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INTRODUCCIÓN

Es otro discurso que nos ofrece valiosas informaciones sobre la Historia de Atenas inmediatamente posterior a la guerra del Peloponeso. Y es que los personajes indirecta, pero estrechamente relacionados con el proceso en que se inserta este discurso no son anónimos ciudadanos de Atenas, sino personalidades como Conón y Nicofemo que, en su día, ocuparon posiciones de poder y responsabilidad en el Estado. Aparte, pues, de confirmar como en otras ocasiones datos que ya conocíamos —especialmente por Jenofonte—, el presente discurso nos ilumina el lado humano de estos personajes que en la fría y escueta Historia jenofontea casi siempre queda desdibujado.

Corre el año 388/387 a. C. en plena hegemonía espartana y penuria de la ciudad de Atenas. El erario está tan vacío, que para una expedición naval como la que se señala en § 21 y 43, la Asamblea solamente puede proporcionar diez naves sin tripulación («vacías»). De manera que, con ánimo de paliar semejante penuria, la Asamblea resuelve una y otra vez confiscar —incluso rozando la legalidad (cf. § 8)— la fortuna de los nuevos ricos de Atenas. Tal es el caso de Aristófanes, hijo de Nicofemo, que era amigo del hombre más importante del momento.

El padre y el hijo habían convencido a la Asamblea para que enviara una ayuda contra Persia a Evágoras, el conocido rey de Chipre, con quien mantenían buenas relaciones. Era una operación dudosamente oportuna en un momento en que Atenas necesitaba —y tenía— la ayuda de Persia contra Esparta1. Pero además la expedición fracasó, porque las naves fueron apresadas por el espartano Teleutias. En una democracia como las actuales, el responsable habría sido el Gobierno o el Parlamento; en Atenas, la Asamblea era, por definición, «irresponsable» y, en un caso como el presente, se buscaba la condena de quien la había convencido dolosamente acusándole del delito de «engañar al pueblo» (apátē toû dḗmou)2 —delito para el cual el procedimiento era el sumarísimo de eisangelía3 y la pena, en caso de condena, era la muerte y la negación de enterramiento en el Ática—. Aquí se acumuló, además, la pena de confiscación, lo que indica que no es nada seguro el que, como sostiene Gernet4, desde el 403 no fuera legal dicha acumulación. A menos que se diera el caso, que no es probable aunque no se pueda descartar a priori, de que la confiscación fuera consecuencia de una apographḗ paralela a la eisangelía si, además de la apátē toû dḗmou, se les acusó de malversación de dinero público.

Lo cierto es que, cuando se llevó a cabo la confiscación de los bienes de Aristófanes, se encontraron menos de los que esperaba el pueblo de Atenas, por lo que las sospechas recayeron imediatamente sobre su suegro, a quien se persiguió con apographḗ por entender que había distraído en su favor gran parte de los bienes del yerno —de los bienes «invisibles», claro está (cf. § 29)—. Pero el suegro murió durante la instrucción del sumario y la responsabilidad recayó inmediatamente sobre su hijo y heredero —nuestro orador— que era, naturalmente, cuñado de Aristófanes.

El asunto era poco atractivo, sin duda, para Lisias. Quizá lo único que venía a salvarlo eran los sonoros nombres de los personajes en él implicados. Pese a todo, consiguió construir un discurso que, si no brilla a la altura de sus mejores, en un análisis minucioso revela la enorme sabiduría del maestro del engaño que era Lisias. Y si, como le achaca Blass5, es más bien escaso en figuras retóricas; si el orador no acaba de redondear los períodos y la composición «se adecúa al carácter del idiótēs», ello venía exigido por la situación y el asunto. De todas formas la composición y la argumentación demuestran la maestría de siempre, pese al juicio negativo de Gernet6, que no compartimos. Basta con examinar la estudiada proporción de cada una de sus partes y la armazón argumentativa, oculta como tantas veces bajo un buscado desorden.

El exordio (§§ 1-6), pese a contener tópicos que aparecen «sueltos» en otros discursos, no es, pace Blass, un proemio preparado, lleno de clichés para colocarlo en cualquier discurso a falta de algo mejor. De hecho, lo único verdaderamente tópico es la alusión a la inexperiencia del orador—aunque, incluso en este caso, su ingenuidad, su carácter de idiótēs y aprágmōn será un motivo recurrente a lo largo de todo el discurso, no un simple tópos de exordio—. El resto de éste es una alusión obsesiva al honor del padre muerto: el miedo a que quede como injusto; la desazón ante el hecho de que, incluso demostrándose falsa la acusación, ya sea tarde para repararla; la insistencia, en fin, en que la calumnia es «lo más terrible».

