Читать книгу Extra Point - Ludmila Ramis - Страница 15

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Capítulo IV

De fanáticos y tendencias carnívoras



Zoe

Larson Khalid es un encanto de Homo sapiens sapiens. Sus abdominales fueron unos de los que me saludaron cuando entré al vestuario por equivocación.

Me espera porque me ha reconocido. Kansas, Bill y yo mantenemos un perfil bajo. La gente no se interesa en nosotros a menos que sea para acercarse a Malcom, pero a diferencia de ellos, Larson vino de frente con la verdad.

—Hay un tipo en el equipo que es un verdadero fanático, su nombre es Shane. No le dije que eres la hermana de Beasley. Te sacaría una muestra de sangre para coleccionarla de saberlo, así que, por tu propia seguridad, es recomendable que no se entere aún —advierte mientras caminamos fuera del estadio—. La cuestión es que dentro de unas semanas en su cumpleaños, y junto a los Sharps le conseguimos entradas para el próximo juego de los Saints. Sé que estoy siendo algo atrevido y sacando provecho de la situación, pero me gustaría saber si podrías pedirle a tu hermano que le firme una camiseta, servilleta o hasta su propia frente. No se lavaría jamás la cara, pero sería feliz.

—Veré lo que puedo hacer —prometo encantada.

Mamá siempre me alentó a tener y ayudar a que los demás tengan gestos lindos con la gente, y esta podría ser una oportunidad para ganar un amigo a través de un favor. Larson y yo pedaleamos juntos hasta Los Hígados. Puede que él no sea ecologista y se transporte en bicicleta solo porque sigue ahorrando para comprarse un coche, pero me gusta su compañía. En el trayecto, me cuenta que los Sharps juntan dinero entre todos cada vez que uno cumple años y lo invierten en experiencias, no en regalos materiales.

Al final, resulta que el chico vive en la misma cuadra. Es una zona universitaria, no debería sorprenderme, pero todo parece ir demasiado bien —a excepción de que casi mato a alguien—, como para seguir de esa forma. Estoy acostumbrada a los problemas, y Larson es demasiado apuesto y agradable para no traer uno consigo.

—Cualquier cosa que necesites toca el timbre de Phi Beta Sigma y pregunta por mí, ¿de acuerdo? Es sabido entre los estudiantes que en Los Hígados de vez en cuando todo se sale de control.

—Vamos, ¡no puede ser tan malo!

Nos bajamos de las bicis frente a la casa.

—Abre la puerta y luego me dices.

Y tiene razón. Apenas abro la puerta con mi nueva llave que un… ¿Tomate? Sale disparado en mi dirección. Grito y logro esquivarlo. El tomate sigue de largo y se estrella contra un pilar del pórtico, explotando en jugo y semillas.

—¡Mei Ling, deja de lanzarme esa mierda! —ordena un chico agazapado tras el sofá ante un pepino que surca la sala como un misil autodirigido.

Cierro la puerta y me lanzo al piso como si Bill Shepard hubiera gritado «¡cuerpo a tierra!». Me arrastro con los codos por el suelo. Mi hermano me contó que hay una celebración que se llama la «Tomatina» en Buñol, España, donde la gente se lanza tomates los unos a los otros, pero esto no tiene aspecto de tradición.

Llego junto al que sospecho que es Elvis y me estrecha la mano antes de doblar el cuello en un ángulo antinatural para evitar otro tomate.

—Zoe, ¿no? Un gusto —dice tranquilo, como si le arrojaran frutas y vegetales todos los días—. Tienes algo de tomate aquí. —Apunta mi ceja—. Y aquí. —Limpia un mechón de mi cabello con los dedos—. Lamento lo de Mei, se pone furiosa cuando trato de hacerla comer muchas cosas derivadas de plantas. Esta era mi semana como cocinero.

—Asumo que tiene tendencias carnívoras.

—¡¿Cuántas veces tendré que decirte que no me gustan estas cosas que sacas de tu huerta?! —exclama la aludida—. Hace cuatro días que cenamos esta porquería. Quiero pizza, hamburguesas, cualquier cosa que tape mis arterias y pueda saciar mi necesidad de grasa. ¡Recuérdalo si no quieres que te dé un mordisco!

—Y tendencias caníbales, también —añado.

Elvis, que se parece mucho a Elvis Presley y resulta perturbador, se ríe. Me tapo la boca. No quiero que la caníbal piense que me estoy burlando de ella.

—¿Saben lo difícil que es intentar mezclar azúcar y ácido sulfúrico para recrear el experimento de la «serpiente negra» cuando hay tanto ruido? —Glimmer aparece envuelta en una bata de laboratorio al pie de la escalera.

Elvis le hace señas, pero es demasiado tarde, el jugo de un tomate se esparce por su hombro.

