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El pañuelo

El lunes es el día de las despedidas, así como el sábado es generalmente el día de los pagos. El que quiere hacer un viaje arregla sus maletas para un lunes por la mañana, y nadie tendría la ocurrencia detestable de irse para ninguna parte en domingo a mediodía, por ejemplo, exceptuando, naturalmente, los casos de una apremiante necesidad.

Un lunes cualquiera fuimos a llevar a un amigo hasta la Estación. Nos levantamos a una hora desacostumbrada pensando todavía en las malas estocadas que había intentado Alcalareño contra un manso toro en la tarde anterior, o en las pantorrillas impresionantes de alguna ojerosa chica del Municipal. No hay nada más pintoresco que una Estación de ferrocarriles a la hora de partir el tren: hay siempre un inglés, de cara rasurada, de curva pipa, polainas de cuero amarillo, abrigo impermeable y gran boina de paño. Algunas veces lleva también una pequeña maleta; no se apresura nunca y se sienta en su puesto con una naturalidad envidiable. Es el hombre acostumbrado a viajar. Al contrario, aquella señora gorda, con un espeso velo sobre los ojos, que va por primera vez a Girardot, llega sudorosa, seguramente sin desayunarse, por la premura, aunque esté en pie desde las tres de la mañana. Va acompañada de un muchacho tonto y mofletudo que puede ser el sobrino o el hijo menor, cargado de maletas y de paquetes; ya los tenéis allí, pero al más insignificante traquetear de los carros piensan que el tren se va, que el tren se fue, y se meten casi asfixiados por la puerta del primer carro que hallan, llevándose por delante al conductor. Ya, sentados, caen en la cuenta de que no han comprado los billetes.

Veréis, con frecuencia, a la recién casada que quiere pasar su luna de miel en el exterior; inútil decir que la acompaña el marido, joven y obsequioso. Si es bonita, lleva un velillo demasiado transparente sobre los ojos, un sombrero de viaje colocado con mucha gracia, guantes, traje blanco y un carrielito pequeño en la mano, donde va el diminuto espejo y una cajita de polvos. Aspira, con las aletas de las naricillas muy abiertas, el fresco aire de la mañana; en sus ojos brillantes se adivina el ansia intensa de placeres inconocidos, de avizorar paisajes distintos, perspectivas lejanas, de llegar pronto a la soñada Suiza donde esperan el lago romántico y la barquita indispensable, delicias ingenuas que, desgraciadamente, nuestros enamorados no pueden gozar en tierras prosaicas, bruscas, como las que nos han tocado en suerte en la arbitraria distribución del mundo que existe hoy. Aunque es muy cierto que en el tren, en el buque —y me supongo que en el aeroplano también— todos los semblantes, pertenezcan a recién casados o no, se sienten animados de una secreta alegría; hay un cosquillear delicioso en el corazón, algo inexplicable que nos pone contentos y comunicativos. La psicología del individuo, cuando viaja en vehículo de cualquiera especie, es indudablemente distinta a la del mismo individuo cuando está unido a la tierra por las plantas de los pies. Las mujeres, por ejemplo, se sienten con una visible predisposición al amor y a las aventuras. Cuando queráis hacer fácilmente una conquista difícil, procurad encontrar a la víctima en un carro de ferrocarril. Los hombres huraños abdican de su adustez y traban conversación con el compañero inmediato: hay un acercamiento cordial entre las gentes, porque todas quieren contar de dónde vienen y para dónde van, y saber lo mismo de los otros; entonces se conciertan las amistades más inolvidables y quedan en el corazón los recuerdos más firmes.

¿Y dónde habíamos dejado a mi amigo? Pues en la Estación, dirán ustedes. Allí estamos; nada hay más doloroso que despedirse de un amigo en la Estación. El movimiento precipitado, febril de viajeros, de pajes, de valijas, de cargamento, los adioses, los mugidos de la locomotora, todo eso nos prende en el alma un deseo irresistible de irnos también, de tomar nuestra maleta y largarnos de la ciudad donde hemos estado ya bastante tiempo y donde no hay ya nada nuevo para nosotros; sentimos una rabia contra lo que nos detiene, contra lo que nos amarra y nos obliga a estar perennemente uncidos al bufete, al pupitre estudiantil, al mostrador, a lo que sea. Y cuando el amigo dice adiós, con efusiva y radiante expresión, una melancolía profunda nos invade, no precisamente porque el amigo nos abandone, sino porque no podemos acompañarlo. Permanecemos en el andén, mudos, insensibles, entonces sacamos un pañuelo y lo hacemos ondear, no en señal de despedida como podría creerse, sino para enjugar, disimuladamente, una furtiva lágrima de nostalgia.

El Universal, “Glosas insignificantes”,

Barranquilla, 19 de julio de 1918.

Nueva antología de Luis Tejada

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