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Capítulo XIII

Una técnica cambia vidas



Blake

Me escupió.

Zoe acaba de escupirme.

—¡¿Qué mierda?! —Se me escapa al ver que su saliva se acumula en el centro de mi palma y se desliza entre mis dedos.

Echa la cabeza hacia atrás y se ríe. Sacudo la mano y me limpio con el costado de mis pantalones. Se abraza el estómago y sus ojos se llenan de lágrimas. A pesar de estar asqueado, me contagia su humor y no puedo pensar en otra cosa.

—No creo que los psicólogos escupan a sus pacientes —comento.

La miro; mis latidos se tornan más suaves y mi respiración, más lenta. Me embriaga esa sensación de cuando has tenido un buen día y llega la hora de ir a dormir, cuando sonríes en la oscuridad sin cansancio, satisfecho. Es raro, porque no he tenido uno de esos días hace mucho tiempo y hoy tampoco es uno de ellos; pero ella me hace sentirlo así. A su vez, estoy como en el ojo del huracán, donde la tranquilidad es momentánea y la esperanza alentadora. A pesar de que soy consciente de que muchas cosas malas están girando a mi alrededor y que esperan el momento para golpearme, no puedo ignorar este trozo de paz.

—De acuerdo, puede que Kansas no me haya enseñado a escupirle la secreción líquida que producen mis glándulas salivales a la gente. —Se echa mi bolso deportivo al hombro y me pasa su cartera sin motivo alguno para retomar la caminata—. Ese es mi toque personal.

—Tu toque es desagradable.

—Pero funciona, ¿verdad?

Tiene un brillo alegre e infantil que pocas personas logran conservar cuando crecen. La mayoría lo pierde y no son capaces de recuperarlo.

—Tal vez.

—Yo sé que funcionó, no importa que no lo admitas en voz alta. —La brisa sopla y enreda su cabello; mis dedos se inquietan—. Lo que Kansas en realidad me enseñó es que a veces podemos aprovechar la intensidad de los sentimientos. Todos tienen un límite, y si alguien está muy enfadado o triste llega un momento en que todo ese enojo o esa tristeza lo desbordan. El poco control que tenemos sobre cómo reaccionamos se va por el retrete —explica—. ¿No te ocurrió nunca que estás tan furioso que empiezas a reír? ¿O tan triste que te enojas? Cuando alguien está experimentado algún sentimiento fuerte, podemos ser el detonante de ello, del cambio en su humor. Te escupí porque quería hacerte sonreír.

«Te escupí porque quería hacerte sonreír», dijo nadie en la historia.

—¿Eso le enseñaron en la carrera de psicología? —Porque puede que esté funcionando.

—No, es obvio que hay una respuesta más completa y lógica para esos cambios, pero Kansas es del tipo de persona que forja teorías a pesar de que sabe que ya existen explicaciones.

—Le da otro giro a las cosas, ya entiendo por qué la adoras.

—La adoro por motivos que ni siquiera puedo comprender. Ella es capaz de interpretar todos los roles de una obra e, incluso, ser el público y el vendedor de palomitas. —Habla de su cuñada como yo solía hablar de mi madre, como si fuera el sol—. Fue y es niñera, amiga y cuñada. También, mi propia especie de madre cuando la real falleció.

El recuerdo no logra opacar la luz que irradia, en su lugar, la fortalece.

—¿Cuántos años tenías?

—Once, como tú cuando perdiste a tu papá. Supongo que tenemos algo en común, pero ¿sabes qué otra cosa tenemos en común?

—Sorpréndeme, Zoella, pero sin escupirme esta vez.

Frena su paso y me percato de que acabamos de llegar a Los Hígados. El tiempo corrió tan rápido y tan lento en su compañía, igual que lo hace cuando pinto. Al igual que cuando tengo un pincel en la mano, deseo que el paseo dure un poco más.

—Ambos estamos sonriendo a pesar de todo, porque las sonrisas que reprimes no dejan de ser sonrisas —concluye.

Sin previo aviso, me besa.


Zoe

Deposito un beso en la mejilla de Blake a modo de despedida antes de intercambiar bolsos y entrar a la casa. Hay un silencio de película de terror mientras subo las escaleras, hasta que Akira estrella a Elvis contra la pared y le arranca la camisa de un tirón. Me sobresalto y me llevo una mano al pecho porque no estaba preparada para eso.

—¡Nada de porno en vivo después de las diez, chicos! —grita Glimmer mientras asoma la cabeza desde su puerta para ver a los otros dos que tratan de desvestirse en el pasillo.

—Esto no es porno, es una demostración de amor que... —Akira pone fin a la oración de Elvis mientras introduce su lengua hasta la garganta del chico—. Tal vez sí lo es —reflexiona, agitado, cuando lo deja ir.

