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Capítulo X

Corazón flexible



Blake

—¡Más rápido, perezoso infeliz! ¡Hasta mi abuela tardó menos en morir que tú en correr todas estas yardas! ¡Velocidad, Preston! ¡Velocidad a máxima potencia, pequeño pedazo de escoria americana! —El coach está saltando de la rabia.

Elvis tiene la lengua afuera por el esfuerzo.

—Quiero golpear a ese tipo con mis libros de texto —farfulla Dave al correr a mi lado—. Y déjame resaltar que los libros de filosofía son bastante pesados. Platón lo dejaría fuera de combate.

—No puedes golpear al hombre que entrenó al amor de mi vida —se queja Shane al alcanzarnos, trayendo a colación su fanatismo por Malcom Beasley—. Si tú y tus libros se acercan a Bill, te las verás conmigo, Dave Alonso Ducate. —Gruñe.

Literalmente, le gruñe. No sé si reportarlo al zoológico.

—Pero... —empieza Dave.

—¡¿Tienes algún problema conmigo y mi método de motivación, Barbie?!

Nos sobresaltamos cuando Shepard aparece corriendo en reversa a nuestro lado, parece lanzarle patadas en el trasero a Dave con los ojos. ¿Cómo llegó tan rápido? Estaba torturando a Elvis en la otra punta del campo.

—Eso creí, rubiecita —añade cuando mi amigo se muerde la lengua—. ¡Deténganse y reúnanse todos, ahora!

Es la segunda vez que lo vemos desde la práctica del viernes, pero el antiguo entrenador acordó hace meses un partido contra los Wreckers esta noche, así que el nuevo coach organizó este entrenamiento mañanero de último minuto. Después de dormir solo dos horas y media, siento que ni un saco de boxeo podría estar en peor estado que yo.

Luego de la cena en Los Hígados, Kassian y yo nos pusimos a dibujar en la autocaravana. Él, ratones de tres colas por diversión y yo, cincuenta pilares barrocos idénticos para un trabajo. Se quedó dormido en la mesa, pero no lo acompañé en sueños. Mi insomnio me llevó a echarme en el asiento del conductor y ver a través de la ventanilla la luz encendida del ático. Zoe no la apagó en ningún momento e incluso cuando mi despertador sonó a las siete, seguía prendida. Anoche, la preocupación me mantuvo despierto por algunas horas, sin ser capaz de alejar los ojos de su ventana hasta que me ganó el cansancio.

Más de una vez me encontré a mí mismo a punto de ponerme una chaqueta y dirigirme a la puerta. Sin embargo, antes de pisar la calle, las palabras de Steve volvían a mí. Tal vez, los que más sufren son a su vez los que más comprenden y, por eso, me afecta haber visto el lado más roto de esta chica.

Debo mantenerme lejos de los asuntos ajenos, sobre todo de este. La lógica habla por sí sola, pero me niego a escucharla: sé lo que es tener miedo y ser consumido por la tristeza. Como conozco los sentimientos a la perfección, no le deseo a nadie que lo padezca. No pude ayudarla, pero sí acompañarla sin que lo supiera.

—No sé a qué tipo de entrenamiento estaban acostumbrados, pero conmigo las cosas serán diferentes —advierte Bill—. Si les tengo que gritar, lo haré. Si los tengo que presionar, lo haré. Si les tengo que dar un «golpecito», lo haré y con mucho gusto.

Reprime una sonrisa malintencionada al usar el diminutivo. Todos cruzamos miradas. Nadie cree que este hombre sepa lo que es un golpecito.

—Eso no se puede, es contra las reglas de... —comienza Dave.

