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Capítulo V

Escudo en un vestido



Blake

Con cuatro horas de sueño y medio café en el estómago —porque no me alcanzó para preparar una taza entera—, afronto el sábado. Dejo la autocaravana para esperar por el coche de mi madre. Si tuviera dinero para la gasolina, una bicicleta o la oficina quedara cerca, iría por mi cuenta, pero es el único capricho que le permito darme.

Hay un par de chicas que parecen regresar de una fiesta, pero luego, la zona está desolada. No son muchos los que osan salir en épocas de exámenes.

No entiendo cómo es que me mantengo en posición vertical. Anoche, el sueño no llegaba, pero parte es mi culpa por quedarme pintando. Cualquier artista sabe lo que es caer en las garras de la obsesión, ceder ante la tentación de la imaginación, y aceptar el desafío de trasladar vida del mundo interno al externo. Quedé atrapado entre el lienzo y mis recuerdos, me perdí en algún lugar que tiene boleto de ida, pero que no te asegura uno de vuelta.

Como si la invocara, Zoe sale a tropezones de Los Hígados, envuelta en un vestido floreado y un delgado abrigo de lana. Lleva los borceguíes desatados y arrastra una cartera por el piso. Tantea, somnolienta, el pórtico hasta que se clava el manubrio de una bicicleta en el estómago y la arrastra por los escalones mientras bosteza.

Se da cuenta de que la estoy mirando y trata de esconder el bostezo.

—Demasiado tarde. Ya vi tu úvula, tu lengua y hasta lo que desayunaste.

—Lo siento y buenos días para ti también. —Se rinde y deja caer su brazo con una sonrisa.

Ella apoya la bici en su cadera mientras se recoge el cabello en un moño alto, dejando a propósito varios mechones sueltos para que cubran su cicatriz.

Me acerco con las manos escondidas en los jeans:

—¿Qué tal tu primera noche en…?

—¡Mal día para usar vestido! —chilla cuando la brisa le sube la falda.

Una de sus manos se dispara a su entrepierna y la otra a su trasero. La bicicleta rebota contra el asfalto y me debato entre levantarla o apartar la mirada al percibir la vergüenza en su risa. Opto por lo segundo mientras reprimo una sonrisa que no sé en qué momento quiso manifestarse. Una vez que el viento deja de intentar mostrarme en qué nalga dijo que se tatuaría mi mural, alcanzo la bici.

—Elvis tiene auto. Te lo prestará si lo necesitas —le aviso mientras se abotona el abrigo que le roza las rodillas—. Aunque si mal recuerdo, tú también tienes auto.

—Recuerdas bien. Mi Jeep está familiarizado contigo. Perdón por eso, otra vez. Te hará feliz saber que no lo volveré a usar. Tú y toda la población están a salvo, de momento.

Nadie se disculpó tantas veces conmigo en la vida como ella en dos días.

Extiende las manos y le cedo el manubrio. Sus dedos rozan los míos y, ante tan sencilla e insignificante acción, se tensa de pies a cabeza. Retrocedo para darle espacio, pero no lo suficiente para dejar de tenerla cerca.

—No es necesario que dejes de conducir por haberme atropellado. Fue un accidente.

—No lo hago por ti.

Enarco las cejas con interés.

—Bueno, sí, tal vez una mínima parte es por el hecho de que no quiero matar a nadie, pero en realidad lo hago por el medioambiente. Estoy en contra del uso innecesario de los vehículos motorizados por combustible fósil y a gas natural, ¿sabías que son los responsables de alrededor del 15 % de la contaminación? No es tanto comparado el que emiten las fábricas y la producción de electrodomésticos, pero...

—Ecologista —reconozco, pero apenas logra asentir antes de que algo a mi espalda llame su atención.

Me giro hacia Phi Beta Sigma y, de todos los chicos que viven ahí, es Larson el que sale con ropa deportiva y una botella de agua en mano. La aversión fluye a través de mí mientras él le sonríe. Trato de que ella no lo note, pero la sonrisa que le devuelve decae cuando desliza la mirada entre ambos. Es difícil ignorar a dos polos que se repelen.

—Felicitaciones por sobrevivir a tu primera noche en Los Hígados, Zoe —dice y después añade—: Hensley.