—Creo que esto supera el trauma de ver a Ratatouille tratando de reproducirse por primera vez —susurro.

Tenía siete y medio y me largué a llorar, medio porque no entendía qué estaba sucediendo y medio porque parecía que uno trataba de matar al otro.

—¡Pónganse mordazas, si quieren; pero bajen el volumen! —Mei abre la puerta de su cuarto con un tirón iracundo—. ¡Akira! Ya tuve suficiente compartiendo nueve meses de mi vida encerrada contigo y toda tu desnudez en el útero de mamá, como para tener que presenciar esa tétrica imagen de nuevo.

—Para ser estudiante de arte aprecias muy poco la belleza de la desnudez —responde su hermana.

—¿Arte? ¿Como Blake? —me entrometo—. Es genial. Él es tan…

Glimmer me alcanza y toma de la mano:

—¡Suficiente! Si ustedes dos quieren quemar unas cuantas calorías haciendo esa clase de ejercicio aeróbico… Perfecto, pero dejen unas paredes en medio para nuestros ojos —señala a los exhibicionistas.

Akira toma a Elvis por el cinturón de los vaqueros y lo arrastra a su cuarto como una niña enfadada lleva a su oso de felpa

—Tú y yo nos vamos, Zoe. Te quiero mostrar el compuesto ácido que estoy estudiando —continúa Glimmer.

Ella tira de mí y me lleva a su habitación, dejando a Mei Ling sola en el corredor. Al entrar, me abruma la cantidad de notas adhesivas con fórmulas químicas que están pegadas al techo, a la ventana, a la cama e, incluso, algunas giran pegadas en el ventilador. Sobre la pared, hay una tabla periódica de tamaño humano. Debo ser cuidadosa de no pisar los tubos de ensayo vacíos que ruedan por la alfombra.

—¿Desde cuándo Akira y Elvis están juntos? Creí que no se toleraban o, al menos, que él no soportaba la faceta médica de ella.

—No son novios, se arrancan la ropa de forma estricta los fines de semana. No tengo idea de por qué, pero sí sé que deberías cuidar lo que dices de Blake alrededor de Mei. —Se cruza de brazos y yo tomo asiento en su cama.

—¿El compuesto ácido fue una excusa para decirme eso? Porque de verdad estaba emocionada.

Sonríe con culpa.

—Hablas como si fuera un asunto de vida o muerte —añado.

—Cualquier asunto puede ser de vida o muerte, dependiendo de a quién y cuándo preguntes.

Algo en la forma en que lo dice me preocupa:

—¿Mei y Blake alguna vez…?

Glimmer niega con la cabeza.

—Ella tiene novia, sin embargo, es como Cerbero, el perro del infierno de Hade: siempre está custodiando a Blake.

—En el corredor, iba a decir que me parece un gran chico. No tiene que protegerlo de alguien que le hace un cumplido. —Me encojo de hombros, aunque no ver el problema no significa que no esté ahí.

Cruza el cuarto donde parece que está desarrollando la cura para una enfermedad mortal y se arrodilla frente a mí. Hay una pena en sus ojos que conozco bien. Así me miran los extraños que presencian mis ataques de pánico.

—Mei está agradecida con él por cosas de las que no puedo hablar, así que lo cuida como a un hermano que tiene cierta tendencia a dejarse consumir por problemas ajenos.

«Por los que están jodidos como tú, en otras palabras», pienso.

—No tiene nada personal contra ti, pero si tú te acercas a Blake, quiero advertirte que ella no estará cómoda y cuando eso sucede puede tratarte muy mal.

—¿No puede preocuparse sin atacar?

—Lo hizo una vez. No sé cómo fue la historia, solo que alguien llamada Mila estaba involucrada y Blake salió lastimado. Creo que Mei se siente culpable porque se mantuvo al margen, así que desde entonces está en alerta extrema.

«¿Por qué ese nombre me es tan familiar?».

—Todos tenemos demonios, ¿por qué Mei se preocupa de que sean los míos los que lo arrastren?

—Eres la primera chica en la que se lo vio interesado desde hace tiempo.

—Si tiene complejo de héroe, puede que esté más interesado en resolver mis problemas que en conocerme, ¿no crees?

Me aprieta la rodilla. No sé decir si está en acuerdo o desacuerdo.


El primer día de clases es el único durante todo el ciclo lectivo en el que busco qué voy a vestir un día antes, me aseguro de tener todos los útiles y los textos necesarios y, además, me arreglo el cabello. Lástima que manché mi vestido con café esta mañana, olvidé mi morral en el Jeep que ahora está en manos de Bill y mi cabeza parece el nido de un Caracara plancus por conducir la bici con el viento en contra.

