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Un don del Padre, por intermedio del Hijo

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La venida del Espíritu Santo fue un don del Padre, concedido por intermedio del Hijo (Juan 14:16). La voz griega que se refiere a Cristo orando o solicitando del Padre el Espíritu, da la idea de una petición efectuada por alguien en perfecta igualdad con él. No obstante, no suplicó por el Espíritu Santo, en su maravillosa oración ofrecida poco después y registrada en Juan 17. ¿Por qué? Porque todavía no había sido consumada su pasión.

El Espíritu vino a vindicar el carácter del ministerio de Jesucristo y de su misión de sacrificio (Juan 14:23-26). Su venida se fundamentaba en la obra completa y acabada del Calvario. Fue el Cristo glorificado quien solicitó, recibió y envió el Espíritu Santo a sus anhelantes discípulos.

El Espíritu Santo es, intrínsecamente, un don de Dios al hombre. No puede ser comprado, ganado, descubierto ni cultivado. El hombre no puede exigir tal don de Dios. El Espíritu Santo no fue derramado en respuesta a una mera oración humana ni sobre la base de sus méritos. Pero, a causa de la obra realizada por Jesús y la satisfacción obtenida, el justo Dios envió al Espíritu Santo para iniciar un nuevo movimiento entre los hombres y para inaugurar la nueva dispensación.

El don del Espíritu Santo debe distinguirse de los dones que el Espíritu Santo concede. Así como los emperadores romanos arrojaban a las multitudes las monedas de los reinos conquistados al entrar triunfalmente en Roma, así también Cristo envió este Regalo supremo a los hombres después de su procesión triunfal en el cielo. Por supuesto, la culminación de todos los dones que el Espíritu Santo derrama sobre la iglesia remanente ha sido la restauración del don del espíritu de profecía. Pero, esto es asunto aparte.

La venida del Consolador

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