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La relación entre el Calvario y Pentecostés

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Juan el Bautista declaró que el bautismo del Espíritu Santo constituiría el propósito vital del ministerio de Jesucristo: “Yo a la verdad os bautizo en agua para arrepentimiento; pero el que viene tras mí, cuyo calzado yo no soy digno de llevar, es más poderoso que yo; él os bautizará en Espíritu Santo y fuego” (Mat. 3:11; véase también Juan 1:33).

El mensaje de Juan concerniente a Cristo era doble: la sangre del Cordero para quitar el pecado, y el bautismo del Espíritu para resguardar del pecado; esto es, el Calvario y el Pentecostés. La culminación de la obra del Calvario en favor de la dispensación presente se halla en el don del Espíritu Santo enviado por Jesucristo. Estas son dos verdades inseparables. Sin el Calvario, no podía haber Pentecostés; y sin Pentecostés, el Calvario sería de poco provecho. Observemos:

“El Espíritu Santo era el más elevado de todos los dones que podía solicitar de su Padre para la exaltación de su pueblo. El Espíritu iba a ser dado como un agente regenerador, y sin esto el sacrificio de Cristo habría sido inútil. El poder del mal se había estado fortaleciendo durante siglos, y la sumisión de los hombres a este cautiverio satánico era asombrosa. El pecado podía ser resistido y vencido únicamente por la poderosa intervención de la tercera persona de la Deidad, que iba a venir no con energía modificada, sino en la plenitud del poder divino. El Espíritu es el que hace eficaz lo que ha sido realizado por el Redentor del mundo. Por el Espíritu es purificado el corazón. Por el Espíritu llega a ser el creyente partícipe de la naturaleza divina. Cristo ha dado su Espíritu como poder divino para vencer todas las tendencias hacia el mal, hereditarias y cultivadas, y para grabar su propio carácter en su iglesia” (El Deseado de todas las gentes, p. 625).

Si no fuera por la atmósfera que rodea nuestro planeta Tierra, el Sol –a pesar de ser una esfera de fuego– brillaría sobre nosotros tan fríamente como una estrella rutilante. La atmósfera que envuelve la tierra recibe sus rayos y los transforma en calor, luz y color. Del mismo modo, si no fuera por el Espíritu Santo, Cristo, sentado a la diestra del Padre, podría ser adorado solamente como un Señor resucitado y ascendido. Pero el Espíritu Santo lo revela a nuestros corazones como la Luz, la Vida y la Verdad.

Y, como sucede cuando miramos a través de un telescopio, que no vemos las lentes sino el objeto que estas acercan, así tampoco vemos al Espíritu Santo cuando lo miramos, sino “a Jesús solo”. La Cruz se comprende mucho más fácilmente porque el derramamiento de sangre es externo y visible, y es para todos; mientras que el don del Espíritu es interno e invisible, y solo para el discípulo amante y obediente. Su morada en el ser interior, por ser una realidad espiritual, no es fácilmente comprendida ni aceptada como verdad práctica.

La sangre del Calvario purifica el templo del alma; pero la provisión divina es más amplia. Según esta, nada menos que la plena ocupación de la morada interior por parte del Espíritu satisfará jamás a Dios o al hombre.

La venida del Consolador

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