La Owercity Central University es del tamaño de una pequeña ciudad. Si caminas por los senderos empedrados que llevan a los distintos edificios, se ven decenas de fuentes, sin embargo, lo más importante son los puestos de comida a los que mi estómago les sonríe. No es como si no hubiera desayunado, de hecho, comí wafles hace media hora —cortesía de Elvis y de Akira por no haberme dejado dormir lo suficiente anoche, debido a la emisión de sonidos de placer que tuve que oír por su parte—, pero siempre estoy hambrienta.

También curiosa. En realidad, muy curiosa de haber visto a una chica saliendo de la autocaravana de Blake antes de venir. Llevaba puesta una camiseta de él. Lo sé porque estaba manchada con pintura y le quedaba demasiado grande, aunque no larga: sus piernas tenían las millas la de Torre Eiffel.

—A menos que tengas poderes y puedas leer mi mente, lo cual sería bastante vergonzoso ya que estoy pensando que olvidé echarme desodorante esta mañana, te pido que dejes de mirarme fijo.

Parpadeo y enfoco la vista en la chica de cabello naranja a la que me quedé viendo sin querer cuando tomé asiento.

—Lo siento, estuve en estado vegetativo por un segundo. Soy Zoe, y tú debes ser Callie.

La sonrisa se borra de su rostro.

—¿En serio puedes leer la mente?

—No, pero puedo leer tu identificación para sacar libros de la biblioteca. —Señalo el plastificado que hay sobre el banco.

Quiero seguir hablando, pero nos interrumpen.

—Bienvenidos a Ecología Urbana, soy la profesora Ruggles y seré la suplente del tipo que estaba antes que yo —dice tan informal que el alumnado se mira extrañado—. A modo de introducción, me gustaría saber por qué escogieron esta carrera. Todos saben que no es con precisión la más rentable y que se batalla mucho por los buenos y pocos puestos de trabajo. Iremos por filas y está prohibido decir que estudian esto para ayudar al planeta. Necesito que se expresen un poco más.

No somos más de veinte en esta clase, así que hay tiempo de sobra para que cada uno comparta su historia.

Un día estaba en el lago y vi un pez atrapado en plástico, de ese que recubre el juego de latas de cerveza. Estaba sangrando y se movía desesperado. Quería volver al agua. Algunos de los niños que estaban conmigo se rieron y dijeron que era divertido verlo moverse de un lado al otro. Los adultos, un poco más serios, le tomaron fotos. Pero ninguno lo ayudó, pero todos querrían que los ayudaran si fueran ellos los que se estuvieran muriendo.

También viví otra cosa que me hizo plantearme la idea. A mi mamá y a mí nos encantaba volar. Era más rápido, por eso siempre optábamos por el avión. Un día, los vuelos de regreso a casa se agotaron y tuvimos que tomar un autobús. Fue la primera vez que pasé delante de un basural. Recuerdo que era un día soleado, pero la pila de basura era tan alta que, desde donde yo estaba, parecía cubrir el sol. Me pregunté qué haríamos si el sol un día desapareciera tras una pila de basura que no se pudiera remover.

Sin embargo, decidí que iba a intentar cambiar el mundo el día que tiré un envoltorio de caramelo en la calle y Bill amenazó con patearme el trasero si no lo levantaba. Él me preguntó si me gustaba cuidar a la gente, por lo que yo asentí sin dudar. Me consideraba mejor al dar que recibir y de adulta me proyectaba ocupándome de otros. Pensaba en ser abogada como mamá o como Harriet, o enfermera como la mamá de Logan. Incluso tal vez trabajadora social.

Y entonces, recuerdo que Bill dijo:

«Bueno, imagina que no haya gente a la que cuidar porque no hay lugar en el que estar», y lo sentí peor que veinte patadas en la retaguardia.

Para cuidar de otros, primero, debía cuidar la casa en la que vivirían. Se habla de preservar el medioambiente, pero jamás se toman las medidas necesarias, que tendrían que ser universales y obligatorias, para hacerlo. Estoy cansada de que siempre terminemos destruyéndonos a nosotros mismos de una forma u otra, en el plano social, en el económico, en el político y, más que nada, en el ambiental: porque sin Tierra ya no importa ninguna lucha. Se necesitan guerreros para la guerra, ¡y ni frijoles van a quedar si seguimos así!

Estoy absorta en las historias de mis compañeros, pero siento mi teléfono vibrar con un nuevo mensaje. Cuando lo abro de camino a Matemática General, decido que tengo que contárselo a alguien.

Un inocente aparentemente culpable. 7109.

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