Asiento ante su precavido intento de saludo. Nos ignoramos todos los días, pero esta vez sé que es educado porque no estamos solos. Intento no recordar lo que hizo, pero fallo. Si mi pasado portara un rostro, tal vez, los ojos serían los suyos.

La chica de la bicicleta no es tan despistada como parece. Sus dedos se enroscan y desenroscan alrededor del manubrio con incomodidad ante la tensión, pero su sonrisa no desaparece. Siento que se convierte en mi escudo antiodio cuando le dice a Larson algo que lo hace reír y, cuando él se ríe, recuerdo la época en la que éramos amigos.

El familiar sonido del motor del coche de mi madre rompe mi momento de paz con la presencia de Larson. Espero que se eche a correr antes de que me suba al auto. No confío en él porque es mejor amigo de Wendell, el padre de Kassian. Es sabido que las amistades pueden arrastrarte a lugares peligrosos y el escrúpulo se instala hasta en mis huesos. No lo quiero dejar a solas con Zoe.

Él sabe que mi resentimiento es demasiado grande, lo ve en mis ojos, por lo que se va.

Frederick, el chofer, aparca frente a mí.

—Intenta no atropellar a alguien con tu bicicleta —digo a la ecologista en el esfuerzo por dispersar la tensión, pero veo la curiosidad en su rostro por la reciente escena.

No fue mi intención ponerla en esta situación. Debo estar suplicando sin saberlo porque su sonrisa sigue intacta, como si lo entendiera, a pesar de que ambos sabemos que ni siquiera la curvatura de sus labios puede quitar la rigidez de nuestros cuerpos.

—Y bienvenida a Owercity, Zoella.

—Zoe —corrige con voz pausada—. Puedes llamarme Zoe, Blake.

Hay algo en su forma de mirarme que me hace interpretar su oración como muchas otras: «Puedes llamarme Zoe, puedes hablar conmigo, puedes contar conmigo».


Zoe

Shakespeare dijo que la locura tiene su propia lógica. Lo comprobé anoche después de la Tomatina.

Ayer, dejé mis cosas bajo las escaleras mientas salí para entregarle las llaves del Jeep a Bill. Al regresar, me encontré a Elvis gritando por el ataque de Mei Ling; sin embargo, un rato más tarde, ocurrió lo mismo:

—¡Hay una serpiente alrededor de mi pierna! —Saltaba en un pie y sacudía el otro como si eso pudiera aflojar el agarre de Gloria. De pronto, se quedó callado y se dio cuenta de la dimensión de esas palabras. Su pánico se triplicó—. ¡¿Por qué hay una maldita serpiente alrededor mi pierna?! ¡Llamen al zoológico, a control animal, a las benditas fuerzas armadas o a mi mamá!

—Relájate, es inofensiva y no es venenosa. —Sonreí para tranquilizarlo, pero solo lo alteré más—. Es una pitón y su nombre es Gloria. No puedes temerle a alguien que se llama Gloria, Elvis.

Me arrodillé y empecé a desenroscar a mi amiga de su pierna. La tapa del terrario de seguro se abrió durante la mudanza. No obstante, me resultó raro que Gloria saliera de él. Es muy tímida. Fue una pena que, una vez que se sintió en confianza con alguien, este quisiera llamar a su mamá.

—¿Tienes una pitón de mascota? —inquirió, aún estupefacto—. Ni siquiera te molestes en desempacar, porque tú —añadió al apuntarme con el índice mientras intentaba no perder el equilibro— no puedes vivir aquí si tienes esa cosa.

Mei Ling lo miró con su usual antipatía, pero le brillaron los ojos con una diversión perversa. Pensé que ella y Bill se llevarían bien.

Ya tenían en común odiar a Elvis.

—No seas exagerado, en esta casa se aceptan mascotas. Te tenemos a ti después de todo —recordó.

—¡Claro que se aceptan mascotas! Perros y gatos, peces y cobayos, ¡hasta podría aceptar un jodido caballo! —Corrió al otro extremo de la habitación cuando Gloria se acurrucó alrededor de mis hombros—. Pero ¿algo que come ratones? No, estás loca.

—Las conservaremos —sentenció Mei—. A Gloria y a la chica que le da ratones para el almuerzo.

Era lo más indirectamente amable que me había dicho desde que había llegado.

