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Capítulo 3: Un intercambio con sabor alemán

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El otoño en Mendoza teñía los viñedos de tonos dorados y rojizos, y el aire fresco anunciaba la llegada de una nueva estación. El Museo Emiliano Guiñazú, ubicado en la Casa de Fader, era un lugar lleno de historia y arte. Sus paredes albergaban algunas de las obras más importantes de Fernando Fader, el famoso pintor argentino cuyos cuadros capturaban la esencia de la vida rural y los paisajes mendocinos.


En una de las salas del museo, dos hombres se encontraban. Uno de ellos, vestido con un traje oscuro y elegante, portaba un maletín de cuero negro sostenido con guantes del mismo material. Su aspecto era impecable, demasiado pulcro para el ambiente relajado de Mendoza, especialmente en esa época del año. El hombre, de complexión robusta y rostro serio, parecía fuera de lugar. Sus ojos escudriñaban la sala con cautela, como si estuviera esperando a alguien. Su acento, al hablar, delataba un origen alemán.


Cerca de una de las pinturas más famosas de Fader, titulada «El estanque», se encontraba el segundo hombre. Era un hombre de mediana edad, de complexión robusta y piel curtida por el sol. Llevaba una remera holgada que dejaba ver un tatuaje en su brazo derecho: un diseño circular con líneas entrelazadas que formaban una especie de espiral, rodeado de símbolos que representaban el sol, la luna y las estrellas. Era un «Kultrún», un símbolo mapuche que representaba el tambor ceremonial usado en rituales y que simbolizaba la conexión entre el mundo terrenal y el espiritual. A pesar de ser otoño, el calor en Mendoza parecía no dar tregua, y el hombre se abanicaba levemente con su sombrero mientras esperaba. Su aspecto era más rudo, menos refinado que el del hombre elegante, pero había algo en su mirada que denotaba experiencia y astucia.


El hombre con el tatuaje se acercaba lentamente, mirando de reojo a los pocos visitantes que recorrían la sala. Cuando llegaba frente al hombre elegante, se detenía y lo miraba fijamente.


– ¿Lo tenés? – preguntaba el hombre con el tatuaje, con voz baja pero firme.


El hombre elegante asentía levemente y respondía en un tono mezclado entre alemán y español:

– Ja, natürlich. Hier ist es.


En ese momento, ambos hombres intercambiaban los maletines con movimientos rápidos y precisos. El sonido del cuero rozándose era casi imperceptible, pero el peso de lo que contenían esos maletines parecía cargar el aire de tensión.


El hombre con el tatuaje asentía con satisfacción, como si el intercambio hubiera sido más que suficiente para confirmar algo. Luego, se daba la vuelta y comenzaba a caminar hacia la salida, pero antes de desaparecer por la puerta, se detenía un momento y murmuraba en voz baja, primero en mapuche y luego en español:

– Tüfachi tañi che. Esto es para mi gente.


El hombre elegante lo miraba con seriedad y respondía en un tono solemne, mezclando nuevamente alemán y español:

– Jetzt wird es wahre Gerechtigkeit für dein Volk geben. Ahora habrá justicia para tu pueblo.


El eco de esas palabras se desvanecía en la sala, y el hombre con el tatuaje se quedaba solo, sosteniendo el maletín con una mezcla de satisfacción y cautela. Miraba la pintura de Fader por un momento, como si buscara inspiración o consuelo en sus pinceladas, antes de salir discretamente por otra puerta.


La sala quedaba en silencio, como si nada hubiera sucedido. Los visitantes continuaban admirando las obras de arte, ajenos al intercambio que acababa de ocurrir. Pero en ese momento, algo cambiaba. Algo que, aunque invisible, podría alterar el curso de muchas vidas.

El misterio de los Fader

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