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Capítulo IX

Tempestad



Zoe

Cuando era niña amaba las tormentas.

Veía que los relámpagos afloraban de la oscuridad en caminos eléctricos y cegadores que llevaban a aventuras mortales; los truenos eran la banda sonora que anunciaba la expedición a una noche de película. Los árboles inclinaban sus copas con el soplar del viento, súbditos de la tormenta. Solía subirme al alféizar de la sala, atar una sábana alrededor de mis hombros y fingir que era una capa. No es que sintiera que la tempestad era una villana a la que había que derrotar.

Ella era Batman y yo quería ser su Robin.

El resto de los niños tenía un amigo imaginario, pero yo tenía a una de verdad, aunque no fuera de carne y hueso. Ella podía convertir las calles en mares para jugar a los piratas conmigo.

Echo de menos los días en que las tormentas representaban aventuras y no pesadillas.

Mi garganta es un contenedor de gritos que no puedo dejar salir. Duele que se acumulen. Mi corazón está oprimido contra mis costillas, como un prisionero que se aferra a los barrotes de su celda y suplica que lo dejen salir. El pavor se extiende por cada nervio y estoy a merced de un frenesí corporal. Mis manos no responden a mis ruegos para que se queden quietas, tiemblan sin control.

—Kassian —llama Blake otra vez, en un susurro—. Sal de aquí.

El niño contesta, pero no escucho sus palabras. Los truenos tienen más voz que él. Me pongo de pie a pesar de que mis piernas no quieren cooperar. Mis pulmones se unen a la huelga y debo detenerme a medio camino de la cama porque no consigo nada de oxígeno. Me asfixia mi propio miedo.

Mi cuerpo quiere matarme antes de que «él» lo haga.

Rompo en lágrimas mudas. Quiero esconderme, dejar de escuchar, de ver y de sentir. Anhelo vacío, porque el pánico me está sobrepasando y no hay suficiente espacio en mi mente para la tormenta y para mí. Cuando me desborde, la lluvia arrastrará una parte de lo que soy a un lugar al que no podré alcanzarla, y lo sustituirá por una pieza que le pertenece a la chica que quiere morir y no ama la vida.

—Kassian. Ve con los chicos, ahora —insiste Blake con una advertencia en la voz mientras llego al borde de la cama y trepo desesperada—. ¡Por favor, Kass!

Su sobrino sale corriendo y la puerta es azotada por el viento tras él.

Evito mirar a través del cristal al tratar de cerrar la ventana, pero no duro mucho. Es parecido a lo que pasa en ciertas películas, cuando alguien persigue al protagonista y este, sin poder eludir la incertidumbre y el desasosiego, echa una mirada sobre su hombro para ver quién está detrás y qué tan lejos está de alcanzarlo. Yo miro el cielo y me pregunto cuánto tardará ese hombre en alcanzarme.

La fobia es martirizante.

—Déjame hacerlo —ofrece.

Mis torpes y espasmódicas manos golpean el borde la ventana.

—Zoe, apártate —pide con la voz de un océano en calma.

Quiero alejarme, pero no puedo. Si no cierro la ventana va a entrar.

Va a entrar.

Va a entrar.

Va a entrar.

Hensley envuelve mis muñecas con sus manos, despacio y gentil. Me centro en su tacto, áspero pero cálido, creyendo que puedo distraerme.

No funciona.

Me sostiene la mirada. Estoy avergonzada por no poder controlar mi cuerpo frente a él, por lo que me aparto de la cama donde estamos arrodillados. En un pestañeo, mi espalda ya está presionada contra la pared más alejada de la habitación. Le toma un segundo tirar con suficiente fuerza la varilla y cerrar la ventana, amortiguando el incesante sonido de la lluvia.

Cierro los ojos y me abrazo, como me enseñó mamá. Soy consciente de que no aguantaré demasiado hasta que otro sonido o pensamiento me altere y el terror resurja con vehemencia desde las profundidades de mis recuerdos. Al abrirlos, veo un borrón de sombras, como si observara la calle a través de un parabrisas empañado. Pestañeo para deshacerme de las lágrimas y veo a Blake avanzando con cautela. Extrañeza y preocupación revolotean con sus pestañas.

