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Introducción

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El Zócalo de la Ciudad de México es el espacio en cuyo perímetro se han alzado los símbolos más importantes del poder político y religioso del país. Desde mediados del siglo XIX comenzó a albergar la celebración del Grito de Independencia y con la institucionalización de la Revolución mexicana fue el escenario de las principales ceremonias del calendario cívico. A partir de las manifestaciones del movimiento estudiantil de 1968 fue también el espacio de las movilizaciones de la sociedad. No obstante, el Zócalo permanecía como un espacio sagrado, por tanto, intocable, cuando se trataba de celebrar dos eventos: el Grito y la parada militar que le sigue al otro día. No fue sino hasta el siglo XXI cuando algunas de las movilizaciones sociales buscaron interferir en la celebración de dichas ceremonias oficiales.

Un primer antecedente se produjo en 2006, pero la primera disputa abierta por el uso del Zócalo como espacio de expresión de las ceremonias estatales y de la sociedad tuvo lugar durante la celebración del Grito de 2013.1 El conflicto que derivó en la disputa por el Zócalo se inició en diciembre de 2012 cuando el presidente Enrique Peña Nieto anunció, entre otras políticas, una reforma educativa acordada con los principales partidos políticos nacionales en el Pacto por México.2 En virtud de esta concertación interpartidaria, la reforma constitucional en materia educativa fue aprobada de manera inmediata en el Congreso de la Unión y promulgada por el presidente el 25 de febrero. El proceso de reforma se extendió hasta el 10 septiembre cuando el presidente promulgó las leyes General de Educación (LGE), del Instituto Nacional para la Evaluación de la Educación (LINEE) y General del Servicio Profesional Docente (LGSPD).

La forma de la puesta en marcha de las reformas daba cuenta de las intenciones restauradoras de la figura presidencial.3 A pesar de contar con una mayoría parlamentaria propia, el nuevo gobierno intentó emular la aplastante mayoría que acompañaba a los presidentes del régimen posrevolucionario mediante la firma del Pacto por México. La reforma educativa se mostró como producto de una voluntad estatal unificada, supraparlamentaria, que transitaba por el Congreso de la Unión sin contrapesos. La voluntad así expresada pretendía generar la idea de una comunión indubitable entre el Estado y el bien común que se manifestaba a través de un proceso sin cabildeos ni debates. No obstante, desde el momento mismo de su enunciación, todos los actores políticos sabían que motivaría un conflicto prolongado. La posible reacción del oficialista Sindicato Nacional de Trabajadores de la Educación (SNTE) fue atemperada, siguiendo los usos y costumbres, mediante la detención de su líder, Elba Esther Gordillo,4 un día después de la promulgación de la reforma constitucional. Sin embargo, la disidencia magisterial encabezada por la Coordinadora Nacional de Trabajadores de la Educación (CNTE) puso en marcha de inmediato un plan de lucha nacional. El gobierno federal buscó desactivarlo mediante la instalación de una mesa de negociación entre la Secretaría de Gobernación (Segob) y la CNTE, y permitiendo —en coordinación con el Gobierno del Distrito Federal (GDF)— que la CNTE instalara un campamento en el Zócalo el 8 de mayo (Poy y Martínez, 2013). Usando como base este campamento y mediante la movilización permanente, durante los siguientes tres meses la CNTE intentó abortar la discusión de las leyes secundarias y revertir la reforma constitucional.

En este capítulo nos proponemos analizar la resistencia que tuvo lugar a partir del conflicto magisterial derivado de la reforma educativa,5 misma que no solo implicó acciones tendientes a impedir la puesta en operación de la reforma, sino que intentó cuestionar la capacidad del gobierno para llevar a cabo una de las ceremonias clave de los rituales políticos, la que permite, de forma simbólica, refrendar la constitución del Estado nación mexicano: el Grito de Independencia. El eje de la contienda simbólica fue el uso del Zócalo, respecto del cual el Estado y los líderes del movimiento magisterial reclamaban derechos de uso. Cuando el Estado visualizó que el Grito iba a celebrarse en un espacio ocupado por un movimiento que lo cuestionaba decidió desalojarlo y ocuparlo con personas afines, traídas de los municipios del Estado de México —entidad bajo el control político del presidente de la república—. Con esto se garantizó que la ceremonia del Grito, y el desfile militar, se desarrollaran según el protocolo. Es precisamente esta puesta en escena la que transformó una ceremonia gubernamental rutinaria en un campo de batalla simbólico, sujeto a cuestionamientos y críticas (Suber y Karamanic, 2012).