Porque todo lo que tiene que demostrar el orador es que han calumniado a su padre acusándolo de que se ha quedado con los bienes de Aristófanes. De esta manera, la tarea primordial que tiene Lisias es reivindicar el nombre de Nicofemo y Aristófanes mostrando, primero, que el juicio que obtuvieron fue canallesco e injusto: sin posibilidad de defensa, sin que se les permitiera un entierro digno (§§ 7-11); y segundo, que el padre del orador nunca obró por dinero: ni cuando él se casó, ni cuando casó a sus hijos obró por interés. De hecho la única familia declaradamente rica con la que emparentaron fue la de Aristófanes y ello porque «eran honrados y bienquistos a la ciudad» (§§ 12-17).

Esto conduce a trazar las semblanzas de Aristófanes y Nicofemo (§§ 18-52), lo que ocupa la mayor parte del discurso. A Aristófanes se le presenta como un hombre emprendedor y ambicioso, pero también generoso; en una palabra, el ateniense que todo ateniense quiere ser. Y, sobre todo, sus andanzas demuestran que no tenía bienes muebles ni dinero —liquidez, decimos hoy— aunque sí poseyera casa y una finca. En cuanto a Nicofemo, lo que el orador debe demostrar es que tenía menos de lo que la gente creía y, para ello, tiene que recurrir al argumento de probabilidad en dos sentidos: de un lado, afirmando que, en forzado paralelismo con su amigo Conón, debió de dejar gran parte de sus bienes en Chipre donde tenía otra familia; de otro lado y sobre todo, a través de una serie de ejemplos de próceres atenienses cuyas fortunas resultaron ser, a su muerte, muy inferiores a lo que se estimaba.

El resto del discurso se dedica al orador y a su padre (§§ 53-64). Ya entre medias (§§ 34-44), y muy astutamente, el orador ha dejado caer que, contra lo que suele ocurrir, le han confiscado ya absolutamente todos los bienes muebles y que no le queda nada, pese a que tiene que criar a los muchos hijos de su hermana. Pero es ahora cuando dedica los últimos diez párrafos a trazar su propia semblanza y a rematar la de su padre: él mismo es el característico ciudadano aprágmōn que nunca ha pisado un tribunal aunque vive muy cerca de ellos. En cuanto a su padre, todo lo ha hecho por Atenas —enumera con todo detalle las liturgias desempeñadas— y por los necesitados.

En fin, la conclusión a la que se llega al final es, de un lado, que su padre fue el hombre más generoso del mundo y que, por tanto, sería absurdo que sustrajera el dinero del yerno; y en segundo lugar —algo que es tópico en los discursos de confiscación— que al Estado no le beneficia tanto la confiscación como el que los propietarios conserven sus bienes a fin de poder seguir desempeñando liturgias y haciendo aportaciones.

Es, en definitiva un discurso en el que no brilla especialmente el êthos y en el que el páthos es, a veces, forzado porque no se adecua al tema7, pero muy pragmáticamente construido para los fines que se propone. Y si Lisias no ha puesto aquí en juego sus mejores virtudes, al menos ha superado sus peores defectos.

En cuanto a la fecha de su composición, es también de los discursos que se dejan fechar bien. Por la alusión a la expedición de Diotimo (§ 50) del 388 a. C., y a la guerra que todavía dura, ya que el orador está desempeñando la trierarquía (cf. § 62), y que terminó el 386, debemos asignarlo al 387.

NOTA TEXTUAL



1 Esta contradicción es señalada por JENOFONTE (Hel. IV 8, 24).

2 Cf. DEMÓSTENES, XLIX 67.

3 Cf. THALHEIM en RE s. v.; LIPSIUS, 176 y sigs.; BONNER-SMITH, I 294 y sigs.; HARRISON, 11 50-59.

4 Cf. II 37. Se basa, más que nada, en que en § 8 se afirma que es ilegal, pero ello podría ser una simple exageración.

5 Cf. I 539.

6 Cf. II 38.

7 Un notable ejemplo de este páthos inoportuno, que señalan todos los comentaristas, es la exclamación de § 54 («por los dioses Olímpicos, jueces»).

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