—Está bien —digo al asentir varias veces, más para mí que para él—. Está bien, está bien...

Clavo las uñas en mis brazos hasta dejar marcas, exhalo e intento sonreír para que vea que de verdad ya pasó. No quiero romperme delante de él, que vea más de lo que ya vio o que piense más de lo que está pensando. Necesito que se vaya.

—Ojalá pudieras oír tus mentiras de la forma en que lo hago —murmura con suavidad—. Así ni siquiera intentarías decirlas.

Me siento entumecida. Voy a caerme pronto. Nunca nadie me dijo algo como eso en medio de uno de mis ataques, ni siquiera en la preparatoria: si yo decía que estaba bien, ellos lo repetían, tal vez en el intento de darme fuerzas o de calmarme, pero ninguno se atrevía a decir que mentía a pesar de la obviedad del hecho.

Mis ojos van contra mi voluntad hacia la ventana al ver que la lluvia se debilita, pero es un engaño. Un estridente sonar me cala los huesos solo por el hecho de que no puede partirlos. Un escalofrío me recorre la espina dorsal y el temblor de mis manos se torna tan intratable que debo dejar de abrazarme para formar puños que, aun así, se mueven de manera compulsiva a mis lados.

Las botas de Blake aparecen en mi campo de visión.

—No —advierto con un hilo de voz—. No te acerques, por favor.

Se queda quiero y lo miro. Necesito ver que entienda las instrucciones.

—Ve abajo y dile a los demás que lo siento, pero me duele la cabeza y me acostaré a dormir.

Odio la idea de mentir, pero acabo de llegar y no estoy lista para que lo sepan. Me mudé para no tener que contar la historia otra vez.

—Diles eso, que en verdad lo lamento.

No estoy segura de que si me tiene lástima o no, si siente impotencia, tristeza o algo en absoluto. Se limita a escudriñarme.

—¿Por qué a las tormentas? —pregunta en su lugar.

Sabe que hay algo mal conmigo.

—No hice preguntas acerca de Larson o la señora MacQuoid —recuerdo. Me sorprende divisar algo de firmeza en mi voz—. Así que no las hagas respecto a esto.

El silencio se extiende hasta que él comprende que debe marcharse, pero algo en sus ojos me dice que no quiere hacerlo. Va hacia la puerta y la abre, pero no sale. Sus omóplatos están tensos.

—No haré más preguntas —promete—, pero si necesitas algo, cualquier cosa...

—Gracias —digo tan bajo por la falta de aliento que creo que no me escuchó.

Los músculos de su espalda se relajan un poco. Sí, me oyó.

Cuando lo escucho bajar las escaleras, me desmorono y me deshago en lágrimas. Lloro porque siento sus manos sobre mí y no puedo luchar contra fantasmas, dejo que los gritos que no pude soltar exploten en mis entrañas y soy testigo de la tormenta que arrasa con todo, incluso con lo que no es capaz de alcanzar.

«85, 127, 300, 611, 1024…».


Blake

Me aferro a la barandilla de la escalera con fuerza y observo un punto en la pared, mientras trato de reprimir la necesidad de dar la vuelta y subir al ático. No debes interferir cuando un desconocido te pide que te alejes; pero darle espacio a alguien para que corra, literal o mentalmente, enloquecido por el pánico, me parece inútil. A veces, no importa lo que la gente diga, hay ojos que ruegan por ayuda cuando sus voces dicen lo contrario.

No poder aliviar el dolor de alguien me atesta de una impotencia que se transforma en culpa, y si hay algo que te dicta cómo vivir desde las sombras es ella.

La chica del ático no se parece en nada a la sonriente y alelada Zoe que define mis murales como simbólicos, introspectivos y sutiles.

Echo una mirada sobre mi hombro a su puerta. Entrar ahí sería tan sencillo como girar el picaporte, pero me dijo que no hiciera preguntas, e incluso en el silencio de un abrazo se escuchan los signos de interrogación de alguien que quiere entenderte para hacer más que consolarte.

