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VEINTIUNO

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Caminé en el calor de Independence hasta el Museo del Aire y el Espacio y después me di la vuelta y me dirigí hacia la biblioteca. Me senté en los escalones transcurridos cincuenta minutos de la hora. La piedra estaba caliente. Había hombres de uniforme detrás de las puertas por arriba de mí, pero no salió ninguno. Los ejercicios de valuación de riesgos deben haber ubicado a la biblioteca en la parte de abajo de la lista.

Esperé.

No esperaba que apareciera Sansom en persona. Supuse que en cambio me iban a mandar administrativos. Quizás personal de campaña. De qué edad y cuántos no lo podía imaginar. Entre uno y cuatro, quizás, juntando posgraduados y profesionales. Me interesaba saberlo. Uno joven manifestaría que Sansom no se estaba tomando mi nota muy seriamente. Cuatro altos cargos sugeriría que el tema era sensible. Y quizás algo que mantener en secreto.

El plazo de sesenta minutos llegó y transcurrió y no conseguí ni administrativos ni personal de campaña, ni jóvenes ni viejos. En vez de eso recibí a la esposa de Sansom, y a su jefe de seguridad. Diez minutos después de que se cumpliera la hora vi que una pareja dispar se bajaba de un Lincoln Town Car y hacía una pausa al pie de la escalinata y miraba alrededor. Reconocí a la mujer por las fotos del libro de Sansom. En persona tenía exactamente el mismo aspecto que debe tener la esposa de un millonario. Tenía un peinado de salón de belleza caro y buenos huesos y mucho estilo y era probablemente cinco centímetros más alta que su marido. Diez, con tacones. El tipo que estaba con ella parecía un veterano Delta de traje. Era bajo, pero duro y fibrado y fuerte. El mismo porte físico que Sansom, pero más recio de lo que Sansom había parecido en las fotos. Su traje estaba conservadoramente confeccionado con buen material, pero lo llevaba todo doblado y arrugado como un uniforme de combate con mucho uso.

Los dos se quedaron juntos y miraron alrededor a la gente que estaba cerca y eliminaron una posibilidad tras otra. Cuando yo era lo único que quedaba levanté una mano como saludo. No me puse de pie. Supuse que iban a subir y se iban a detener por debajo de mí, así que si me ponía de pie me iba a quedar mirándoles desde un metro por encima de sus cabezas. Menos amenazador quedarme sentado. Más propicio para conversar. Y más práctico, en términos de gastos de energía. Estaba cansado.

Subieron hacia donde yo estaba, la señora Sansom con buenos zapatos, avanzando con pasos delicados y precisos, y el tipo Delta a su lado siguiéndole el paso. Se detuvieron dos escalones por debajo de mí y se presentaron. La señora Sansom se llamó a sí misma Elspeth, y el tipo se llamó a sí mismo Browning, y dijo que se deletreaba como el fusil automático, lo cual me imaginé que se suponía que lo situaba en alguna clase de contexto amenazador. Él era una novedad para mí. No aparecía en el libro de Sansom. Siguió enumerando su pedigrí completo, que empezaba con la carrera militar junto a Sansom, y seguía incluyendo la carrera civil como jefe de seguridad durante los años empresariales de Sansom, y después jefe de seguridad durante los mandatos de Sansom en la Cámara de Diputados, y tenían en sus planes incluir el mismo tipo de deberes durante los mandatos de Sansom en el Senado y más allá. Toda la presentación era una cuestión de lealtad. La esposa, y el fiel sirviente. Imaginé que la idea era que yo no tuviera ninguna duda acerca de dónde estaban depositados sus intereses. Una exageración, posiblemente. Aunque sentí que mandar a la esposa desde el principio era un movimiento inteligente, políticamente hablando. La mayoría de los escándalos se complican cuando el tipo está lidiando con algo de lo que su mujer no está al tanto. Incluirla a ella desde el inicio era una declaración.

Ella dijo:

—Ganamos muchas elecciones hasta el momento y vamos a ganar muchas más. Lo que usted está intentando ya lo han intentado decenas de veces. Otros no lo han logrado y usted tampoco lo va a lograr.

—No estoy intentando nada —dije—. Y no me interesa quién gane las elecciones. Una mujer murió, eso es todo, y quiero saber por qué.

—¿Qué mujer?

—Una empleada del Pentágono. Se disparó en la cabeza, anoche, en el metro de Nueva York.

