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La labor oscura

Ayer vino el correo de provincias. Sobre la mesa de la redacción se han acumulado, unos sobre otros, los paquetes de periódicos, los folletos, las pequeñas revistas: allí, insinuantes, reposan los rotulados envoltorios esperando una mano curiosa que desgarre las fajas blancas y unos ojos eminentes que se enteren de las grandes cosas, revelaciones importantísimas y secretos terribles que esas modestas páginas encierran en sus columnas. Ahora bien: hoy, como siempre, ha penetrado a la redacción un buen número de personas que, una a una, van llegándose hasta la mesa, revisan concienzudamente los diarios de la mañana, revuelven libros y papeles, escriben, conversan. Pero muy pocas, quizá una apenas, tal vez dos, reparan en el discreto montoncito de paquetes que descansa ahí, olvidado. Diré sin embargo que, a veces, hay quien, interesado, quiere hojear el órgano más caracterizado de su Departamento; lo busca, lo toma, pasa los ojos sobre las columnas rápidamente, y luego, con displicencia, lo arroja sobre el tapiz. Y los periodiquillos insignificantes, los semanarios diminutos que llegan difícilmente desde remotas poblaciones, quedan ahí inadvertidos hasta que alguien, por la tarde, los embute bruscamente en la cesta de los papeles, implacable y devoradora.

Y a pesar de todo son interesantes y amables esos pequeños periódicos de provincias. Sorpréndese uno al adivinar el calor de vida, el entusiasmo fervoroso por las ideas y los ideales, la fe inquebrantable en los jefes que alientan aquellos oscuros combatientes que, en sus apartados rincones, no han sentido aún el cansancio, el frío escepticismo de las capitales donde los hombres son más sagaces y más sabios. Cuando, acá, los directores de la política han olvidado ya el amor que pusieron momentáneamente en una tendencia o en un programa, todavía, por mucho tiempo, en provincias sigue combatiéndose o defendiéndose tesoneramente, ingenuamente, esa tendencia o ese programa.

Los que han sido periodistas en ciudades de tres mil habitantes y saben la deliciosa voluptuosidad de ser liberales, intransigentes, temibles, cuando uno habla mal de Dios ante la estupefacción del boticario o se da el lujo de no creer en el diablo aunque, al anochecer, recemos el rosario junto a las faldas protectoras de la abuela; los que han sentido la emoción encantadora de verse excomulgados por un cura demasiado estúpido y bueno y han luchado abiertamente contra un ambiente denso, pacato, obtuso, escandalizando viejas y muchachas; los que en el fondo de sus aldeas aún se enardecen ante el prestigio de ciertos vocablos como causa, libertad, patria, bien merecerían el título de héroes anónimos que, en la guerra, se concede a los centinelas vigilantes que no abandonan su puesto, a los soldados humildes que mueren oscura y desinteresadamente.

Es allá, en provincias, donde aún existe el verdadero partidarismo, el fervor por las ideas, el desinterés, el concepto fecundo de lucha, sin ambiciones mezquinas; es allá donde todavía se odia o se ama. Sólo en esos rincones lejanos se siente uno invadido de un entusiasmo profundo por los hombres de aquí, grandes, deslumbrantes, que hacen y deshacen y que luego, al conocerlos de lejos y saludarlos respetuosamente en estos callejones, al verlos muy humanos, demasiado humanos, experimentamos cierto remordimiento de haberlos admirado tanto.

El Espectador, “Día a día”, Bogotá, 4 de septiembre de 1918.

Nueva antología de Luis Tejada

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