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CINCO

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La mujer tenía un arma en la mano. Estaba apuntando directamente a mí. Hacia abajo, al medio, en una línea entre mis ingles y mi ombligo. Todo tipo de cosas necesarias en esa región. Órganos, columna, intestinos, arterias y venas varias. El arma era un Ruger Speed-Six. Un revólver .357 Magnum grande y viejo con un cañón corto de diez centímetros, capaz de hacerme un agujero lo suficientemente grande como para ver la luz del otro lado.

Pero en suma yo estaba mucho más contento de lo que había estado un segundo antes. Muchas razones. Las bombas matan a todas las personas al mismo tiempo, las armas matan de uno en uno. Las bombas no necesitan puntería, y las armas sí. El Speed-Six pesa alrededor de un kilo totalmente cargado. Mucha masa que controlar para una muñeca delgada. Y los disparos de Magnum sacan por el cañón un fogonazo fuerte y dan un culatazo riguroso. Si ella hubiera usado antes el arma lo sabría. Tendría lo que entre tiradores se conoce como el sobresalto del Magnum. Un instante antes de apretar el gatillo el brazo se le contraería y los ojos se le cerrarían y giraría la cabeza. Había una buena probabilidad de que fallara en el disparo, incluso a dos metros. La mayoría de las armas cortas erran en el disparo. Quizás no en un polígono, con protector auditivo y protector visual y tiempo y calma y nada en juego. Pero en el mundo real, con pánico y estrés y temblando y con el corazón acelerado, las armas cortas son una cuestión de suerte, buena o mala. La mía y la de ella.

Si erraba no iba a conseguir un segundo tiro.

—Tranquila —dije. Solo para emitir algún sonido. Su dedo estaba blanco ahuesado en el gatillo, pero todavía no lo había movido. El Speed-Six es un revólver de doble acción, lo cual significa que la primera mitad del movimiento del gatillo tira el martillo hacia atrás y hace girar el tambor. La segunda mitad suelta el martillo y dispara el arma. Mecánica compleja, que lleva tiempo. No mucho, pero un poco. Me quedé mirando el dedo de ella. Sentí al tipo con los ojos de jugador de béisbol, mirando. Supuse que mi espalda bloqueaba la vista en la parte de más allá del vagón.

—Usted no tiene ningún problema conmigo, señora —dije—. Ni siquiera me conoce. Baje el arma y hablemos.

No respondió. Quizás hizo algún gesto con la cara, pero yo no estaba mirando su cara. Estaba mirando su dedo. Era la única parte de ella que me interesaba. Y estaba concentrado en las vibraciones que venían del suelo. Esperando que el vagón se detuviera. El pasajero loco ese con el que viajé una vez me había dicho que los R142A pesan treinta y cinco toneladas cada uno. Pueden correr a cien kilómetros por hora. Por lo que los frenos son muy poderosos. Demasiado poderosos para sutilezas a bajas velocidades. No es posible estabilizar suavemente. Se clavan y se sacuden y rechinan. Los trenes a menudo patinan el último metro con las ruedas bloqueadas. De ahí el chillido característico mientras frenan.

Supuse que lo mismo aplicaría incluso después del andar lento con el que veníamos. Quizás más aún, relativamente hablando. El arma era esencialmente un peso en el extremo de un péndulo. Un brazo largo y delgado, un kilo de acero. Cuando los frenos mordieran los raíles, el impulso se iba a llevar el arma hacia delante. Hacia el Uptown. Las leyes de Newton. Yo estaba preparado para ir contra mi propio impulso y empujarme de las barras hacia el otro lado y saltar en dirección al Downtown. Con que el arma se moviera solo quince centímetros al norte y yo me moviera solo quince centímetros al sur estaría a salvo.

Quizás con diez centímetros ya estaría bien.

O doce y medio, para estar seguro.

La mujer preguntó:

—¿Dónde se hizo la cicatriz?

No respondí.

—¿Un disparo?

—Una bomba.

Movió la boca de la pistola, hacia su izquierda y mi derecha. Apuntó a donde el dobladillo de mi camiseta escondía la cicatriz.

El tren siguió avanzando. Ya en la estación. Infinitamente lento. Apenas a paso humano. Los andenes de Grand Central son largos. El vagón delantero estaba haciendo todo el recorrido hasta el final. Esperé a que los frenos mordieran los raíles. Supuse que iba a haber una buena sacudida.

Nunca llegamos a tanto.

El cañón volvió a mi centro de masa. Después se puso vertical. Por un instante creí que la mujer se estaba rindiendo. Pero el cañón siguió su viaje. La mujer levantó alto el mentón, como un gesto orgulloso y obstinado. Apoyó la boca de la pistola en la carne blanda de debajo. Oprimió el gatillo hasta la mitad. El tambor giró y el martillo al moverse hacia atrás raspó el nylon de su abrigo.

Después terminó de apretar el gatillo y se voló la cabeza.

Mañana no estás

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