Elspeth Sansom miró a Browning y Browning asintió y dijo:

—Lo vi en internet. El New York Times y el Washington Post. Sucedió demasiado tarde como para las ediciones impresas.

—Un poco después de las dos de la mañana —dije.

Elspeth Sansom me volvió a mirar y preguntó:

—¿Qué implicación tuvo usted?

—Testigo —dije.

—¿Y ella mencionó el nombre de mi marido?

—Eso es algo de lo que tengo que hablar con él. O con el New York Times o con el Washington Post.

—¿Es una amenaza? —preguntó Browning.

—Supongo que sí —dije—. ¿Qué van a hacer al respecto?

—Recuérdalo siempre —dijo—: no haces lo que John Sansom hizo en su vida si eres blando. Y yo tampoco soy blando. Ni lo es la señora Sansom.

—Grandioso —dije—. Acabamos de establecer que ninguno de nosotros es blando. De hecho, somos todos duros como piedras. Ahora sigamos. ¿Cuándo veo a su jefe?

—¿Qué era usted cuando prestaba servicio?

—El tipo de persona a la que incluso ustedes le habrían tenido miedo. Aunque probablemente no tenían miedo. No es que eso importe. No estoy buscando hacer daño a nadie. A no ser que alguien necesite que le hagan daño, vaya.

Elspeth Sansom dijo:

—Siete en punto, esta tarde. —Mencionó lo que supuse que era un restaurante, en la rotonda Dupont—. Mi marido le va a dar cinco minutos. —Luego me volvió a mirar y dijo—: No venga vestido así o no le dejarán entrar.

Volvieron al Lincoln y se fueron. Tenía que matar tres horas. Tomé un taxi en la esquina de la calle 18 y la avenida Mass y encontré una tienda y compré un pantalón liso azul y una camisa azul a cuadros. Después anduve hasta un hotel que había visto dos manzanas al sur sobre la 18. Era un sitio grande, y bastante de lujo, pero los sitios grandes de lujo por lo general son los mejores para conseguir un pequeño aseo del que no quede registro. Hice un gesto con la cabeza al pasar frente a los empleados de la recepción y cogí un ascensor a un piso cualquiera y anduve por el pasillo hasta que encontré a una empleada de limpieza haciendo el servicio en una habitación vacía. Eran más de las cuatro de la tarde. La hora de check-in era a las dos. Por lo tanto la habitación iba a permanecer vacía esa noche. Quizás también la noche siguiente. Los hoteles grandes raramente están cien por cien llenos. Y los hoteles grandes nunca tratan muy bien a sus empleadas de limpieza. Por lo tanto a la mujer le alegró recibir treinta dólares en efectivo y tomarse una pausa de treinta minutos. Supuse que iría a la siguiente habitación de su lista y volvería después.

Ella no había llegado al baño todavía, pero había dos toallas limpias en el estante. Nadie sería capaz de usar todas las toallas que provee un hotel grande. Había un jabón todavía en su envoltorio junto al lavabo y media botella de champú en una repisa. Me lavé los dientes y me di una ducha larga. Me sequé y me puse mis pantalones y mi camisa nuevos. Pasé de uno a otro los contenidos de los bolsillos y dejé las prendas viejas en la papelera del baño. Treinta dólares por la habitación. Más barato que un spa. Y más rápido. Estaba de vuelta en la calle en el espacio de veintiocho minutos.

Caminé hasta Dupont y espié el restaurante. Cocina afgana, mesas exteriores en un patio al frente, mesas interiores detrás de una puerta de madera. Parecía ser el tipo de sitio que se iba a llenar de jugadores poderosos con ganas de gastar veinte dólares en un aperitivo que cuesta veinte céntimos en las calles de Kabul. Yo no tenía problemas con la comida pero sí con los precios. Calculé que hablaría con Sansom y después me iría a comer a algún otro sitio.

Anduve por la calle P hacia el oeste hasta el Rock Creek Park, descendí hasta quedar cerca del agua. Me senté en una piedra grande y plana y escuché la corriente por debajo de mí y el tráfico por arriba. Al pasar el tiempo el tráfico se escuchó más alto y el agua más baja. Cuando en el reloj de mi cabeza faltaban cinco minutos para las siete trepé de vuelta hacia arriba y me dirigí al restaurante.

Mañana no estás

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