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Capítulo 8: La Plaza de las Sombras
ОглавлениеLa Plaza Independencia, el corazón de Mendoza, estaba llena de gente. Había banderas, carteles y gritos por todos lados. Un grupo de personas muy diferentes se había juntado para protestar contra la construcción de un monumento a Julio Argentino Roca. Estudiantes, indígenas, historiadores y hasta algunos curiosos se mezclaban bajo el sol de Mendoza.
En el centro de la plaza, sobre un escenario, María Silvana Roca, tataranieta del famoso y polémico Julio Argentino Roca, tomó el micrófono. Ella era una mujer imponente: pelo negro recogido, un vestido simple pero elegante, y una mirada que desafiaba a cualquiera que quisiera discutir con ella.
– ¡Compañeros y compañeras! – empezó, con una voz fuerte que hizo callar a todos – . Hoy no estoy acá como la tataranieta de un hombre que algunos llaman héroe y otros, tirano. Estoy acá como María Silvana, una mujer que no puede vivir de otra manera. No puedo vivir ignorando el dolor que mi apellido ha causado en esta tierra. No puedo vivir sin luchar por la memoria de aquellos que no tienen voz. ¡No puedo vivir sin justicia!
La gente la aplaudió mucho, levantando carteles que decían: «Roca genocida» y «La masacre del desierto no se olvida». María Silvana siguió hablando, con la voz temblando de emoción:
– Este monumento no es solo una estatua. Es un símbolo de opresión, de olvido, de una historia que no quiere sanar. ¿Cómo podemos honrar a un hombre que destruyó culturas, familias, sueños? ¿Cómo podemos construir un monumento a la conquista cuando todavía hay gente que lucha por ser reconocida? ¡No lo vamos a permitir!
Los aplausos fueron muy fuertes. María Silvana bajó del escenario, todavía emocionada por su discurso. Pero antes de que pudiera mezclarse con la gente, un hombre barbudo y desordenado se acercó a ella. Era Adolfo, el mismo que había perdido el maletín en las acequias.
– María – dijo, con voz baja – . Todo salió mal. Perdí el maletín.
Ella lo miró con enojo, sus ojos brillando de furia.
– ¿Pero sos boludo o te hacés? – le gritó, sin esconder su frustración.
Adolfo bajó la mirada, avergonzado.
– No fue mi culpa. La corriente se lo llevó. No pude hacer nada.
María Silvana lo agarró del brazo y lo llevó a un lugar más tranquilo de la plaza. Entre los gritos de los manifestantes, su voz sonó clara y fuerte:
– ¿Sabés lo que significa ese maletín? No es solo un objeto. Es la prueba que necesitamos para cambiar todo. Si cae en manos del enemigo, estamos perdidos. ¿Entendés? ¡Perdidos! ¡Yo te pagué por el maletín, pedazo de inútil!
Adolfo asintió, pero se veía desesperado.
– Lo sé, lo sé. Pero el agua se lo llevó. No sé dónde está ahora.
– Entonces encontrálo – dijo ella, apretándole el brazo con fuerza – . No importa cuánto tiempo lleve, cuánto esfuerzo cueste. Ese maletín es nuestra única esperanza. Si lo perdés, no solo perdemos la batalla, perdemos la guerra.
Adolfo miró hacia la acequia que pasaba cerca de la plaza, como si pudiera ver el maletín flotando en el agua sucia.
– Lo voy a encontrar – prometió, con más seguridad que antes – . No importa qué tenga que hacer. Lo voy a recuperar.
María Silvana lo miró un momento más, como si quisiera ver si decía la verdad. Luego, asintió lentamente.
– Bien. Porque si no lo hacés, no solo nos fallás a nosotros. Le fallás a todos los que lucharon y murieron por lo que creían. Y eso, Adolfo, es algo que no podés permitirte.
Mientras Adolfo se alejaba, metiéndose entre la gente, María Silvana volvió a mirar hacia el escenario. Los manifestantes seguían gritando consignas, pero ella sabía que la verdadera batalla no estaba en la plaza Independencia. Estaba en las sombras, en los secretos que guardaban esos maletines, y en las decisiones que tomarían en los próximos días.
El sol empezaba a esconderse, pintando el cielo de colores dorados y rojos. En algún lugar de Mendoza, un maletín seguía su camino, arrastrado por la corriente, mientras las vidas de todos los involucrados estaban en peligro.
Y en el corazón de la plaza, las palabras de María Silvana sonaban como una advertencia: «No podemos permitirnos perder».