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Las viejecitas

Yo acostumbro seguir a las viejecitas

Baudelaire

Acabo de leer en las columnas de cualquier diario matinal, una noticia muy semejante a esta: “A la avanzada edad de 94 años falleció ayer en la ciudad la señora Fulana de Tal. A su honorable familia, etc.”.

He aquí, encerrado en cuatro líneas, todo un dulce y doloroso poema de ruinas y de recuerdos. ¿Quién sabrá cuántos secretos, deliciosos y terribles, y cuánta profunda sabiduría se llevan consigo esas figuritas nonagenarias que en cualquiera de estas mañanas de invierno cierran los ojos para siempre, con una naturalidad encantadora?

Para mí, la más interesante estadística sería aquella que demostrara cuántas viejecitas santafereñas quedan hoy en Bogotá. Ellas, las tímidas, las inadvertidas, que avanzan por las aceras aferrándose a los muros con un miedo instintivo a los modernos vehículos de pupilas monstruosas, ellas, las que os encontráis por ahí mascullando, con sus bocas abandonadas, incoherentes palabras, son la historia viva de la ciudad.

Para mí, creo que esas pocas viejecitas que aún no se ha comido la tierra voraz, tienen un interés histórico irrefutable. Son el único y el último vínculo animado que nos enlaza, a los que apenas nacemos, con los que murieron hace muchos días. La historia pintoresca que se aprende de sus labios temblorosos no es la misma historia que bebemos en ingentes mamotretos o que un dómine tieso quiere aturullarnos entre las dos sienes, desde una eminente cátedra universitaria.

Yo conozco, en el más humilde refugio de un apartado arrabal, uno de esos cuerpecitos arrugados y temblequeantes, que tuvo la fortuna de llegar a la ciudad, sonrosado y pequeño, allá en las épocas tormentosas de 1830. Suponeos cuántas cosas horribles y bellas verá la heroica viejecita en las noches de insomnio, al través de la tela de araña sutil y desvaneciente que han ido tejiendo las horas dentro de su cráneo antiguo, diminuto y nevado, que ya no es sino una polvorosa arca de recuerdos. ¡Qué película norteamericana, llena de accidentes sucesivos y violentos, cuánta sangre, qué guerras feroces y sobresaltos escalofriantes pasarán ante sus ojos de misterio y de sabiduría! Es una anciana, santafereña, pesimista, conservadora y chocolatera, que aún se estremece ante las hazañas incalificables de don Tomás Mosquera y de todos esos ogros impíos que asesinaban a los sacerdotes de la Santa Iglesia, por el mero gusto de comérselos crudos. ¿No presenció ella esos días angustiosos en que unas turbas horripilantes armadas de inofensivos cuchillos proclamaban a gritos destemplados el nombre del general López?

Os deleitaríais, si la oyerais contando el cuento fantástico de Petronila Forero, una ingenua bruja que sabía proporcionarse la regia y un poco africana diversión de confeccionar los más suculentos y apetitosos tamales que hayan saboreado paladares humanos, con la rosada y tierna carne de los niños santafereños.

Era esa diablesa de Petronila, aquella misma que se entretenía en emparedar a las mujeres de su servicio, arrojándoles, un día sí y otro no, por un huequito abierto en la pared, un pedazo de pan del tamaño de medio pan pequeño.

Yo quisiera contaros, para confundir vuestra ignorancia, todo el tesoro de historias fantásticas y de cuentos verdaderos que han acumulado dentro de sus blancas cabezas las vetustas viejecitas, que van desapareciendo ya, una a una, dolorosamente, llevándose toda una época y toda el alma de una ciudad. Porque ellas eran lo único que iba quedando de la Santa Fe perversa, letrada, timorata, sangrienta y deliciosa, que hoy los bárbaros de la piqueta nos han convertido en un pueblo frío, tieso y moderno, como unas paralelas de ferrocarril.

El Espectador, “Día a día”, Bogotá, 8 de mayo de 1918.

Nueva antología de Luis Tejada

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