—Hay reglas que están destinadas a respetarse y otras a usarse como papel higiénico. La realidad es que no los conozco y no sé cómo juegan a nivel individual o como equipo. Martínez me dejó algunas anotaciones en las planillas, pero tiene la caligrafía de un delfín y no voy a desperdiciar mi tiempo intentando descifrar esos jeroglíficos. Así que decidí que, por esta única ocasión, no intervendré. Ustedes jugarán como venían haciéndolo, con el plan de juego que tenían. Hoy quiero ver cómo se mueven como equipo, quiénes son capaces de liderar y cómo logran conectarse con sus compañeros. A partir de eso, comenzaré a introducir todos los cambios que crea necesarios.

»Esto no implica que no vaya a gritarles y maldecirlos por hacer estupideces o tener las putas patas de una tortuga. —Mira a Elvis quien está tirado en el césped con la nevera portable tumbada a su lado y una decena de botellas de agua amontonadas sobre él. Se ató la camiseta a la cabeza y parece que caminó en el desierto del Sahara por días.

—Déjeme ver si comprendí, señor —dice Steve, incrédulo—. ¿Dejará que todo el peso del partido recaiga en nuestros hombros?

—También dejaré caer mi pie en sus traseros, si pierden. Y repetidas veces. Capisci o non capisci?

—Capisci! —grita el equipo.

Esto será desastroso. Soy el receptor de los Sharps y no me conocen por facilitar las cosas en el campo, sino lo contrario.

—Y quiero que sepan algo —añade a modo de advertencia—. No dudaré en sacarlos del equipo si veo que no están hechos para esto.

Con eso, sé que mi beca está en peligro. Si la pierdo, lo pierdo todo: mi estabilidad económica está pendiendo de un hilo. Gracias a la beca puedo estudiar, pero también debo trabajar para ayudar a Kendra con la renta y pasarle dinero a Mila. El entrador Martínez sabe de mi situación y por eso nunca me reemplazó, supongo que fue por pura pena a causa de un corazón flexible, que no creo que Bill Shepard tenga.


Zoe

Dos llamadas perdidas de Malcom, una de Kansas, otra de Bill y unos cuantos mensajes de Jamie Lynn, una antigua amiga de Kansas que siempre busca distraerme de los días tormentosos al contarme datos irrelevantes sobre su trabajo.

Le aseguro a cada persona que estoy bien mientras tomo una aspirina para el dolor de cabeza y espero que la chica de la sucursal de Blair’s Place termine de preparar mi café para llevar.

La noche fue fatídica.

Me dejó con ojeras más oscuras que el humor de Bill. Mis orejas siguen enrojecidas y arañadas por intentar acallar los truenos, y mis huesos no paran de crujir por estar en la misma posición por horas. Mis músculos quieren darse a la fuga de mi cuerpo, pero logré salir de mi habitación al mediodía. Tendría que abandonar la universidad e ir a buscar trabajo como extra en The Walking Dead.

Cuando bajé las escaleras, no había nadie a mi espera. Encontré un plato con dos porciones de pizza y una nota adhesiva:

«Recaliéntame y cómeme antes de que Elvis lo haga. Con el amor medicinal, Akira».

Fue un alivio no tener que dar explicaciones respecto a mi ausencia. Intenté distraerme escribiendo la primera entrada para mi blog ecológico, lo cual fue un fracaso. Sé lo que quiero comunicar, pero no cómo. Lo que me parece importante a otros le suena aburrido y, hace meses, estoy intentando encontrar la fórmula mágica para captar la atención y transformarla en acción.

Con el café en mano, sigo recorriendo las calles en dirección al estadio. Hay un embotellamiento que indica el furor que generan los juegos de fútbol americano los domingos. La fila rodea la cuadra y me siento mal por pasar a los fanáticos con el pase VIP que me dio Bill y que ahora cuelga de mi cuello. Sonrío con culpa a los extraños y choco los cinco con uno que otro niño que revolotea alrededor de sus padres, exaltado, y que al mirar mi pase me ve como si fuera alguna clase de superhéroe. Me pregunto cuál sería. Siempre me gustaron Flash y Thor, pero en la vida real me asemejo más al Chapulín Colorado.

