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Capítulo VI

Error de humanos



Blake

Las puertas del elevador están a punto de cerrarse cuando una mano con uñas stiletto de color oscuro las detienen. No es como si supiera mucho de uñas, pero Ingrid me deja practicar algunas técnicas artísticas en sus manos. Es una buena práctica para el pulso.

Al cerrarse las puertas, veo su reflejo en la superficie espejada. Tiene la mandíbula tan apretada como el cinturón de su mono negro bajo el que asoman zapatos del mismo color. No recuerdo haberla visto usar un color distinto desde que papá murió.

—Llegas tarde —dice, tranquila, pero la chispa de acusación no le falta.

—Tú también.

Omito que fue su chofer el que se retrasó. Mi madre no le da segundas oportunidades ni a sus hijos, mucho menos a sus empleados.

—Soy la dueña. Llego cuando lo creo conveniente.

Nunca me deja olvidarlo. Si ella no hubiera construido su imperio antes de casarse, Notre Nuage también nos pertenecería a Kendra y a mí. Ahora, usa el dinero para mantenernos donde quiere: a mí, cerca y a Kendra, lejos.

Le echa un vistazo a mis jeans y a mi camiseta arrugada. Su desaprobación dejó de inquietarme hace años, pero sí me preocupa que luego traslade la mirada a su reloj.

—¿A quién despedirás esta vez? —Suspiro.

A veces repite tanto la misma injusticia que ya no me quedan fuerzas para sentir impotencia. Fue difícil crecer y empezar a ver sus errores. De vez en cuando extraño ser un niño ignorante. Podría fingir serlo ahora, pero una relación reconstruida con esa base está destinada a derrumbarse.

—Mi nueva asistente llega tarde.

Quien quiera que sea, está despedida desde ya.

Nos detenemos. Su contador está allí para escoltarla a la sala de conferencias con un reporte oral. Debe ser terrible tener que venir a trabajar todos los días sabiendo que tu primer error podría ser el último. Ser su hijo, al menos, me permite revelarme un poco más. No tiemblo cuando la veo.

Me tomo un momento para salir del ascensor. Aquí conocí a Mila. No pienso en ella tan a menudo como antes, solo cuando discuto con Kendra por el dinero o algunas noches al programar el despertador porque sé que tendré que venir aquí por la mañana. La nostalgia que invade mi mente cuando estoy despierto es peor que cualquier pesadilla que me aprisiona cuando estoy dormido.

—Tengo una boda que terminar de planear, así que sean concisos —ordena la jefa, sentada en la cabecera.

Los encargados de cada departamento toman las tabletas que están alineadas en la mesa y yo sigo el ejemplo. Sin embargo, apenas logro escuchar dos palabras de Corbin, el contador, que mi teléfono empieza a vibrar. Es Kendra.

¿Puede llevar Wendell a Kassian a tu casa esta tarde?

Mis dedos vacilan sobre la pantalla, no porque Kassian sea una molestia. Nunca lo será, pero su padre sí lo es. Wendell me provoca cada vez que nos vemos y tengo miedo de perder el control frente al niño. Mi hermana es cuidadosa a la hora de nombrar a Wendell en una conversación conmigo, porque cada vez que lo hace, señalo todos los motivos que lo hacen un mal ejemplo para Kassian. Ella odia que lo haga, lo cual es irónico porque su boca no permanece cerrada a la hora de hablar sobre Mila, no obstante, entiendo que quiera mantener la paz con el padre de su hijo.

¿Por favor? Le salió algo en el trabajo y yo apenas comencé mi segundo turno.

—Estás hablando con ella, ¿verdad?

Levanto la cabeza ante la voz de mi madre. Los subalternos bajan la mirada, incómodos.

—Sí. —El monosílabo representa desplante, aunque también la verdad.

Sus ojos son el hielo que no vi derretirse en lágrimas desde que tengo memoria. A veces me pregunto si lloró a escondidas por años o si nunca lo hizo porque su enfado es tan grande que no le permite sentir tristeza.

—Entonces retírate —ordena y su voz me transporta ocho años al pasado.

—¡Te dije que te mantuvieras alejada de ese chico! ¡Te lo dije miles de veces! —grita mamá detrás de la puerta.

Han estado encerradas por horas. Se repiten una y otra vez lo mismo, como si la otra no la hubiera escuchado, sin embargo, papá decía que escuchar a alguien no es lo mismo que entenderlo, mucho menos que aceptarlo. Son tres etapas y ellas se quedaron estancadas en la primera.

—Eso ya no importa —dice Kendra, derrotada.

Me acerco un poco más a la puerta cuando escucho que llora. Apoyo las manos en la madera porque siento que es lo más parecido a un abrazo que puedo darle.

—Ya está hecho. Recordarme que tenías razón no ayuda. No revierte el embarazo.

—No por mucho tiempo.

Los tacones de mamá dejan de repiquetear contra el piso. Cuando se enoja conmigo, se la pasa caminando furiosa de un lado a otro. Si se queda quieta indica que ya tiene decidido el castigo.

—No es tu decisión.

—Soy tu madre, claro que lo es —replica con ira aplacada—. No te di la vida para que la arruines. No estás preparada para traer un niño al mundo con dieciséis años. No tienes la capacidad, la mentalidad y, mucho menos, el tiempo para criar a un bebé. Deja de ser necia. Puedo arreglarlo. Antes de que lo sepas seguirás con tus ensayos de ballet y con tus estudios.

—Podría criarlo con tu ayuda... —Hay algo suplicante en la forma en que lo dice.