—¡Tú misma estás reconociendo que le da ratones para comer! ¿Y sabes que le da de postre? —dijo, exasperado, pero su voz se volvió un susurro al echar otro vistazo a Gloria—: Humanos, seres humanos como tú y yo.

—No come tanto, aún es una bebé —aseguré acariciando su cabeza—. Ingiere un ratón cada un par de días.

—Sí, y cuando se le antoje algo dulce de sobremesa la seducirá mi glucosa en sangre y me comerá —argumentó, pegado a la pared.

—Si las chicas no quieren darte un beso, tampoco una pitón lo querrá; no te preocupes —le restó importancia.

Akira bajó por la escalera al oír el escándalo. Sonrió en mi dirección como si ver a tu nueva compañera de alquiler con una serpiente en brazos fuera de lo más casual. Entonces, ella trasladó sus ojos a Elvis. Él empezó a negar con cabeza, pero fue en vano. Ella lo derribó como si estuvieran jugando fútbol y empezó a examinarlo.

—Posibles síntomas por mordida de serpiente venenosa: sangrado, fiebre, diarrea, convulsiones, pulso rápido, ardor en la piel, muerte tisular, visión borrosa. —Le abrió los párpados con los dedos e incluso metió su cabeza bajo la camiseta del chico para oír su corazón—. Vómitos, entumecimiento, sudoración excesiva, desmayo, dolor y pigmentación de la piel entre otros.

Elvis pudo quitársela de encima recién treinta minutos después.

Cuando Glimmer volvió con la cena, nos sentamos frente al televisor a ver Next in Fashion. Mis compañeros de fraternidad se quejaban de los diseños, de los presentadores y de los concursantes; sin embargo, al parecer, a ninguno le interesaba la moda, pero me enteré de que Ingrid los obligaba a mirarlo y se volvieron adictos. Me dio gracia preguntar dónde estaba ella y que respondieran: «En Europa o por ahí». Asumí que su ausencia no era extraña, pero cuando Mei subió el volumen, me dio la impresión de que lo hizo para no responder más preguntas al respecto. Los noté entre molestos y tristes por la ausencia de la misteriosa Ingrid.

Me sentí fuera de lugar, como alguien que se ha perdido una fiesta de la que todos están hablando. Lo mismo me ocurrió con Blake y con Larson esta mañana. Es difícil ser nueva en un mundo de viejos conocidos. No sé qué puedo o no preguntar, o si voy a herir los sentimientos de alguien al hacerlo.

Como si no hubiera tenido una buena dosis de ser la forastera, llego a Notre Nuage e ingreso a su estacionamiento privado por primera vez. El guardia de la entrada es el tipo más limpio que vi en mi vida. Le brilla hasta la calva, como si el de mantenimiento se la hubiera pulido.

—Hola, ¿cómo estás? —Apoyo la bici contra mi cadera y le muestro mi nueva identificación—. Tu traje es impecable, pero ¿no crees que te calcinarás con él por la tarde? ¿No te dejan usar bermudas o un kilt parecido al de los escoceses?

Al decirlo, recuerdo el pronóstico para la semana y me arrepiento.

«No pienses en eso».

«No pienses en eso».

«No pienses en eso».

Me concentro en el hombre que está mirando mi vehículo como si quisiera reír.

—¿Tienes algún problema con mi bicicleta, enemigo del medioambiente? —espeto, haciendo que sus labios dejen de temblar de golpe—. Eso pensé —regaño cuando me deja pasar y avanzo con la cabeza en alto, no sin antes añadir un serio, pero cortés—: Y que tenga buen día, señor.

Hay pocos lugares vacíos, lo que no es extraño para un edificio donde trabajan más de cuatrocientas personas. Aún no puedo creer que Bill me consiguiera un puesto con solo un llamado.

Dejo me bicicleta entre un Lamborghini ultranuevo y un BMW recién sacado de la fábrica. Considero ponerle el candado, pero ¿quién me la va a robar? Una vez que me alejo lo suficiente entiendo de qué se reía el de seguridad. La imagen es algo penosa, pero mejor ser fiel a tus ideales —y cuidar tu bolsillo—, que ir en contra de ellos para encajar.

Cuando vuelvo a pasar frente al guardia, este asiente en mi dirección, con respeto. Estoy lista para conocer a la exitosa Betty Georgia MacQuoid.

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