Antes de ir por mi asiento, quiero desearle suerte a Bill —aunque él crea que la suerte no existe en el campo—. No obstante, él me encuentra primero apenas pongo un pie en el corredor que lleva al vestuario y a su oficina.

—Sé que dije que me mantendría alejado de ti los días de tormenta, sin embargo, la próxima vez que no contestes el maldito teléfono, derribaré el buzón, al cartero, a la puerta y a las paredes de esa casa para verte.

Le sonrío entre divertida y aliviada. No tiene una gota de calma en la sangre, pero siempre me tranquiliza verlo.

—¿Por qué contigo todo es destrucción, Billy? La puerta se abre girando algo llamado perilla, el buzón y las paredes no te hicieron nada, mucho menos el pobre cartero. No creo que su seguro médico cubra las fracturas ocasionadas por un maniático obsesivo del fútbol.

Sus manos caen sobre mis hombros cuando me acerco. Con eso cualquier gracia de la conversación se disipa y le damos la bienvenida a la seriedad.

—Lo digo en serio, Zoella. —Me mira a los ojos y baja la voz, hablando con suavidad—. La próxima vez, contéstame, al menos una vez que ya haya pasado. —Ahueca mi mejilla—. Luces horrible. Necesitarías a un Ben Hamilton y su corrector de ojeras.

Habla de un antiguo jugador que solía aplicarse corrector para ocultar la evidencia de que andaba de fiesta los días que no debía.

—¿Cómo sabes lo de Ben? —inquiero.

—Yo sé, oigo y observo todo, Murphy. Incluso soy consciente de cosas que quisiera no saber, nunca haber oído y jamás haber observado.

Estoy segura de que una imagen relacionada a su hija y mi hermano en el proceso de crear un bebé le viene a la mente. Eso o el trasero de Chase Timberg después de comer tacos.

—No pongo en duda tu omnipresencia. —Tomo su mano y la aparto de mi rostro, pero no la dejo ir. La balanceo entre nosotros, como cuando era pequeña—. Estoy bien, de verdad, deja de insistir y concéntrate en el juego. Hoy es tu debut como coach de los Sharps, ¿estás listo para darle una paliza a los Wreckers?

—En realidad, no habrá palizas para mí hoy. —Deja ir mi mano para ajustarse su gorra de los Chiefs con resignación—. Lamentablemente, quiero ver cómo se las arreglan en el campo sin mi guía.

—¿No intervendrás? Esto es inédito. —Sorbo café—. Apuesto a que no aguantarás demasiado.

Sé que huele el desafío en el aire porque para él la vida es una competencia.

—Te invito a ver cómo me contengo de dar órdenes desde la banca de los suplentes. Si logro hacerlo, vendrás a los entrenamientos y harás algo de ejercicio para sacar músculo.

Siempre insiste en que no puedo levantar ni un lápiz sin sudar o quebrarme un dedo en el proceso.

—Y si yo gano, me prestarás el estadio por un día.

—¿Qué? ¿Por qué querrías tener un jodido estadio de este tamaño para ti sola?

—Eso lo sabrás cuando gane. ¿Estás dentro o no, desgraciado pusilánime holgazán? —Hago una imitación de él con el insulto, lo que lo hace reír.

—Trato hecho, niña.

Estrechamos manos y el juego comienza.

Desde la banca, estoy a unos pocos pies de la zona de juego. Siento que acabo de conseguir el asiento perfecto en una sala de cine, lo cual es muy difícil porque si estás muy arriba debes bajar la cabeza y si te encuentras muy abajo debes levantarla. En ambas tu cuello te odia.

Los reflectores se encienden cuando comienza a oscurecer, las tribunas se llenan de a poco y el verde y el blanco que representa a la OCU ondean en las banderas y las camisetas, se agita en carteles, rebota en pelucas y sacude en dedos de hule. El amarillo y el rojo del contrincante no se quedan atrás, se extiende como una plaga bajo una de las dos pantallas.