—¡¿Cuántas veces tendré que decirte que en esta casa se hace el amor y no la guerra, Mei Ling?! —reacciona.

—Estoy dispuesta a hacer el amor con cualquiera que me consiga algo de carne —gruñe la otra.

Elvis me ayuda a ponerme de pie y, por fin, conozco a la lanza misiles que se mantenía medio oculta tras la puerta corrediza de la cocina. Para ser gemela de Akira, es su polo opuesto. Ni en el funeral de mi madre había alguien vestido con tanto negro.

—Iré a comprar si limpias este desastre —negocia Glimmer.

—¿No tenemos una sirvienta para eso? —espeta haciendo un ademán hacia mí, con el mentón.

—La nueva no limpiará tus líos.

—Pero es la nueva —insiste—. Los nuevos limpian, es una regla.

—¿Desde cuándo? Y no es nuestra esclava. Solo fregará el piso los días que le toque hacerlo. Ahora discúlpate con ella. Le diste la peor primera impresión de la historia.

—Hola —digo, incómoda, moviendo la mano como si estuviera saludando a un vecino que pretendía esquivar al otro lado de la calle.

Pienso que en las películas uno siempre puede identificar con facilidad al gemelo malvado, ¿pero quién lo es aquí? ¿La chica que juega a declarar muerta a la gente o la que festeja la «Tomatina mortal»?

—Ajá —responde, indiferente a mi sonrisa.


Blake

Escucho gritos desde Los Hígados y risas provenientes de Phi Beta Sigma cuando apoyo la cabeza en la almohada por primera vez desde las cuatro y media de la mañana. Miro a través de la escotilla el tren de nubes grises que transita el cielo nocturno.

Me gusta mi autocaravana porque puedo dormirme bajo las estrellas todos los días. Si viviera en la casa con mis amigos tendría que agujerear el techo y después sería costoso de arreglar.

«Costoso». El dinero viene a mi mente incluso cuando no debo o no quiero pensar en él. Me siento al borde del colchón, frustrado. Miro la pila de boletas sobre la pequeña mesa de la cocina y recuerdo cuando no tenía problemas económicos. En realidad ni siquiera sabía que problemas y economía podían combinarse en una misma oración hasta hace unos años.

Mi padre fue un valuador y comprador de obras de arte. A su familia nunca le faltó dinero, pero convencido de que tenía que abrirse camino en la vida solo, canceló sus cuentas bancarias y comenzó desde cero. La primera vez que me lo contaron, pensé que estaba loco porque, queramos o no, los signos de dólar representan grandes oportunidades para quienes los poseen. Marcus Hensley podría haberse quedado de brazos cruzados durante toda su vida y, aun así, su familia seguiría generando dinero; pero su sed por independencia y de mostrar que era capaz de llegar a la cima por sí mismo no se lo permitió.

Estudió Historia del Arte antes de administrar una pequeña galería mientras vivía en una caja de zapatos que ni siquiera tenía separado el baño de la habitación. En esa época, conoció a mi madre, una reina sin corona pero con súbditos por doquier, que se enamoró del plebeyo que solía ser rey. Lo contrató para que trabajara en su empresa, Notre Nuage, y fueron exitosos casi para siempre.

Él murió cuando tenía once.

Todo se vino abajo entonces. Papá había dejado por escrito que iba a donar todo lo que tenía porque quería que mi hermana y yo nos abriéramos paso en el mundo, como él lo había hecho, pero no contó con la poca suerte que tendríamos y que el orgullo dividiría a la familia. Ahora, Kendra trabaja doble turno en un café y yo tengo que pasar más tiempo del que quiero con mi madre para ayudarla con la renta y colaborar con la escuela de Kassian.

Kass no debería tener la familia que tiene ni vivir en las condiciones en las que vive. Se supone que los más pequeños no son conscientes de los problemas que acarrea la adultez porque están demasiado ocupados siendo niños, pero algunos son obligados a crecer de golpe y, a veces, se pierden una etapa a la que no se puede regresar.

Tener que crecer por las circunstancias y no por los años es injusto.

Saber eso, me mata; pero por más que lo intento, sé que él ve los problemas que su madre y yo intentamos ocultarle.

Cansado e impotente de pensar, busco con manos inquietas entre las gavetas de la cocina hasta encontrar mis pinceles y dejarlos en la cama. De vez en cuando, me dan ganas de llorar por no ser capaz de facilitarle la vida a mi familia. Arrastro el caballete que hay bajo la mesada y tomo un lienzo en blanco de los que se apilan sobre el asiento del copiloto. Me siento al borde de la cama con un vaso de agua y acuarelas.

Cierro los ojos y espero una imagen, una palabra, la melodía de una canción o el recuerdo de un roce. El pincel tiembla entre mis dedos hasta que una cicatriz parpadea en mi mente.

Esta noche la pinto a ella para no tener que pintar un entorno que no puedo cambiar.

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