—Voy a ayudarte a seguir con tu vida, no a detenerla por un error. —A pesar de que tengo trece, sé de lo que hablan, es un tema muy conflictivo y delicado según mi profesora de Educación Sexual—. Llamaré a mi doctor de confianza, él...

—No, no lo harás.

Escucho que abre la puerta de su armario. Algo se cae y luego se oyen las ruedas de una valija deslizarse sobre la alfombra.

—Este no es un error que puedas enmendar o, por lo menos, no es uno que puedas arreglar sin perderme a mí también.

Cajones se abren y se cierran.

—¿Qué crees que haces? —inquiere mi madre—. ¡¿Qué crees que haces?! —repite, y oigo un forcejeo—. ¡No puedes irte! No tienes otro lugar al que ir, no tienes dinero y tampoco tendrás un futuro si planeas tenerlo. ¡No eches a perder todo por «eso»!

Me atrevo a mirar a través de la cerradura. Mamá señala el estómago de Kendra como si estuvieran hablando de un objeto y no de un bebé.

Mi hermana le da una bofetada.

Cierro los ojos con fuerza.

—Si tu padre estuviera vivo, estaría decepcionado de ti —dice mi madre, aunque hay algo distinto en su voz, como si ya no se sintiera igual que una mamá—. ¡Terriblemente decepcionado!

—¿A dónde irás? —susurro cuando Kendra me encuentra en el pasillo.

—A un lugar donde no se necesite ser la hija perfecta. Hay errores que no merecen una condena, pero ella no lo entiende.

Aparta mi flequillo con dedos temblorosos y se aferra a su equipaje como si fuera el único escudo que tuviera para ir a la guerra.

—¿Puedo ir contigo?

Ya perdí a papá, no puedo perderla a ella también.

—No, Blake, pero algún día podrás, ¿de acuerdo? Te quiero. Intentaré verte en cada ocasión.

Me deja y mis ojos caen en mamá. Tiene las manos a cada lado de la cadera y la cabeza echada hacia atrás, dándome la espalda. Con duda, doy dos pasos hacia ella. Tal vez le esté contando lo que pasó a papá.

—¿Vas a hablar de Kendra? —inquiere con voz distante.

—Ella... —empiezo.

Quiero decirle que vaya tras ella; que la detenga; que la abrace, aunque no quiera; que la acepte, aunque le cueste; pero no me deja.

—Entonces retírate —ordena mientras escucha en silencio las intenciones que no pronuncié.


Zoe

Betty Georgia MacQuoid planeó la boda de Bill y la cazacanguros. También hubiera planeado la de Kansas y de Malcom, si ellos no se hubieran casado en secreto. No querían gastar dinero, tiempo y energía en todo lo que implica una boda, así que aparecieron un día con un anillo alrededor de sus dedos.

Bill casi los mata.

Yo también. Tenía quince cuando eso ocurrió. La idea de no haber presenciado el momento, a pesar de que los casamientos por civil son un trámite de lo más cotidiano, me volvió loca. Pocas cosas me hacen tan feliz como ver las sonrisas que se forman en los rostros de dos personas que se quieren, como si fueran el reflejo del otro. Kansas a veces dice que por estar pendiente del amor de otros dejo pasar el mío.

A pesar de que nunca me enamoré, estuve cerca. No obstante, antes de que sucediera solo había estado con un chico: Adam Hyland. Los que dicen que un hombre y una mujer no pueden ser amigos están equivocados. Nosotros estábamos desesperados por ser amigos después de nuestro primer beso y de nuestra primera vez. Recuerdo que aquel día estaba demasiado nerviosa que terminé depilándome solo una pierna. Además, él consiguió un preservativo rosa neón que brillaba en la oscuridad —parecía que un flamenco bebé estaba suelto y descontrolado por la habitación—, se le enganchó un bráket en un agujero de mi ropa interior y, hablando de agujeros, se equivocó de hoyo cuando fuimos a la acción en el momento crucial.

Adam me dijo que creía que estábamos haciendo «algo» mal. A lo que yo respondí: «¿Algo? No sabía cuál era el antónimo de sexo hasta ahora».

Nos empezamos a reír tan fuerte que su abuela nos preguntó cuál había sido el chiste a la hora de la cena. Desde ese día, somos amigos. Lo único sexual que hay entre nosotros son los orgasmos compartidos por las galletas de la señora Hyland.

Después de él, llegó Elián.

Miro mi reflejo en las paredes espejadas del elevador y me pregunto qué tan poco me quería a mí misma como para quererlo a él.

Pero ahora soy la nueva asistente de una de las tres mejores planificadoras de bodas del país, así que me concentro en eso. Cuando las puertas se abren, dicha concentración flaquea entre mi responsabilidad y mi curiosidad por el chico de lindos globos oculares. Él está de espaldas, con las manos hundidas en el cabello.

—¿Blake? ¿Estás bien?

Los músculos bajo su camiseta se tensan. Baja los brazos y cuando se gira parpadea como si fuera un espejismo.

—Zoe, ¿qué…? —Sus pensamientos lo interrumpen antes de que coja aire—. Dime que no eres la...

—Veo que ya conociste a mi nueva asistente —dice una mujer—. Intenta no enamorarte de ella también.

—¡Señora MacQuoid! —saludo, más sobresaltada que encantada.

Mi hígado, mi páncreas, mi apéndice, mi intestino grueso, el delgado y todos los órganos de mi aparato digestivo se revuelven, inquietos, ante la fría e imperturbable presencia de la jefa. Mi cuerpo la cataloga como un buitre hambriento que merodea cerca, a la espera de clavar sus garras en la presa indefensa.

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