Bajo las escaleras. Tiene razón, no puedo demandar respuestas cuando ni yo mismo quiero o puedo darlas. Tampoco puedo pretender reparar algo cuyo mecanismo no entiendo cómo funciona.

Aparto la vista del mural al pasar la sala y entro a la cocina, donde poner la mesa es como soltar una manada de cachorros en una cristalería. Dave ya está barriendo los restos de una jarra y no llegamos ni hace media hora.

—Sí, porque la abuela de la prima del amigo de mi tía me dijo que..., ¡Hensley! ¿Dónde estabas? —pregunta Shane—. Justo estaba por contar cuando la abuela de la pri…

—¿Y Zoe? —interrumpe Glimmer—. Kassian nos dijo que estabas con ella.

—¿Zoe? —pregunta Steve, sonriente—. ¿Zoella Murphy?

—¿Conoces a la alcoholizahermanos y atropella-Blakes? —indaga Akira, quien prepara limonada en un florero.

Supongo que esa era la última jarra.

—¿Te atropelló? —Esta vez es Mei la que habla, entre incrédula y colérica—. Si es verdad, voy a...

—Lanzarle una maldición, hacerle un muñeco vudú, lo sabemos —afirma Steve—. Concéntrense por un vez y díganme si la nueva se llama Zoella Murphy.

Los integrantes de Los Hígados no terminan de asentir que el quarterback ya está de pie. Me muevo para obstruir su paso y frena, patidifuso. Un pequeño silencio interrumpido por Akira solo que revuelve la bebida con un cucharón se asienta en la habitación. Me siento incómodo, pero no menos firme por tener tantos ojos en mí.

Ante la falta de ruidos, Steve escucha la tormenta en el exterior. A su rostro lo mancha la comprensión y soy yo el que está confundido cuando retrocede. Asiente como si supiera lo que acaba de ocurrir en el ático.

—¿Por qué se callaron todos? ¿Estamos jugando a que la persona que habla pierde y no me dijeron? —demanda Kassian, desde la mesa—. Porque si es así, son todos unos trampo... —Elvis le tapa la boca antes de que llegue a preguntar—: ¿Qué ocurre? Escúpanlo.

—Te pidió que nos dijeras que se sentía mal, ¿verdad? —sigue Steve e ignoramos el grito de Elvis cuando el niño le muerde la mano—. Tenía la esperanza de que esto dejara de ocurrirle.

—¿Y si en lugar de hablar en código nos explican por qué esta chica no baja? Mi maldita comida se está enfriando —exige Mei.

—Zoe sufre de astrafobia. Le teme a los rayos, a los relámpagos, a los truenos y todo lo que tiene que ver con las tormentas.

En cuanto las palabras salen de Steve, quiero agarrarlas y metérselas de nuevo por la garganta. Adoro a este tipo, pero esa adoración se ve nublada porque ese no es su secreto como para decirlo frente a todos. Me preguntó cómo lo sabe y me veo retenido por mí mismo, en la espera por una respuesta.

—Crecí en Betland y soy solo dos años mayor que Zoe, la conozco desde que tengo uso de razón —explica—. Mi hermano Chase es muy cercano a su fami... A las personas que la rodean.

—¿Y por qué le teme a las tormentas? —Dave ha dejado de barrer.

—No es mi historia para contarla. —Se encoge de hombros y una parte de mí se alivia al saber que nada, incluso lo que no sé, saldrá a la luz por medio de Timberg—. Lo único que voy a decirles es que le den espacio respecto a esto. Acaba de llegar y de seguro no estaba en sus planes tener un ataque de pánico. No insistan o saquen el tema si ella no lo hace —aconseja con pesar—. Y no interfieran.

Sus ojos cafés caen en mí.

—De verdad, Blake. No interfieras.

—¿Por qué crees que soy el único que sería capaz de interferir?

—Porque sueles pensar más con el corazón que con la cabeza. Touch heart, ¿recuerdas? No es necesario que alguien pida algo para que estés en su puerta, listo para dárselo.

Conoce mis puntos débiles y me advierte que la chica de la cicatriz será uno de ellos, pero no sabe que, en el fondo, ya lo es.

No voy a olvidar lo que vi en ese ático.

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