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La felicidad

Anda por ahí, de mano en mano, un interesante álbum, donde se han recogido pacientemente las numerosas y diversas respuestas que los hombres más conspicuos han dado a esta curiosa interrogación: ¿cuáles son las tres cosas que constituyen la mayor suma de felicidad en el mundo?

Y he aquí que unos han dicho: el dinero, la salud y el amor; y otros: la fe y la esperanza y la lucha; y aquellos: la caridad y el vino y el sueño. Y hay mil opiniones y en cada una de ellas podría adivinarse el carácter y el talento del individuo y sobre todo se advierte ahí un esfuerzo, un anhelo de concretar, de meter dentro de una fórmula o una frase ese cúmulo de ideales vagos, de deseos inasibles que son, en la vida, palancas invisibles que empujan a la acción, estrellas móviles que determinan nuestra ruta. ¿Pero quién sería capaz de decir precisamente lo que desea? Ese sonoro vocablo, felicidad, encierra algo nebuloso, inaprehensible, y si nos preguntaran de sopetón qué significa, no seríamos capaces de responder.

Parece que la tal felicidad no es, ni mucho menos, un estado perdurable, una característica duradera, uniforme, de la personalidad. No. Tal vez será más bien una manera de ser, momentánea, accidental, que podría presentarse en múltiples formas y en determinadas circunstancias. Una manera de ser promovida por quién sabe qué ocultos, misteriosos, incognoscibles resortes.

Sin embargo, si al cronista le interrogaran sobre esas tres cosas estupendas que han de constituir la felicidad en el mundo, el cronista diría, a riesgo de equivocarse, que esas tres cosas deben ser: no desear nada; no poseer nada; no saber nada. Porque el deseo es angustia, y el tesoro es honda preocupación, y el conocimiento que analiza y desnuda es desencanto.

Ser, ¡oh dioses!, limitado y pequeño, alcanzar la vida insignificante de las cosas humildes, que no aman, ni lloran, ni sufren, ni gozan. Ser, sin alegrías profundas y sin dolores inmensos, como el sencillo cura de mi aldea: rubicundo, bonachón, sonriente, que tomaba, al mediodía, chocolate con galletas y cultivaba un dulce huertecillo de lechugas. Bien sabe todo el mundo que, cuando murió plácidamente, el mismo Dios del cielo con sus barbas pluviales vino a abrirle las puertas del Paraíso.

El Espectador, “Día a día”, Bogotá, 1 de octubre de 1918.

Nueva antología de Luis Tejada

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