En este texto analizamos dicho conflicto como un esfuerzo deliberado de los actores políticos involucrados por colocar mensajes dirigidos tanto a los destinatarios de la acción como a un auditorio amplio de actores, a nivel cognitivo y emocional, mediante la combinación de discurso e imágenes (Eyerman, 2011). A estos actos intencionales se les puede definir como acciones simbólicas en las que los actores, individual o colectivamente, despliegan hacia otros un sentido consciente o no de su situación social (Alexander, 2011). Aquí analizamos las percepciones que de esos performances tuvieron otros actores, en particular la opinión pública expresada en los medios de comunicación nacional, cómo los interpretaron y decodificaron. Los actores políticos tratan que sus performances sean interpretados como auténticos, por eso pretenden articularlos con un telón de fondo cultural que apela a los valores de la democracia, de tal suerte que generan la impresión de que está vivo un número determinado de símbolos y valores: aspiran a dar pie a una expresión cargada de verosimilitud y no a una acción apreciada como artificial. Si se valora como auténtico, entonces se piensa que los actores y parte de los elementos del performance no están sujetos a la lógica de la manipulación de los poderes sociales (Alexander y Mast, 2011). Con todo, hay performances que por su articulación funcionan como actos litúrgicos que producen la sensación de que son autónomos de la capacidad y voluntad de sus actores, los cuales aparecen como “instrumentos animados” de protocolos, reglamentos o leyes (Agamben, 2012) que, respaldados por la tradición, adquieren una superioridad moral e institucional poco menos que incuestionable frente a los otros actores y el auditorio, lo que tiene como consecuencia que el performance litúrgico no se encuentre expuesto en términos de autenticidad o verosimilitud.

En este sentido, el argumento de este trabajo es que el conflicto por el Zócalo, como espacio de una ceremonia litúrgica, terminó transformando a esta última en un performance político sujeto a interpretación en términos de autenticidad o inautenticidad. Desde nuestro punto de vista, la superioridad representacional del Grito fue un factor determinante para la finalización del conflicto y para el proceso de restauración de las formas y usos del modelo posrevolucionario frente a las capacidades contraperformativas del movimiento magisterial para minarlo. No obstante, esto se produjo a costa de socavar la sacralidad de una las ceremonias republicanas clave de la vida política nacional y del espíritu nacionalista. Así, los performances, contraperformances y la significación del Grito puestos en escena durante el conflicto magisterial del 2013 contribuyeron a evidenciar un campo de batalla simbólico que dejó expuesta la construcción de discursos que plantearon la necesidad de la restauración del código autoritario para garantizar la reproducción simbólica del poder político y de la idea de la nación misma. La materia que desató originalmente el conflicto se convirtió en una fuente de posicionamientos discursivos binarios entre quienes a) consideraban la recuperación del Zócalo como una prueba de que el gobierno tenía la capacidad y la voluntad para recuperar el espacio central de producción simbólica del poder político, y b) quienes reclamaban el uso del Zócalo como el lugar privilegiado para hacer escuchar demandas que consideraban legítimas. Siguiendo un planteamiento de Balandier (1994), el conflicto por el Zócalo puede ser entendido como la disputa por un teatro en el que la sociedad “oficial” se produce, y en el que la protesta “popular” se manifiesta.

Este capítulo abre con una descripción de los acontecimientos que se desarrollaron durante el conflicto, que van desde la promulgación de la reforma constitucional en materia educativa al desalojo del Zócalo de los maestros nucleados en la CNTE. Enseguida se analizan las narrativas binarias proyectadas por los medios de comunicación respecto a los actores centrales de la disputa por la reforma educativa: el Estado y la CNTE. Dichas narrativas se enfocaron en señalar que el conflicto se debía, por un lado, a la debilidad de las diferentes instancias estatales (gobiernos federal y local, y Congreso de la Unión) para hacer frente a un gremio organizado y fuerte; y, por otro, a señalar la falta de oficio del gobierno federal frente a un magisterio hábil para defender sus derechos y canonjías. En el tercer apartado se examinan las narrativas binarias destinadas a negar la autenticidad de la protesta y a producir la polución de la CNTE hasta convertirla en un actor impuro para la vida política nacional. En el cuarto, se muestra cómo esta narrativa adquiere un peso fundamental cuando se conecta con la construcción de la sacralidad política y cívica del Zócalo, en particular concebido este como espacio en el que se lleva a cabo la ceremonia del Grito. Se concluye con una reflexión en torno al lugar que ocupa la disputa simbólica en la consolidación del nuevo orden político democrático o la restauración del orden posrevolucionario.

Sociedad, cultura y esfera civil

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