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Los nombres

Parece que un señor Jesús García ha sido nombrado gobernador de toda una provincia. Al menos ese nombre oscuro corre por ahí en bocas y periódicos.

Don Jesús García... He pensado que este señor, a pesar de lo que aseguran sus enemigos, debe ser una magnífica persona, tal vez un viejecillo modesto, pequeño, de reducidas aspiraciones, incapaz de hacer mucho mal o mucho bien; porque así lo indica su nombre, arreglado con dos vocablos demasiado comunes. ¿Creéis que don Jesús García podría llegar a ser un gran conquistador, un gran político o un gran poeta? Pues no lo creáis; a menos que adopte un pseudónimo. Mientras no haga tal, don Jesús ha renunciado a una carrera brillante. Por eso dije que era un hombre de reducidas aspiraciones.

Sin duda, los nombres ejercen un extraño influjo sobre nuestros espíritus y quizá sobre nuestros cuerpos. Los nombres, por ciertas relaciones misteriosas, deciden nuestro porvenir. Yo creo que el doctor Pomponio Guzmán debe en gran parte la Cartera de Hacienda que hoy disfruta, a ese nombre que ostenta, pomposo y visible. Uno se figura que el doctor Guzmán debe ser algo así como un gigante solemne, pausado, ceremonioso, que hará temblar las columnas del Capitolio con una vozarrona de trueno.

¿Y qué opináis del señor Vásquez Cobo? Yo no conozco al señor Vásquez Cobo, pero pienso que debe ser un personaje desgraciado, aunque lo adornen muy apreciables cualidades. Porque las gentes seguramente desconfiarán de ese nombre raro que hace pensar en cuevas, en socavones, en qué sé yo qué cosas oscuras y taimadas.

Hay otros nombres que sugieren mucho, nombres que pudiéramos llamar onomatopéyicos: Hindenburg, por ejemplo, recuerda algo como la descarga lejana y retumbante de una batería; Guillermo es una palabra bélica, que trae a la mente ideas de conquista y hace meditar en la fanfarria heroica de los batallones; Francisco, que es nombre de santo, habla de entereza de carácter, de bondad, de caridad, de amor al prójimo; Rudesindo, que huele a sacristía, debe ser un hombre bonachón y pusilánime, por atavismo, porque los que así los distinguieron, serían seguramente dos ingenuos esposos de provincia.

Existen también algunos nombres, muy pocos, famosos, terribles o amables, aborrecidos o adorados, que se hacen popularísimos hasta en las aldeas y los campos; que vuelan de boca en boca por los más escondidos rincones, independientes, sonoros, y los niños los deletrean y las muchachas los pronuncian sin saber precisamente, o apenas de una manera vaga y legendaria, a quién pertenecen. Recuerdo que, cuando era un pequeñuelo, tan pequeñuelo, que apenas balbucía cosas ininteligibles, mi hermanita exclamaba, a veces, apuntándome con una escopeta de madera:

—¡Alto ahí! ¿Quién vive? Y yo contestaba: ¡Rafael Uribe!

Entre nombres de mujeres, tantos y tan diversos, hay unos simbólicos y otros evocativos que rememoran tiempos olvidados o viejas lecturas, nombres crueles o humildes, ásperos o encantados. Laura es aquella colegiala loca, aquella diablesa saltadora, que en un primoroso cuento de Tablanca, exclama alegremente: “Te quiero mucho, poquito y nada”. Catalina será sin duda una mujer un poco infame, deliciosa y tirana, que jugará inteligentemente con vuestro corazón, haciéndolo añicos, como una panterilla. Isabel —regia y bella palabra— se me figura rubia y esbelta, dulce, enérgica y hacendosa, como una reina castellana; Eulalia, Ofelia, “unos nombres con muchas eles”, son frágiles princesas de los cuentos de hadas. ¿Y Soledad? Este vocablo inefable dice que aquella persona que lo lleva es contemplativa y silenciosa. Es discreta también. Sí, Soledad amará las flores y la penumbra, y sus ojos meditabundos serán como una milagrosa piscina donde se purifican nuestros pecados, nuestros odios y nuestras pesadumbres.

El Espectador, “Día a día”, Bogotá, 18 de septiembre de 1918.

Nueva antología de Luis Tejada

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