—¡Buenas noches, damas y caballeros! Aquí les da la bienvenida su locutora predilecta, Claire Whittle.

Lanzo un grito de emoción al oír a la vieja amiga de la familia. Se mudó de Betland hace unos años, pero no tenía idea de que la encontraría aquí.

—¡Me acompaña esta noche alguien que ya estoy cansada de ver! Nos casamos hace tres meses y ya quiero el divorcio. ¡Con ustedes, mi intolerable, pero magnífico esposo y padre de mi hijo, Gabe Hyland!

Mis ojos se disparan hacia Bill, quien enarca una ceja con picardía. Él sabía que Gabe y Claire estaban en la ciudad y no me lo dijo. Amo y odio a este hombre, por eso me pongo de pie y lo golpeo mientras sorbo más café.

—¿Intolerable? Creo que encantador, guapo, honorable y valiente son las palabras que buscas para describirme. —La arrogancia del hombre nunca cambia—. Y hablando de mi descendencia, la cual heredó mi carisma y mi belleza, debo recordarte que nuestro querido Ciro apesta a basural. ¿No crees que necesita un cambio de pañal? Porque yo sí.

La multitud ríe y la pareja aparece en pantalla. Están en alguna sala en lo alto del estadio y Gabriel levanta a un niño para olfatearle el pañal.

—Esto huele peor que los calcetines del nuevo entrenador de los Sharps. —Silba asqueado—. ¡Martínez dejó a cargo a mi viejo amigo Bill Cyrus Shepard! ¡¿No creen que merece un cálido aplauso!?

—Cálido mi trasero —espeta el coach, pero se sonroja.

La gente estalla en vítores alegres y me hace feliz el reconocimiento que le hacen.

—Tendrás que sacrificarte y cambiarlo tú, porque este juego está por comenzar y no pienso perdérmelo —afirma Claire con una sonrisa hacia el bebé que Gabe, mientras arruga la nariz, sienta sobre sus piernas y rodea con un brazo—. ¡Hoy se enfrentarán dos grandes oponentes, fuertes equipos que lo darán todo para alzarse al final de la noche y se proclamarán como los vencedores! Épico e imperdible, esas palabras describen a la perfección el partido que viene a continuación. —La muchedumbre ya está de pie, emocionada—. ¡No por nada son llamados como lo hacen, se rumorea que lo demuelen y lo destruyen todo en su camino hacia la gloria! ¡Un fuerte aplauso para estos chicos, para los Wreckers de Playork!

Desde el lado opuesto a donde estamos, un agolpamiento de jugadores sale disparado hacia el campo. Comienzo a aplaudir con ánimos porque me encanta recibir a los visitantes y es ahí cuando Bill gruñe con desaprobación —no por mi apoyo hacia los jugadores, porque él también los aplaude, sino por el exceso de ánimo en mis gritos—. Aplaudo con más fuerza solo para molestarlo.

—¿Ves esas personitas de ahí abajo? —inquiere Gabe al pequeño que está babeando en su regazo, quien aplaude al escuchar que otros lo hacen—. Bueno, creo que van a partearnos el trasero —añade con una brutal sinceridad—. En realidad, no a nosotros. No creo que se atrevan a patear algo tan hermoso como las posaderas de los Hyland, pero estoy seguro de quiénes serán sus víctimas… O tal vez aquellos que terminen haciéndolos papilla, ¡ya que aquí están los dueños del océano Atlántico, Pacífico, Índico, Ártico, Antártico y Hylándico, si existiera! ¡Aquí están los Sharps de Owercity!

Todos los guerreros están en el campo de batalla, y lo veo, tan silencioso que parece ajeno a su equipo.

Es el número 31.

Su actitud es tan extraña como el mensaje que me acaba de llegar.

Él y tú tienen más de lo que crees en común. 0329.

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