado y pregastado y preenvejecido como vienen ahora las cosas nuevas pero aún así sería muy fuerte. Habría terminado sacándola del asiento y tirándola al suelo.

Salvo por el hecho de que nunca podría haberme acercado a ella. Ella habría apretado el botón antes de que mi mano estuviera a mitad de camino.

Podría haber intentado tirar de la mochila hacia arriba y barrer por detrás con mi otra mano para arrancar de las terminales el cable detonante. Salvo por el hecho de que, en beneficio de su movilidad, habría tanto cable de más que yo habría necesitado tirar de él haciendo un arco gigante de sesenta centímetros antes de encontrar alguna resistencia. Momento para el cual ella ya habría accionado el botón, aunque solo fuera como consecuencia de un shock involuntario.

Podría haber cogido su abrigo e intentado desconectar algunos otros cables. Pero entre los cables y yo había unas gruesas acumulaciones de plumas de ganso. Un recubrimiento resbaloso de nylon. Ninguna percepción, ninguna sensación.

Ninguna esperanza.

Podría haber intentado incapacitarla. Golpearla fuerte en la cabeza, noquearla, un puñetazo, instantáneo. Pero por más veloz que yo siga siendo, un swing decente desde una distancia de sesenta centímetros habría tardado casi medio segundo. Ella tenía que mover el pulgar menos de medio centímetro.

Ella habría llegado primero a su objetivo.

—¿Me puedo sentar? ¿Al lado suyo? —pregunté.

—No, no se acerque —dijo.

Una voz neutral, inexpresiva. Ningún acento obvio. Americano, pero ella podría haber sido de cualquier parte. De cerca no parecía muy perturbada o trastornada. Solo resignada, y seria, y asustada, y cansada. Me miraba con la misma intensidad con la que había estado mirando la ventana de enfrente. Parecía completamente alerta y consciente. Me sentí completamente analizado. No me podía mover. No podía hacer nada.

—Es tarde —dije—. Debería esperar a la hora pico.

No respondió.

—Seis horas más —dije—. Ahí va a funcionar mucho mejor.

Sus manos se movieron, dentro de la mochila.

—No ahora —dije.

No dijo nada.

—Solo una —dije—. Muéstreme una mano. No necesita las dos ahí dentro.

El tren frenó fuerte. Me tambaleé hacia atrás y volví a ir hacia delante y me estiré hacia arriba para alcanzar la barra cerca del techo. Mis manos estaban húmedas. El acero se sintió caliente. Grand Central, pensé. Pero no. Miré por la ventanilla esperando luces y azulejos blancos y en cambio vi el brillo de una tenue lámpara azul. Nos estábamos deteniendo en el túnel. Mantenimiento, o señalización.

Me di la vuelta.

—Muéstreme una mano —volví a decir.

La mujer no respondió. Me estaba mirando la cintura. Con las manos en alto se me había levantado la camiseta y la cicatriz en la parte baja de la tripa quedaba a la vista por encima del pantalón. Piel blanca en relieve, dura y rugosa. Puntos grandes y crudos, como un dibujo animado. Esquirlas, de un coche-bomba en Beirut, mucho tiempo atrás. Estuve a cien metros de la explosión.

Estaba noventa y nueve metros más cerca de la mujer en el asiento.

Miraba fijamente. La mayoría de la gente pregunta cómo me hice la cicatriz. No quería que ella me preguntara. No quería hablar de bombas. No con ella.

—Muéstreme una mano —dije.

—¿Por qué? —preguntó ella.

—No necesita tener dos ahí dentro.

—¿Entonces a usted para qué le sirve?

—No lo sé —dije. No sabía exactamente qué era lo que estaba haciendo. No soy un negociador de rehenes. Solo estaba hablando por hablar. Lo cual no es característico. Por lo general soy una persona callada. Habría sido estadísticamente muy poco probable para mí morir en medio de una frase.

Quizás por eso estaba hablando.

La mujer movió las manos. La vi pasar dentro de la mochila a un agarre de una sola mano con la derecha y sacó la izquierda despacio. Pequeña, pálida, débilmente recorrida por venas y tendones. Piel de mediana edad. Uñas sin pintar, cortas. Ningún anillo. No casada, no comprometida. Giró la mano, para mostrarme el otro lado. La palma vacía, roja porque tenía calor.

—Gracias —dije.

Apoyó la mano con la palma hacia abajo en el asiento de al lado de ella y la dejó ahí, como si no tuviera nada que ver con el resto de su persona. Lo cual era así, a estas alturas. El tren se detuvo en la oscuridad. Bajé las manos. El dobladillo de mi camiseta volvió a donde le correspondía.

—Ahora muéstreme qué hay en la mochila —dije.

—¿Por qué?

—Solo lo quiero ver. Sea lo que sea.

No respondió.

No se movió.

—No voy a tratar de quitárselo —dije—. Se lo prometo. Solo lo quiero ver. Estoy seguro de que lo puede entender.

El tren volvió a arrancar. Aceleración lenta, sin sacudidas, velocidad baja. Una entrada suave a la estación. Un deslizamiento lento. Quizás doscientos metros, pensé.

—Creo que al menos tengo derecho a verla —dije—. ¿No lo cree?

Hizo un gesto con la cara, como si no entendiera.

—No veo por qué usted tiene derecho a verla —dijo.

—¿No?

—No.

—Porque soy parte de esto. Y quizás puedo ver si está bien preparada. Para después. Porque esto lo tiene que hacer después. No ahora.

—Usted dijo que era policía.

—Esto lo podemos solucionar —dije—. Puedo ayudarle. —Miré por encima de mi hombro. El tren avanzaba lentamente. Luz blanca más adelante. Me di la vuelta. La mano derecha de la mujer se estaba moviendo. La estaba ajustando en un agarre más firme y la estaba sacando despacio de la mochila, todo a la vez.

Miré. La mochila se le enganchó en la muñeca y usó su mano izquierda para mover la correa. Apareció la mano derecha.

No una batería. Nada de cables. Ningún interruptor, ningún botón, ningún detonador.

Algo totalmente distinto.

Mañana no estás

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